Mi primer encuentro con Pedro Páramo no fue a través de la lectura de la novela escrita por Juan Rulfo, sino del cine. La película de Carlos Velo de 1967, exhibida en alguna matinée del Cine Imperial de la Antigua, como si de una cinta de vaqueros mexicana se tratara. Yo tendría 10 o 12 años y no creo haber entendido mayor cosa. Pero algo me debe de haber quedado rondando por ahí, ya que cuando la volví a ver, muchos años después, ya con conocimiento de causa, muchas imágenes me regresaron desordenadas a la cabeza.
En esa ocasión, años 80 más o menos, la película me pareció fatal, a pesar del guion escrito por Carlos Fuentes, del que no se han logrado desprender las demás adaptaciones. Sin embargo, yo ya tenía otra perspectiva de la historia, fundamentada por supuesto en la lectura de la novela, que realicé una noche absorbido en una especie de trance, de “estado segundo”, como lo llaman los franceses, que me llevó a caminar junto a Juan Preciado por las calles de Comala, ambos a la búsqueda del padre, aunque el mío se llamara de otra manera y viviera en la Antigua Guatemala. Una de esas experiencias enfebrecidas que solo son posibles durante la adolescencia, cuando la literatura se convierte en la vida misma. Entonces, uno ya no sabe si leyó o más bien vivió una novela como Pedro Páramo.
De la adaptación de Velo, rescato la soberbia fotografía de Gabriel Figueroa. No creo que pueda existir otro fotógrafo cinematográfico en el mundo, que pueda entender la esencia misma de ese México profundo tal como lo veía (o imaginaba) Juan Rulfo, como lo hizo en su momento Figueroa. Ese arraigo a la tierra y al paisaje que son la columna vertebral de Pedro Páramo, más allá de los muertos y las alucinaciones.
Lo anterior viene al caso, a propósito de las adaptaciones de Pedro Páramo y de Cien años de soledad, novelas capitales de la narrativa del siglo XX, que nos ofrece Netflix para este fin de año. Ya fue estrenada la de Rulfo y todo el mundo espera la serie de 16 capítulos en que se convertirá la de García Márquez, que se anuncia como el gran acontecimiento literario y televisivo de la temporada.
Pedro Páramo la tengo ahí como materia pendiente, pero no me decido a entrarle. Comienzo y al verla tan parecida a la de Velo-Fuentes-Figueroa, solo que a colores, desisto y paso a otra cosa. Con Cien años de soledad me da miedo enfrentarme a uno de esos bodrios posmodernos. Es una novela que merece demasiado respeto, como cuando Orson Welles desistió de su Quijote, ya que nada podía agregar él a lo ya planteando por Cervantes.
“Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía”, afirmó tajante García Márquez, cuando el legendario actor de origen mexicano, ganador de dos Oscar, le ofreció, a finales de los años setenta, esa cantidad de dinero por los derechos de filmación de Cien años de soledad. Esto ocurrió antes de que nos comiera el neoliberalismo, cuando un millón de dólares aún significaban algo, un montón de plata.
En vida, García Márquez siempre se rehusó a la adaptación de su mítica novela. Es más, en algún momento confesó que esta era decididamente anti cinematográfica y que fue escrita para poder escapar del mundo del cine, en el que se había visto inmerso durante varios años en México, realizando guiones y adaptaciones para poder sobrevivir.
Casi todas las adaptaciones cinematográficas de cuentos y novelas de García Márquez son en verdad fallidas, aún las de los textos más narrativos, como El amor en los tiempos del cólera, de Mike Newell, o Memoria de mis putas tristes, de Henning Carlsen. Las que más se acercan al universo creativo del Nobel colombiano podrían ser Eréndira de Ruy Guerra o El coronel no tiene quien le escriba de Arturo Ripstein.
Mi preferida y la mejor, a mi humilde parecer, sigue siendo la adaptación del cuento En este pueblo no hay ladrones (1965) de Alberto Isaac, con guion del mismo García Márquez. Una producción modesta, sin mayores pretensiones, realizada entre amigos (Carlos Fuentes, Luis Buñuel, Carlos Monsiváis, Juan Rulfo trabajan de extras, además de García Márquez), pero que captura como ninguna otra el espíritu, el clima, la sensibilidad, el paisaje de la obra del Nobel.
Al igual que García Márquez, Juan Rulfo también intentó ganarse la vida escribiendo guiones cinematográficos. Como anécdota curiosa, Rulfo es el autor del guion de Paloma Herida (1963), una producción mexicano-guatemalteca de Manuel Zeceña Diéguez, dirigida nada menos que por Emilio Indio Fernández y filmada en el Puerto de San José y en San Antonio Palopó, Lago de Atitlán.
Dentro de lo accidentado de sus producciones cinematográficas (el anecdotario daría para un libro), Zeceña logro reunir por primera y no se si única vez a dos de los grandes mitos de la cultura mexicana del siglo XX: Juan Rulfo y el Indio Fernández. Cuentan los allegados a estos, que ambos se encerraron una semana en la legendaria casa fortaleza, construida de roca volcánica, de Fernández, para realizar el guion de la cinta. Pero los dos eran tipos dados al ensimismamiento y al alcoholismo, así que desde el primer día agarraron una borrachera de película (nunca mejor dicho) que terminó al mes siguiente, sin escribir mayor cosa. Rulfo garabateó dos o tres ideas indigenistas que le rondaban en la cabeza, ya que trabajaba editando investigaciones al respecto, y el Indio saqueó cuanta escena pudo de sus melodramas cinematográficos para resolver el asunto. La magistral fotografía de Raúl Martínez Solares, discípulo de Gabriel Figueroa, hizo lo demás.
Por otra parte, a Rulfo le ha ido mejor con el traslado de sus textos a la pantalla, que se han convertido en películas de culto. Si dejamos por un lado el Pedro Páramo de Carlos Velo, encontramos esa soberbia adaptación que García Márquez y Carlos Fuentes hicieron de El Gallo de Oro, un cuento de Rulfo, película filmada en 1964 por Roberto Gavaldón, con fotografía de Gabriel Figueroa y las actuaciones de Ignacio López Tarso y Lucha Villa. Arturo Ripstein hizo una versión libre del texto, en 1986, para la película El imperio de la fortuna, también digna de verse. Otra, es la magnífica adaptación que Alberto Isaac hizo de los relatos de El llano en llamas de Rulfo, El día del derrumbe y Anacleto Morones, para su cinta El rincón de las vírgenes (1972), protagonizada por el Indio Fernández, que aún podemos ver de vez en cuando en canales como De Película.
En fin, el problema a este respecto con Pedro Páramo o Cien años de soledad es que son novelas inmensas en todo sentido, son la literatura misma en sus grandes posibilidades, así que todo intento de adaptación o reconstrucción en otro formato siempre quedará pequeño. Sobre todo, ahora que el cine ya no es más grande que la vida, sino que ha sido reducido, enanizado, al tamaño de nuestras pantallas de televisión, de teléfono o de computadora, excelentes quizás para la información, fatales para el arte.
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