Empecé mi vida de lector nutriéndome de los libros que ya estaban en casa, en la biblioteca del abuelo, que era un cuarto oscuro, de paredes muy altas, con un tragaluz opaco, con lámina traslúcida y un vidrio con una esquina rota, que iluminaba con un chorro de luz al medio día los muebles con el montón de obras de lomos empastados: la mayoría en español, una sección en inglés y los diccionarios, cursos y montones de obras en griego y latín que utilizaba mi abuelo para escribir, en los últimos años de su vida, el método para la enseñanza de las lenguas muertas, que junto a otro dedicado al inglés fueron destruidos un cuarto de siglo después de fallecido, para que no anduvieran rodando esas montañas de esfuerzo realizado en balde, porque a juicio de su hija sobreviviente le habían hecho casi perder la razón.
Los libros estaban organizados de manera arbitraria y hacía falta una escalera para llegar a las partes más altas, donde apartaba las obras que prefería no se leyeran sin criterio, como las novelas de Vargas Vila, que ya habían ocasionado tantos disgustos por aquellas frases como “si la vida es un suplicio, el suicidio es un deber”. En las partes más accesibles, al alcance de las manos, se situaban los diccionarios y los misales, porque mi abuelo fue un profesor creyente, que andaba con el escapulario franciscano entre la camisa y la camiseta, y mi abuela fue guardia del Santísimo. Será por eso que los frailes de la Iglesia de San Francisco llegaban a tomar chocolate, de vez en cuando, antes de la hora del rezo. Y a su templo fue a dar la biblioteca, cuando años más tarde nos tuvimos que cambiar a un lugar más pequeño, y vimos partir en canastos el montón de libros.
A mí me correspondió construir la nueva biblioteca, la de mis lecturas y, desde que recuerdo, he ido juntando una buena cantidad, inundado los espacios, con unos cuantos volúmenes en la Antigua y otros en la capital, una buena cantidad de libros que no están muertos, porque cada cierto tiempo los reviso, actualizo, ordeno, limpio, y vuelvo a ellos para consultas, y me rodean siempre.
La acumulación ha sido una tarea placentera y todo un proceso de años, porque entre libros me desempeño, allí me paso las horas aislado, y me siento a gusto. Y, sin embargo, el desarrollo de la tecnología ya me arrastró, y tras pelear con la lectura virtual, un día caí en sus redes y admito que es una maravilla. Ahora escojo mis lecturas con un clic y estoy leyendo novedades al instante, el día mismo que se anuncia un lanzamiento en Madrid o donde sea, y encuentro todo lo que quiero a más bajo precio, libros que no se encuentran en las librerías. Ya aprendí a hacer anotaciones y resaltar, y tengo en la nube colecciones de obras gratis o compradas, y el gozo de lectura es el mismo, pero no queda el objeto, es como si al terminar de leer la obra desapareciera, pero allí sigue, mientras dure el sistema y mi memoria. Leer es lo importante, quizá no conservar el libro, aunque mi colección en papel sigue aumentando, pero entonces me pregunto ¿a qué templo irán a dar algún día los miles de libros en papel que me acompañaron en mi recorrido de vida?
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