Carta abierta sobre la crisis intelectual en la historiografía y la opinión pública nacional

Siento que el único espacio en donde hay una discusión pública en Guatemala es en la red social X, pero ¿de qué sirve esta discusión que es odiosa e irreflexiva por naturaleza y cuyo fin es destruir la credibilidad personal de quienes la mantienen y no buscar verdades definitivas? ¿Cómo puede esta guerra de egos ayudar al desarrollo racional, pacífico y democrático de Guatemala?

Javier Calderón Abullarade

septiembre 29, 2024 - Actualizado septiembre 28, 2024

Queridos Hugo y Raúl,

Por primera vez en muchos años me sentí más libre platicando con ustedes en Guatemala que en los Estados Unidos de América. Sin duda necesitaba compartirles mis ideas, para ordenarlas en mi cabeza y para evaluar si lo que estaba pensando era cierto o falso. Y es que nadie en los espacios “tradicionales” de la opinión pública guatemalteca -la prensa escrita- ha comentado mis artículos o criticado lo que digo. Siento que estoy hablándole al aire y ello me molesta, porque si mis ideas son inútiles para los guatemaltecos en general o para otros intelectuales del país, entonces para qué seguir haciendo este esfuerzo constante. Siento que el único espacio en donde hay una discusión pública en Guatemala es en la red social X, pero ¿de qué sirve esta discusión que es odiosa e irreflexiva por naturaleza y cuyo fin es destruir la credibilidad personal de quienes la mantienen y no buscar verdades definitivas? ¿Cómo puede esta guerra de egos ayudar al desarrollo racional, pacífico y democrático de Guatemala?

Creo que esta falta de libertad aquí en Estados Unidos y el silencio que tanto me disgusta de otros intelectuales guatemaltecos es resultado de la radicalización ideológica, religiosa y política del quehacer académico y de la discusión pública en general. Y es que ¿quién quiere comenzar una discusión racional, profunda y con evidencia si de entrada ya hay posiciones y “culpables” preestablecidos por las fes? Por ejemplo, hace un par de días me quejé con el director del departamento de historia en donde trabajo y estudio y le dije que estaba “cansado de verme en la obligación de autocensurarme y de tomar cursos sobre temas de género que no me interesan”. Y él me dijo, “nadie te impide a que estudies otras cosas”. “Eso es falso”, le dije, “ésta es la segunda vez que tengo que tomar clases sobre el tema de género vistas desde una perspectiva neo-marxista, antidialéctica y con juicios de valor prestablecido. Tampoco tengo libertad de discutir críticamente estas ideas porque la legislación es ambigua sobre el tema de discriminación y prefiero autocensurarme intelectualmente que criticar algo que me parece falso, pero que me puede traer problemas”. Y, cuando busco trabajo siempre tengo que responder como incluir el tema de género en mis cursos, a pesar de que el tema es irrelevante dentro de mi investigación.

Pero, aunque hay más libertad de discusión académica en Guatemala, ésta tiene una alta carga ideológica, política y religiosa y que cómo hemos hablado, sus expositores la materializan sustituyendo evidencias y verdades incómodas por teorías y mitos favorables para ellos. Aquí están los intelectuales “liberales” defendiendo la corrupción de algunos grandes empresarios rentistas del país; indigenistas negando la agencia de los indígenas que ayudaron a los procesos de la Conquista, colonización y creación del Estado nacional guatemalteco; libertarios ladinos defendiendo el proyecto civilizatorio español con base en mitos racistas sobre la superioridad española; e izquierdistas trasnochados tratando de rescatar un marxismo materialista que los lleva a apoyar a las dictaduras imperialista de Putin y corrupta y extractiva de Maduro. Pero dada la naturaleza discriminatoria y antiacadémica de estas posturas, el resultado es una discusión pública demagógica y tribal sobre la historia del país y su relación con el presente.

Pero ¿quién arruinó a la historia académica y a la opinión pública del país? Rodrigo Fernández en su artículo del 13 de septiembre en RepúblicaGT, Ana Lucía Mendizabal en su artículo del 15 de septiembre en este medio y Rigoberto Quemé Chay en sus columnas de Plaza Pública, sugieren que los culpables son el sistema educativo oficial y los maestros por enseñar una historia desactualizada, negar y esconder la historia indígena del país y por crear una educación memorística e irrelevante en lugar de una que favorezca el patriotismo y el pensamiento crítico. Y, aunque concuerdo con casi todos estos argumentos, creo que el problema está en otra parte.

El problema parte de que somos las historias que nos contamos, como dice Camilo Bello Wilches en un artículo de República GT, y actuamos con base en esas historias que nos decimos. Y este papel fundamental de la historia académica, de influenciar nuestra idea de lo bueno o malo, de lo posible y lo prohibido, ha justificado el intento de controlar y subdesarrollar la historiografía nacional, ya sea para crear historias favorables para algunos o para erosionar el valor de aquella en la que algunos hemos sido los malos del cuento. Es por ello por lo que en la historiografía nacional son cada vez menos los historiadores profesionales y los recursos en la educación histórica y cada vez más los temas políticamente irrelevantes que se investigan y el papel de otros profesionales en contar nuestro pasado. Si no modernizamos y profesionalizamos la producción histórica nacional y mejoramos su relación con la educación pública, seguiremos con una opinión pública mediocre y radicalizada por y para quienes siguen manteniendo una imagen falsa de la realidad y una razón basada en la violencia contra la verdad.

Nevada, 28 de septiembre de 2024

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