Recientemente, alguien me hizo un comentario que resonó profundamente en mí: “¡Ojalá no pasen 40 años de nuestro exilio!” Sus palabras me golpearon como un balde de agua fría, recordándome que el tiempo puede ser un aliado cruel en la vida de quienes hemos sido forzados a salir de nuestro hogar. Esa frase encapsulaba una realidad que a menudo trato de evitar: el exilio no solo es un cambio geográfico, sino también una experiencia que marca la identidad, las relaciones y la esperanza.
La vida en el exilio es compleja. En mi caso, hay días en los que me despierto con un fuerte deseo de regresar a mi país natal, a ese lugar que me vio crecer, que me dio mis raíces y que, a pesar de las dificultades, siempre será parte de mí. Sin embargo, este anhelo se ve ensombrecido por la realidad que enfrentamos. La corrupción, la impunidad y la injusticia que han permeado la vida cotidiana en Guatemala, y cada vez que leo las noticias, me cuestiono si realmente es un lugar al que debería regresar.
El exilio me ha brindado la oportunidad de vivir en un país que me ha recibido con los brazos abiertos, donde he encontrado un espacio para desarrollarme y crecer. He tenido la fortuna de experimentar la amabilidad de personas que me han apoyado y que han hecho que mi adaptación sea más llevadera. Sin embargo, esa gratitud no elimina la sensación de pérdida que acompaña a cada instante. La ambivalencia se convierte en una constante en mi vida; a veces deseo regresar a ese país que me expulsó y otras veces me aferro a la idea de seguir construyendo mi vida aquí, donde estoy intentando crear un nuevo hogar.
Existen días en que me encuentro buscando fotos de lugares de mi infancia. A menudo, le pido a mi familia que me envíe imágenes de esos espacios que solían ser familiares, pero que ahora se ven borrosos en mi memoria. Me doy cuenta de que, con el tiempo, he empezado a olvidar detalles que antes eran vívidos: el sonido del viento entre los árboles, el aroma de la comida que preparaba mi mamá, los rostros de algunas personas, las risas de mis amigos y amigas. Estas peticiones de imágenes no son solo un ejercicio nostálgico, sino un intento de reconectar con mis raíces y con la historia que me ha formado.
A pesar de estos anhelos, la realidad de lo que sucede en Guatemala me deja perpleja. Las noticias sobre violaciones de derechos humanos, la corrupción y la falta de justicia son un recordatorio constante de por qué tuve que irme. En ocasiones, me pregunto si realmente sería posible vivir allí de nuevo, si las condiciones algún día cambiarán lo suficiente como para considerar un regreso. Sin embargo, la respuesta es, lamentablemente, negativa. La impunidad sigue reinando y la desesperanza se ha apoderado de muchos.
En este contexto, la decisión de permanecer en el país que me acogió se vuelve más clara. Cada vez que evalúo mi situación, me doy cuenta de que aceptar mi condición de refugiada no significa rendirme, sino reconocer la realidad que vivo. Ser refugiada implica un proceso de adaptación, de reconstrucción de la identidad y de búsqueda de un futuro en un lugar que, aunque no es el mío por nacimiento, se ha convertido en un espacio donde puedo desarrollarme y encontrar nuevas oportunidades.
He entendido que mi historia no termina en el exilio. Mi vida en este nuevo país puede ser un puente que conecte a ambas realidades y que, de alguna manera, pueda contribuir a un futuro. La identidad no es un concepto estático. A medida que nos adaptamos a nuevas realidades, nuestra identidad se transforma. Aprendemos a integrar nuestras raíces con las experiencias que vivimos en el exilio.
La búsqueda de una nueva identidad en el exilio no es un proceso fácil. A menudo, enfrento el desafío de reconciliar el dolor de la separación con la necesidad de avanzar, un limbo emocional, donde el deseo de pertenecer a un lugar se entrelaza con la realidad de vivir en otro.
A medida que continúo mi camino, he encontrado desahogo en la idea de que mi historia no es solo mía. Es parte de una narrativa más amplia que incluye a muchas personas que han enfrentado situaciones similares. Vivir en el exilio me ha enseñado a valorar las pequeñas cosas. He aprendido a encontrar alegría en lo cotidiano, caminar por las calles sin miedo, a apreciar cada encuentro y cada oportunidad que se presenta. He llegado a entender que el exilio no define mi vida, sino que es una parte de ella.
A pesar de las adversidades que enfrentamos en Guatemala, siempre hay un espacio para el cambio. Las voces de quienes luchamos por la justicia y la igualdad son cada vez más fuertes. La diáspora puede jugar un papel importante en este proceso al alzar la voz y abogar por un futuro mejor, ya que, a través de nuestras experiencias, podemos contribuir a crear conciencia sobre las realidades que vivimos y alentar a otros a unirse a la lucha por una Guatemala más justa.
En esta columna quiero expresar mi descontento por el comentario del actual canciller de Guatemala, Carlos Ramiro Martínez. Recientemente, él dijo que los exiliados «no somos una responsabilidad inmediata». Quiero aclararle que, a pesar de sus palabras, yo continúo luchando por nuestro país y denunciando las injusticias.
La ambivalencia que siento entre el deseo de regresar y la aceptación de mi nueva vida es un reflejo de la complejidad de la experiencia humana. Es un recordatorio de que, aunque el exilio puede ser doloroso, también es un espacio de oportunidades y aprendizaje.
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