Mientras paso mi cepillo en mis brazos y piernas, después de haber hecho una hora de ejercicio —de ese al que ahora le llaman «para masa muscular para las de más de 40», pienso en mi juventud como mujer. El ritual diario se convierte en un momento de introspección, donde cada pasada del cepillo parece querer borrar no solo la celulitis, sino también las capas de nostalgia.
Tengo sentimientos encontrados. Esta semana cumplí tres años como refugiada, una palabra que aún me cuesta asimilar, como si fuera una prenda prestada que nunca termina de ajustarse, como esos vestidos que te gustan, pero a la vez no te quedan. No era parte de mi plan de vida, no figuraba en mis sueños. Después de dos años, pude finalmente ver a mis padres, convivir con todas sus dificultades por la vejez, por las enfermedades, por la distancia. No fue fácil. Sus rostros han cambiado, esas arrugas marcan el paso del tiempo que perdimos. Sus manos, más temblorosas, me recordaron que el tiempo no perdona y que la vida continúa su curso mientras intentamos adaptarnos a nuevas realidades que nunca imaginamos.
A veces siento que todo pende de un hilo tan fino que podría romperse. Otras veces me siento invencible, como si nada pudiera quebrantar esta fortaleza que he construido desde la adversidad. Esta dualidad me acompaña cada día, en cada decisión, en cada palabra que escribo. Soy acérrima defensora de los derechos humanos, en especial de la niñez y las mujeres, pero a veces me pregunto si realmente estoy defendiendo a alguien desde este exilio impuesto, o si mis palabras son solo ecos que se pierden en el vacío de la distancia.
Recuerdo mis últimos años en Guatemala. Me sentía plena trabajando por la niñez y la adolescencia, construyendo proyectos, generando cambios tangibles, abrazando a quienes necesitaban apoyo. Sigo haciéndolo desde mis redes, intentando que mi voz atraviese fronteras, pero me cortaron la posibilidad de incidir directamente en mi país. La virtualidad no me permite sentir el abrazo agradecido de una madre cuya hija ha sido rescatada, ni ver directamente cómo una comunidad se transforma cuando conoce sus derechos.
Desde donde me encuentro lucho por exhibir lo que sucede en nuestro país, por mantener visible lo que muchos quisieran ocultar. Pero sé que eso no es lo único que hay que hacer. Las denuncias en redes sociales no reemplazan las acciones concretas. Me pregunto constantemente si estoy haciendo suficiente, si esta forma de activismo puede realmente generar cambios en mi país.
Por eso hago un llamado a todas y todos los y las “influencers, politokers, comunicadores y activistas” para que exijamos justicia frente a la violencia que existe contra las niñas, niños, adolescentes y mujeres. No podemos normalizar el horror ni acostumbrarnos a las estadísticas frías que representan vidas destrozadas. Necesitamos voces que exijan derechos y los expliquen con claridad, que conviertan las plataformas digitales en canales efectivos de denuncia, para que estas puedan transformarse en casos concretos que persigan a los perpetradores.
Sé que hay falencias profundas en el sistema judicial; yo misma he sido testiga de esto al ser criminalizada por defender lo que creo justo. La persecución judicial se ha convertido en una estrategia para silenciar voces disidentes, y yo soy prueba viviente de ello. Pero tenemos el derecho de exigir investigaciones realizadas con la debida diligencia, un sistema libre de jueces y juezas corruptos, y justicia hasta en el más mínimo caso.
Entonces, mientras termino de pasar el cepillo, pienso en todas las capas que conforman mi identidad actual: mujer, activista, refugiada, hija de padres que envejecen lejos. Cada una de estas facetas me han enseñado sobre la resistencia y la vulnerabilidad, sobre la fuerza que emerge precisamente cuando nos sentimos más débiles.
Tres años después de haber dejado mi tierra, sigo creyendo en la posibilidad de un cambio. Quizás no regrese, quizás mi voz siga siendo un eco, pero mientras exista una sola niña, un solo niño, una sola mujer que necesite defensa, seguiré alzando mi voz. Porque si algo he aprendido en este exilio es que las fronteras no pueden silenciar la verdad, y que la justicia, aunque lenta y obstaculizada, sigue siendo un horizonte por el cual vale la pena luchar.
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