La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) define la palabra migrante como “toda persona que se traslada fuera de su lugar de residencia habitual, ya sea dentro de un país o a través de una frontera internacional, de manera temporal o permanente, y por diversas razones”.
Ser migrante, emocionalmente, trasciende todas esas palabras.
Algunas personas decidieron migrar porque en sus lugares de origen no tenían otra opción más que irse. Ya sea por el trabajo desempeñado que las puso en riesgo inminente, o bien, por la pobreza, la falta de oportunidades e inclusive la inseguridad del país, que les obliga a dejar sus entornos, sus lugares, sus pueblos.
Migrar hace que los proyectos de vida de quienes así lo deciden cambien. Los problemas reales y estructurales que provocan la migración son la corrupción, la impunidad y el crimen organizado que se encuentran, lamentablemente, enquistados dentro de las estructuras sociales y estatales de nuestros países.
Migrar es un derecho y para quienes lo hacen de manera voluntaria es igualmente difícil. En mi caso, migrar fue difícil y complejo; encontrarme en otro país, con costumbres e identidades diversas, aunque con un idioma común. Imagino que mucho más complicado es para quienes migran hacia países donde no hablan el mismo idioma.
Migré porque las circunstancias me forzaron a hacerlo, por lo que solicité refugio en otro país. Durante mi estancia en diversas esferas, he podido compartir mis experiencias y continuar esa lucha por la justicia y la defensa de los derechos humanos. He conocido a varias personas que, sin conocerme, han abierto puertas, me han permitido conocerlas, compartir, he aprendido a valorar los instantes, las experiencias vividas, porque todo es momentáneo.
Pienso en todos los paisanos y paisanas que han tenido que migrar y que no tienen oportunidades, que son cooptados por el crimen organizado, o que son apresadas por el Estado en estaciones migratorias en donde las condiciones son denigrantes; aquellas que no tienen qué comer, dónde dormir, qué vestir. Personas que, al igual que yo, migraron porque no podían estar más en Guatemala o porque buscaban otras oportunidades para ellas mismas y para l@s que dejaron atrás en su país, en su pueblito.
Al ser migrante te pierdes la vida de tu comunidad, del crecimiento de tus familiares, amig@s, colegas que en algún momento de tu vida convivieron contigo; y aunque en tu mente continúen esas vivencias, ya no estás ahí para abrazarlos, para conversarles, para verlos. También te pierdes de los hermosos paisajes que hay en tu lugar de origen; en mi caso, de esos volcanes y montañas, de esos frondosos árboles verdes, de esas coloridas flores, y aunque en mi pensamiento siguen ahí, ya no estoy para poder disfrutarlos.
A veces arde en el alma estar lejos, porque cuando lees las noticias sobre tu país y ves cómo está tu gente, tu sangre, te dan ganas de volver. En mi caso, luchar por mejorar las condiciones de vida en mi país es un ideal, y por ello quiero volver, para hacer algo, aunque sea mínimo.
Migrar, por cualquiera que sea el motivo, siempre duele, te enajena, te hiere. Porque, aunque buscas oportunidades distintas, te trazas un proyecto de vida distinto al que alguna vez planeaste, los recuerdos te persiguen, y en ocasiones te alientan y te animan, pero a veces te deprimen; dependiendo los motivos por los cuales tuviste que irte y alejarte. Ser migrante duele y no es fácil.
Hoy quiero agradecer a quienes me han permitido, como migrante y refugiada, poder tener sueños, metas, alegrías, aun en momentos difíciles.
A tod@s ustedes mi agradecimiento sincero y profundo.
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