Reflexiones críticas en torno a la Revolución de Octubre en Guatemala (1944-1954)

Marco Fonseca

octubre 26, 2024 - Actualizado octubre 26, 2024
Marco Fonseca

La Revolución de Octubre de 1944 en Guatemala marcó un hito en la historia centroamericana, inaugurando una década de reformas sociales, económicas y políticas. Sin embargo, su interpretación ha sido objeto de debate y análisis diversos. Empleando los conceptos de la Teoría Crítica y el trabajo de Antonio Gramsci, tal como los he desarrollado en mis libros Gramsci’s Critique of Civil Society (Routledge, 2016) y La articulación posible (F&G Editores, 2024), es posible ofrecer algunas reflexiones críticas sobre este proceso revolucionario.

La Teoría Crítica, originada en la Escuela de Frankfurt, busca analizar las estructuras sociales y culturales que perpetúan la dominación y la opresión. Gramsci, por su parte, amplía el marxismo al enfatizar el papel de la sociedad civil como terreno clave en las luchas sociales y en la consolidación o cuestionamiento de la hegemonía. En Gramsci’s Critique of Civil Society, argumento que la sociedad civil no es un espacio neutral, sino un campo de guerras y posiciones donde las clases dominantes mantienen su poder a través del consenso y la dirección intelectual y moral. En La articulación posible, por su parte, desarrollo la idea de que la transformación social requiere la articulación de diversas fuerzas sociales para construir un ensamblaje democrático alternativo, rupturista y emancipador. Esta articulación no es automática; requiere un arduo trabajo político y cultural, una reforma moral e intelectual, el cuidadoso cultivo e impulso de la autonomía política para ensamblar intereses y construir un bloque histórico capaz de desafiar el orden hegemónico establecido.

Aplicando estos conceptos al caso guatemalteco, la Revolución de Octubre puede interpretarse como un intento de las clases subalternas y grupos medios progresistas (estudiantes, profesionales, oficiales jóvenes del ejército) de reconfigurar el proceso hegemónico en Guatemala. La caída del régimen dictatorial de Jorge Ubico abrió un espacio para que fuerzas sociales diversas —estudiantes, obreros, campesinos y sectores de la clase media— se articularan en torno a un proyecto de transformación y emancipación nacional. Esta articulación, así como la refundación misma de 1945, no logró consolidarse en un espacio democrático agónico, sino que se quedó en una etapa liminal, incandescentemente antagónica, que fue pronto revertida para dar lugar a un proceso de restauración del autoritarismo aunque esta vez legitimado a partir del discurso anticomunista.

Gracias al trabajo de Chantal Mouffe sabemos que una “democracia agónica”, muy difícil de construir y de mantener, reconoce que el desacuerdo y el conflicto son elementos inevitables y, de hecho, esenciales para una sociedad democrática saludable donde las estructuras subyacentes son capaces de sostener dicho agonismo. En lugar de intentar eliminar el conflicto o al oponente, Mouffe propone que las instituciones democráticas deberían canalizar estos desacuerdos de manera productiva y no violenta. El “antagonismo”, por otro lado, es una relación entre enemigos donde prevalece la hostilidad y la posibilidad de violencia y donde la relación entre adversarios, con sus desacuerdos profundos, no es reconocida como legítima y, por tanto, no se produce un sistema político basado en un marco compartido de reglas y lenguajes democráticos. Los bandos antagónicos pueden usar las mismas palabras, pero los significados son radicalmente diferentes. Esto es más particularmente el caso de las derechas que de las izquierdas. En el caso de Guatemala, la larga tradición autoritaria, militar y dogmáticamente religiosa ha sido suelo fértil para una cultura política del “enemigo interno” y su correspondiente eliminación tanto física como política y cultural. La Revolución de Octubre no logró superar nada de esto.

Claro, en base a la refundación de 1945 los gobiernos de Juan José Arévalo (1945-1951) y Jacobo Árbenz (1951-1954) implementaron reformas históricamente necesarias, crecientemente profundas y políticamente orientadas a democratizar el país (el sufragio universal y el voto para las mujeres), promover la justicia social (el Código de Trabajo y el IGSS), reducir la dependencia económica y la pobreza de los/as campesinos (Ley de Arrendamiento Forzoso con Arévalo y el Decreto 900 y la reforma agraria con Árbenz), así como minimizar la dependencia internacional del país (no solo iniciando la construcción de la carretera al Atlántico y un nuevo puerto en Santo Tomás de Castilla para competir con la UFCo y Puerto Barrios, iniciando estudios para la construcción de la planta generadora de Jurún Marinalá, sino también con una política externa digna, ética e independiente dirigida, en el caso de Árbenz, por nadie menos que Luis Cardoza y Aragón). Estas políticas antagonizaron de modo frontal la hegemonía de las élites tradicionales y los intereses extranjeros, especialmente de Estados Unidos y la United Fruit Company (UFCo).

En el contexto revolucionario, la sociedad civil (que todavía no se había constituido o entendido como tal) y la naciente esfera pública guatemalteca se convirtió en un espacio clave de disputa en medio de una cultura política antagónica que todavía seguía anclada en el analfabetismo y autoritarismo decimonónico y en el elitismo criollo-mestizo de carácter colonial y altamente racista. Las organizaciones sindicales, campesinas y estudiantiles, impulsadas por Arévalo y Árbenz, crecieron en números e influencia, promoviendo hasta cierto punto una cultura política participativa y cuestionando los valores y prácticas del orden anterior. Tanto Arévalo como Árbenz estaban agudamente conscientes de la falta crónica de educación y maestros/as por todo el país e hicieron esfuerzos significativos para mejorar la situación. Si en 1944 se graduaron solo 170 maestros/as en todo el país, en 1953 se graduaron 440 maestros/as de educación primaria urbana y 27 de educación rural y se crearon algunas escuelas prevocacionales. A pesar del aumento impresionante en la graduación de maestros/as en solo nueve años de revolución, esto representaba solo una gota de ilustración elemental en un océano profundo de pobreza cultural y educacional. Y, a pesar de que Arévalo y Árbenz entendían la situación, las grandes mayorías indígenas del país seguían casi en total abandono, en situación de exclusión y bajo el yugo de la colonialidad liberal-autoritaria heredada del siglo XIX.

Como señalo en mi trabajo La articulación posible, deshegemonizar la subjetividad y construir consensos dentro de los grupos y movimientos populares e indígenas, al tiempo que están sumidos en una multitud subalterna caracterizada por el analfabetismo, la disgregación, la exclusión y la marginalidad, es un desafío enorme. El pequeño movimiento obrero en Guatemala, sobre todo sus intelectuales orgánicos, creyeron que era más grande, importante y central de lo que realmente era (algo que pondría su estampa vanguardista en el naciente Partido Guatemalteco del Trabajo). Y los movimientos campesinos, movilizados como campesinos, intentaron acelerar la recuperación de tierras de modo que rebasó el diseño e implementación de las políticas agrarias. Como lo documentan algunos historiadores (Jim Handy y Piero Gleijeses), el aceleracionismo de los comités agrarios y las crecientes invasiones de tierras escaparon al control del proyecto revolucionario, constituyeron una falla contrahegemónica y sirvieron de combustible ideológico perfecto para exacerbar la amarga reacción antagónica de los terratenientes y sus aliados en las fuerzas armadas, la Iglesia Católica y empresas transnacionales como UFCo. Al mismo tiempo, como ocurre en contextos de crisis de hegemonía, las clases dominantes no permanecen pasivas ante los desafíos de ruptura y transformación que parten de abajo y siempre buscan implementar procesos de restauración del antiguo régimen. A través de medios de comunicación, sobre todo la radio y la prensa, las instituciones religiosas y organizaciones empresariales buscaron mantener su influencia y desacreditar el proyecto revolucionario. Un ejemplo de esto fue “una emisora ​​de radio de alta potencia desde el Edificio Sánchez, en la zona 1 capitalina, que la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA, por sus siglas en inglés) utilizó para difundir propaganda contrarrevolucionaria y anticomunista en las postrimerías del derrocamiento” de Árbenz.

La incapacidad de las fuerzas progresistas para articularse, consolidar el proyecto revolucionario como un bloque histórico alternativo y derrocar la hegemonía cultural del autoritarismo y la política tradicional, más allá de la refundación constitucional, el cambio de gobierno y las demandas específicas de cada sector, permitió que las élites – que no habían sido realmente desarticuladas o derrocadas con la caída de Ubico – aprovecharan temores, prejuicios y divisiones muy arraigados. A diferencia de figuras como Carlos Paz Tejada y Jacobo Árbenz mismo, la presencia del ubiquismo y el anticomunismo en la figura de Francisco Javier Arana como parte de la Junta Revolucionaria y luego como el primer ministro de la Defensa de la revolución significó la presencia de una variante altamente reaccionaria y golpista, amargamente hostil incluso a la toma de posesión de Arévalo, que terminó en un tiroteo entre las fuerzas populares y Arana y del cual Arana mismo resultó muerto en 1949. Además, la acusación de que el gobierno de Árbenz era comunista y una amenaza para la propiedad privada resonó en ciertos sectores de la población, los católicos y los más conservadores, debilitando cualquier saldo de tolerancia que había hacia el proyecto revolucionario. Este factor de antagonismo cultural e ideológico es algo que las izquierdas chapinas han subestimado en función de privilegiar la intervención extranjera, pero es innegable que fue un factor crucial y suelo fértil para la contrarrevolución y la restauración del autoritarismo asumiendo la forma de la Seguridad Nacional.

En mi trabajo La articulación posible enfatizo que la lucha contrahegemónica, la construcción de autonomías y el ensamblaje de un nuevo bloque histórico requiere de una articulación efectiva de las diversas fuerzas sociales sin subsumir autonomías en supuestas “unidades” más importantes, pero también más vacías de contenidos reales. En Guatemala, aunque hubo esfuerzos transformadores significativos, también existieron tensiones, contradicciones y antagonismos internos dentro de las fuerzas progresistas. Las demandas de los campesinos indígenas, por ejemplo, no fueron plenamente integradas en el proyecto revolucionario pues la reforma agraria, con todo y lo importante de la misma, no tocaba cuestiones de identidad, comunidad, cultura y gobierno local de los Pueblos Originarios; las disputas por “el carácter de la revolución” (“democrática burguesa” o “socialista”), por su parte, absorbieron a la pequeña intelectualidad progresista que residía fundamentalmente en la Ciudad de Guatemala, lo que generó brechas y fragmentaciones en el proceso de construcción de un bloque histórico refundador. Además, la falta de una estrategia comunicativa eficaz para contrarrestar la propaganda anticomunista y socializar las reformas entre la población limitó la capacidad del gobierno para construir un consenso contrahegemónico y anti-imperialista amplio. Este vacío fue explotado por actores internos y externos que buscaban restaurar el orden autoritario y convertir al Estado de Guatemala en un Estado de Seguridad Nacional.

La intervención de Estados Unidos en 1954, a través de la Operación PBSUCCESS, fue obviamente fundamental en el derrocamiento de Árbenz. Sin embargo, esta intervención no puede entenderse únicamente en términos de intereses económicos o geopolíticos. Desde una perspectiva gramsciana, representó un esfuerzo por restablecer la hegemonía cultural y política amenazada por la revolución. La narrativa de la amenaza comunista sirvió para justificar la intervención y movilizar apoyo interno e internacional. Las élites guatemaltecas, en alianza con Estados Unidos, lograron rearticular fuerzas y restaurar un orden que favorecía sus intereses.

Esta reinterpretación de la Revolución de Octubre, basada en la Teoría Crítica y el pensamiento de Gramsci, destaca la importancia de la lucha contrahegemónica desde los grupos subalternos y la necesidad de una articulación audaz de las fuerzas sociales para ensamblar un bloque histórico emancipador. A la luz de esta interpretación, el fracaso del proyecto revolucionario guatemalteco no se debió únicamente a factores externos, es decir, a la intervención de Estados Unidos, sino también a las limitaciones y antagonismos dentro del proyecto político de construcción de una contrahegemonía capaz de sostener un proceso de reformas no meramente reformistas. La ausencia de una estrategia eficaz para enfrentar la guerra de posiciones anticomunista y las tensiones internas dentro de las propias fuerzas progresistas debilitaron el movimiento y facilitó el fin de la Primavera Democrática.

La Revolución de Octubre de 1944-1954 en Guatemala, vista a través de la Teoría Crítica y un enfoque gramsciano, revela la complejidad de los procesos revolucionarios y la centralidad que ocupa el proceso hegemónico ya sea en la refundación como en la restauración del orden político.

Con esta interpretación invito a reflexionar sobre las lecciones que ofrece este episodio histórico tan maravilloso como traumático en la memoria histórica de los grupos subalternos de Guatemala. La construcción de una sociedad más justa requiere no sólo cambios estructurales, sino también la construcción de contrahegemonía y la articulación de autonomías y ensamblajes democráticos agonistas, amplios y rupturistas que legitimen y sostengan esos cambios a largo plazo. La articulación efectiva de las fuerzas sociales, una estrategia pedagógica de reforma intelectual y moral y una estrategia consciente para derrotar la hegemonía desde las comunidades y los movimientos sociales hasta la sociedad civil y el Estado son esenciales para enfrentar los desafíos que presentan las élites dominantes, los intereses externos y sus bases subalternas.

Al entender la Revolución de Octubre desde esta perspectiva, podemos apreciar tanto sus logros como sus limitaciones, y reconocer la importancia de una praxis política emancipadora y rupturista que integre la lucha económica, política y cultural en la búsqueda de ensamblajes democráticos amplios e inclusivos.

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