En la casa amarilla de la primera avenida había una enorme biblioteca al fondo del corredor principal, sin cerradura. El cuarto era estrecho, altísimo, con estantes de madera dura repletos de libros en cuatro idiomas, vidrios y lomos gruesos. El tragaluz en el techo permitía que el sol calentara e iluminara el ambiente al medio día. El escritorio de madera ocupaba metro y medio de ancho, con un pliego de papel secante verde, lápices y un quetzal de verdad disecado, que tenía la cola inmensa envolvente, como una rueda, de plumas verdes, rojas en el pecho y azuladas en el copete. La abuela me permitía entrar a la biblioteca a mi antojo, hojear los libros, tijeretear imágenes, buscar sentido en palabras ininteligibles. Me subía en la escalera de dos bandas, especial para alcanzar los tomos de geografía y botánica en las alturas, hasta donde se abría el tapanco para deslizar las escopetas que un día desaparecieron inexplicablemente.
Yo dormía en la habitación de al lado, y en las noches la ayudaba con las medicinas, y ella me miraba fijo, sosteniéndome el brazo con fuerza, y me hacía prometer que me haría cargo de los libros cuando ella ya no estuviera. La dentadura postiza iba a parar a un vaso del velador, y apagaba la lámpara. Yo salía guiado por la luz roja que alumbraba permanentemente el daguerrotipo del Señor de Esquipulas en el rincón, junto a las cortinas corridas. Los libros eran míos, pero ella no dejó nada por escrito, y una mañana deslucida amaneció el crespón negro en la puerta de calle y me despertaron los primos, y fuimos a desayunar al segundo patio para no molestar.
Azucenas en floreros, puertas abiertas, sillas a los lados en el corredor. De la iglesia, con las campanas doblando, salió esa misma tarde el cortejo, con los hombres delante, llevando en andas el féretro de la abuela por el atrio hacia la quinta calle y directo al cementerio, al poniente. Todos de luto. Las mujeres con mantilla, pálidas, sin rubor, medias oscuras y zapatos bajos. El director del colegio era la mancha por el saco azul marino. Yo iba hasta atrás, rezagado, evitando el rito, y al cruzar la calzada de Santa Lucía me oculté en el portal del Monumento a Rafael Landívar, donde acostumbraba esperar a los demás el día de los Santos Difuntos, resistiéndome a participar en el proceso de cargar cubetas y coronas de ciprés, pero no fue sino hasta esa ocasión cuando comprendí el significado de la palabra Landívar grabada sobre la tumba fría y solitaria de cemento gris. Una mujer de piel blanca, que olía a pétalos frescos como la abuela, falda verde y cabello largo hasta la cintura, me explicó que ese era el apellido de quien se suponía que representaba el busto destacado al fondo. Estaba fumando, el humo se elevaba a la bóveda y sus labios rojos contaminaban la colilla café de los cigarrillos mentolados. Movía las manos llenas de anillos de fantasía. El monumento no era templo ni sitio propicio para plegarias. La blancura de las paredes estaba afectada por las manchas amarillas de humedad y explosión de salitre.
—Pero quizá el huésped no es Landívar —dijo bajando la voz para compartir un chisme o secreto—, una comitiva fue a Bolonia por los restos enterrados en la iglesia de Santa María, pero al abrir el nicho encontraron los huesos de varios varones mezclados, entre astillas de madera. No pudieron precisar diferencias armando los esqueletos, así que eligieron por intuición. A los italianos les daba lo mismo uno que otro.
—¿Y cuál fue su mérito?
—Escribió un libro en latín, y no fue feliz.
Le conté que yo tenía una gran biblioteca, con muchos libros en lengua muertas. Me tomó las manos para leerme las líneas del destino, mientras yo ponía atención a sus rodillas sin medias.
—Todavía no dice nada —explicó, y se alejó como picada por una araña.
Me quedé sentado en la grada, entre los arcos del portal del monumento, hasta que los vestidos negros de mis familiares pasaron de regreso. Me uní a la formación, siempre atrás, callado, adelante iban discutiendo. No entiendo qué motivó la acción, pero en un instante recogí una piedra, la lancé con fuerza y rompí el vidrio de la ventana de una casa roja. Apresuré el paso y nadie advirtió nada.
Una semana más tarde, los libros de la biblioteca desfilaron en canastos que fueron regalados con todo y las libreras de madera dura a la iglesia de San Francisco. Yo me opuse, discutí en balde para defender mi propiedad, pero sólo logré rescatar unos cuantos volúmenes: el Bug-Jargal de Victor Hugo, empastado en cuero, varios tomos de Pepe Milla, una antología de poesía nacional y el ejemplar de la obra de Rafael Landívar, la Rusticatio Mexicana en latín.
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