Cuán gritan esos malditos

“Según estimaciones recientes, el estatus del orden democrático ha retrocedido a los niveles que tenía en el período previo a la caída del Muro de Berlín (1986). Las recaídas en la autocracia son cada vez más frecuentes. Las agresiones a los periodistas y a la libertad de expresión, si no el pan, son el castigo de cada día”, estas son algunas de las ideas sobre las que gira El auge de la democracia autoritaria, el nuevo libro de ensayos de Francisco Pérez de Antón, próximo a aparecer en editorial Sophos. Aquí les ofrecemos un adelanto.

Francisco Pérez de Antón

abril 21, 2024 - Actualizado abril 21, 2024

La Prensa es el enemigo

RICHARD NIXON

En los días en que aún ejercía el doble oficio de editor y periodista, fui invitado por una prestigiosa institución centroamericana de educación superior, asesorada por la Universidad de Harvard, a un foro internacional sobre gobernabilidad democrática en un céntrico hotel capitalino. A tal fin, los expositores recibimos una especie de documento marco que debíamos comentar. El paper aseguraba que los medios informativos de América Central, en vez de adoptar un papel crítico como fiscales de la democracia, escondíamos propósitos desestabilizadores. El documento nos pedía además responder a algunas preguntas grotescas.

Una de ellas era la de si destapar escándalos de corrupción gubernamental constituía «una amenaza a la estabilidad política», pregunta que podría resultar capciosa si no fuera porque sugería que esa estabilidad debía situarse por encima de las denuncias de venalidad, negocios ilícitos, ocultaciones y demás lacras de los gobiernos democráticos.

La otra, más inquietante si cabe, era la de «qué mecanismos de control existen en caso de un posible abuso de poder por parte de los medios», así como la sugerencia de que el poder Ejecutivo capacitara a los periodistas «para impedir que los medios desestabilicen a un gobierno y sus programas».

De la música que acompañaba a estas preguntas parecía deducirse una invitación a que el escribiente de estas líneas exprimiera su imaginación y proporcionara al foro algunas ideas sobre cómo limitar la libertad de información, así como impedir el «abuso de poder» de los medios, pues la gobernabilidad política lo exigía por encima de todas las cosas. Lo cual solo se podía interpretar como que era preferible coartar la libertad de expresión a que un gobierno autoritario y corrupto se desprestigiara o perdiera crédito por culpa de los medios informativos.

Tan insensata propuesta, sobre todo viniendo de quien venía, era difícil de digerir. Me costaba aceptar que aquel destacado centro de estudios se hubiese hecho eco de un planteamiento tan burdo. El dilema sobre qué era más importante, si la libertad de expresión o la estabilidad de un gobierno popularmente electo, cualquiera que fuese la interpretación que se le diera al término «estabilidad», ya que la palabreja podía significar muchas cosas, me tenía desconcertado. Finalmente opté por dejarme de contemplaciones y decir a la pata la llana lo que sentía sobre el bendito paper.

EN PLENA CRISIS POLÍTICA DEL GOBIERNO DE JORGE Serrano —empecé diciendo—, fui llamado a Casa Presidencial, junto con mi querido amigo y socio del semanario que editábamos, el licenciado Fernando Quezada Toruño. Al cabo de una hora haciendo antesala, papando moscas y mirándonos como mensos, pues no sabíamos de qué iba la feria, apareció el presidente Serrano con un séquito formado por su hijo, casi un adolescente, dos ministros, un abogado asesor, dos militares de alto rango y varios funcionarios de Gobierno. Todos traían gesto de malas pulgas. Y para estupefacción y sorpresa de Fernando y mía, lo que vino a continuación habría de ser una de las reprimendas más desagradables que yo haya recibido desde los días de mi rebelde adolescencia.

El presidente, sus ministros, sus abogados y su Estado Mayor nos acusaron de haber permitido que la redacción del semanario fuese infiltrada por el narcotráfico, censuraron con acritud la línea editorial que seguíamos y nos acusaron de integrar una conspiración de los medios para desestabilizar el sistema político y de contribuir a que Guatemala fuese un país ingobernable. En una palabra, la filípica propia de un gobierno autoritario.

No nos quedamos callados —continué diciendo a los asistentes al foro—. Suaviter in modo, fortiter in re, es decir, con respeto, pero apretando los dientes, le dijimos al señor Serrano lo que nunca le hubiera gustado escuchar. La mentira era tan monstruosa que fue necesario cantarle alto y claro que la información que le había preparado su sibilino Estado Mayor presidencial era una absoluta patraña cuyo objeto era acallar las críticas que desde el semanario se le hacían al Gobierno.

El señor presidente se molestó y empezó a gritar, a despotricar contra la Prensa en general y contra nosotros en particular. La cosa se puso tan fea que, aprovechando uno de esos silencios que a veces tienen lugar en los debates, incluso en los más acalorados, nos pusimos de pie y nos fuimos, previo uso, eso sí, de las normas que demandan el buen porte y los buenos modales. En circunstancias de esta índole, el único poder que puede exhibir la Prensa es el de la dignidad y el decoro para no dejarse atropellar, pues otro poder no tiene. Y eso fue lo que hicimos.

Fernando y yo no seríamos, sin embargo, los únicos que tuvieron el privilegio de recibir las bofetadas del presidente Serrano —les dije a los partícipes del foro—. Otros directores y propietarios de medios habrían de pasar por la misma piedra y escucharían las mismas acusaciones, en especial la de conspirar contra Jorge Serrano y su gobierno y la de haber conformado una prensa antisistema.

Pero la historia no terminaría ahí. Semanas más tarde, Serrano suspendía la Constitución política de Guatemala, clausuraba las instituciones democráticas, amordazaba a la Prensa con una censura propia de una dictadura fascista y provocaba lo que entonces se dio en llamar el fujimorazo. La experiencia andina se repetía en Guatemala, con la sola diferencia de que el golpe de Estado no prosperó. Y hoy puedo decir sin rubor que, si la democracia guatemalteca se salvó entonces, fue debido a la inmediata movilización de la Prensa, la primera institución del país que se rebeló contra las acciones ilegales del presidente, incluso antes de que lo hicieran el Congreso y los partidos políticos.

No quiero dar la impresión de que el protagonismo de los medios fue heroico, ni mucho menos, pero sí que fuimos los primeros en negarnos a obedecer los dictados que venían de palacio. La Prensa cumplió sencillamente con su deber, con el mismo fervor y patriotismo de quienes siguieron sus pasos para detener el golpe: grupos populares, laborales, empresariales, el Movimiento Cívico, el Colegio de Abogados, Amigos del País, la Corte de Constitucionalidad o la Universidad de San Carlos.

TRAIGO A COLACIÓN ESTA ANÉCDOTA —SEGUÍ DICIENDO A LOS integrantes del foro— con el fin de rechazar la imputación del paper según la cual los medios informativos constituyen un factor de ingobernabilidad en la región. La respuesta habitual del poder en tales casos suele ser la amenaza, la asfixia económica o cualquier maniobra legal que le permita silenciar a los medios. De ahí que, a la hora de abordar el delicado asunto de las relaciones entre la opinión pública y el gobierno democrático en periodos de crisis, convenga centrar el debate en dos premisas y un corolario.

La primera premisa consiste en aclarar que hablamos de la Prensa bajo un régimen de libertades, no de una prensa controlada. La segunda, en recordar que ninguna democracia es tal sin un libre flujo de información y de opiniones. Y la lógica conclusión de ambas es que, si la Prensa no puede denunciar la corrupción ni criticar a los funcionarios públicos, porque eso supone una amenaza para la estabilidad política, y deben por tanto establecerse «mecanismos de control» para que los periodistas no se sobrepasen, entonces apaga y vámonos porque estamos hablando de un sistema político que no es la democracia.

Me gustaría saber cómo responderían a estas preguntas preñadas de connotaciones injustas —dije mirando a los ojos a la académica que había escrito el paper—, periodistas de países donde los medios son más poderosos e influyentes que en los nuestros, pero donde la libertad de expresión es más segura. De otra parte, daría cualquier cosa por escuchar los comentarios de dichos profesionales a esta otra interpelación del documento: «¿Es típico de los medios de Centroamérica desarrollar relaciones adversas con los gobiernos de turno? »

Sería divertido escuchar, puse por caso, la opinión del New York Times, respecto a sus relaciones adversas con el presidente Bush, quien en aquellos días había llevado a los tribunales a ese influyente diario. O la de El País con el presidente Aznar, a quien el periódico madrileño no dejó de adversar durante sus ocho años de gobierno. O al carácter adversativo de la prensa italiana respecto a la corrupción gubernamental, la llamada Tangentópolis de los años noventa.

La crítica política es la vida de la prensa. Y confundir sus objeciones con una malevolente intención desestabilizadora no solo es un error de juicio, sino una opinión sesgada y malévola —argüí—. Lo que es más, no puedo entender cómo se nos hacen tales señalamientos cuando la libertad de expresión vive en constante zozobra. En el curso de los últimos años hemos asistido en América latina a un creciente deterioro de la libertad de información debido al sinnúmero de presiones, amenazas y ordenanzas espurias por parte de los gobiernos electos. Desde sus cúpulas presumiblemente democráticas se ha venido atentando contra la libertad de expresión aduciendo que la Prensa tiene un poder excesivo que editores y periodistas ejercen sin representación real. Con tan simple argumento se coarta esa libertad y se justifican acosos, persecuciones y quiebras de medios.

Nuestros gobernantes son especialistas en acumular poderes y en sortear, evadir o incluso violentar constituciones —continué diciendo—. La resistencia de los gobiernos a sujetarse a las reglas del juego establecidas es proverbial. ¿Cómo entonces puede siquiera insinuarse que es la Prensa la que desestabiliza la democracia? ¿Hay alguna explicación para que ustedes, académicos de una reconocida institución educativa, hayan llegado a tan gratuita conclusión?

Yo no la encuentro —les dije—. No hay institución más leal al sistema democrático que los medios informativos. La libertad es el oxígeno de la Prensa, y unos medios sin amenazas ni presiones son la conciencia de todo régimen de libertades que se precie de serlo. Y esto lo sabe el votante. De ahí que, en Guatemala, las encuestas que miden el prestigio de las instituciones, no sitúen en primer lugar a los bomberos, por ejemplo, con todo respeto para los bomberos, sino a los medios de información.

El señalamiento contra la Prensa, por tanto, no proviene de un inexistente afán desestabilizador de la misma, sino de grupos de poder interesados en desprestigiarla o destruirla, así como a su constante vigilancia de dos factores muy sensibles a los que los medios no quitan ojo. Uno es la confianza popular en el gobierno de turno, entendiendo por tal la valoración que los ciudadanos otorgan al funcionamiento del poder político y sus instituciones, o lo que es lo mismo, cómo juzgan la integridad y la capacidad de las personas que dirigen los destinos de la nación. El otro factor es la transparencia, vale decir, la obligación de los gobernantes a rendir cuentas de sus actos, concepto que en el mundo anglosajón se conoce por el nombre de accountability.

Pero ni la confianza ni la transparencia suelen ser virtudes frecuentes en nuestros gobiernos democráticos. De ahí que cuando se destapa algún escándalo, los hombres públicos piensen que la Prensa les está cortando la grama bajo los pies. Y de ahí también el clamor del público para que se vigile y se audite a los políticos de manera más estrecha. Pero como esto no siempre es posible, al ciudadano de a pie únicamente le quedan los medios como agentes fiscalizadores.

El gobierno de Jorge Serrano —les dije— fue el epítome de todos malos hábitos que conducen a la ingobernabilidad de un país: corrupción administrativa, negocios ilícitos, permisividad con el contrabando, impunidad y pasividad ante los poderes en la sombra. El resultado de todo ello sería una absoluta falta de credibilidad por parte del público y el inicio de una etapa de inestabilidad política que concluiría en el fallido golpe al Estado democrático que Serrano, en un arranque de autoritarismo, trató de implementar siguiendo los pasos de Fujimori.

Ahora bien, ¿hizo mal la prensa guatemalteca en desarrollar relaciones adversas con ese tipo de gobierno? ¿Habría sido mejor que Serrano hubiese tenido mecanismos de control para callarnos? ¿Y quién en última instancia desestabilizó el país, Serrano o la Prensa?

El trípode de la gobernabilidad democrática lo conforman, a mi juicio —remaché— un sólido Estado de Derecho, la transparencia de los negocios públicos y la obligación de los gobiernos a rendir cuentas de sus actos. Pero la impunidad con que muchos gobernantes violan las leyes, y su desdén por unas instituciones democráticas, de por sí manipulables y débiles, impiden que ese trípode sea estable.

El derecho a informar no confiere a la Prensa el rango de poder, de Cuarto Poder o Cuarto Estado, como lo llamó Burke hace más de dos siglos. Para mí, este es un concepto errado y caduco —me volví para mirar de nuevo a la autora del paper— sobre todo en América latina, donde arrogarse un poder que sitúe a los medios de comunicación a la altura de los demás poderes ha significado siempre, si no la corrupción de los medios, la pérdida de su credibilidad y su independencia. La Prensa en un Estado de Derecho no es un poder, sino un contrapoder —término que habíamos acuñado en el semanario— vale decir, un instrumento eficaz para frenar los excesos de los gobiernos, así como los de los grupos organizados que actúan en perjuicio de los no organizados y los débiles. La razón para que lo sea es obvia. Pues lo que el ciudadano demanda es que la Prensa vigile al poder, al contrario de lo que sucede en una tiranía, donde el vigilado no es el poder, sino los ciudadanos.

Fragmento de ‘El auge de la democracia autoritaria’ de Francisco Pérez de Antón, editorial Sophos, 2024.

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