“¿Qué es la vida?”, preguntaba Pedro Calderón de la Barca. Y respondía contundente: “Una ilusión, una sombra, una ficción… toda la vida es un sueño, y los sueños, sueños son”. Por supuesto, el insigne dramaturgo, emblema del Siglo de Oro español, no tuvo idea, ni en sus más retorcidos delirios, de en lo que se convertirían los sueños, y la vida misma, siglos después de su paso por este mundo. Pero de alguna manera, fue el primero en intuirlo. Más que una realidad, nuestra existencia es pura ensoñación. Una ficción. Bueno, lo vislumbró también Shakespeare, con aquello de “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene sentido alguno”.
La redes sociales -es decir, nuestra peculiar manera en los tiempos que corren de crear nuestra propia ficción- se alimentan de sueños. O así parece. Esto me quedó más o menos claro luego de la muerte y los funerales de Jorge Sebastián Pop Chocoj, conocido como Farruko, en donde las palabras “sueño” y “soñador” se han repetido infinidad de veces en posts de Facebook, notas de prensa, mensajes radiales, discursos fúnebres et al.
El ejemplo de Farruko es crudo y demoledor. Un muchacho de apenas 18 años que encontró en las plataformas de las redes sociales una manera de realizar esos sueños tras los que corren una multitud de jóvenes en un país en donde está prohibido soñar. No tenía nada, era pobre al extremo de vivir en la calle, poco escolarizado, hablante de q’eqchi’ y con dificultad para expresarse en español. Quería ser cantante de corridos y reguetón. No cantaba mayor cosa, aún si lo intentaba, pero terminó de creador de contenido, divirtiendo a la gente con su torpeza en plataformas monetizadas de Facebook y tik tok. Sus managers le sacaron harto provecho al asunto y su vida cambió de cierta manera, paso del anonimato al que te condena la miseria a ser una celebridad de las redes. El sueño empezaba a convertirse en realidad…
El problema de los sueños en un país como este, es que fácilmente se transforman en pesadillas, en pesadillas macabras que te encaminan a la destrucción. La realidad se impone a la ficción y ahí las redes sociales no se alimentan de sueños, sino de odios y resentimientos. Piedras de sacrificio, altares de la santa muerte, en donde se derrama la sangre, en donde perece la vida aún si esta es pura ilusión.
Y la vida de Farruko era pura ilusión. La ilusión de que estás saliendo del atolladero a puro contenido de tik tok. Tienes fama, mal que bien comes todos los días y puedes pagarte un par de zapatos y dormir en una cama, evitando el hambre, el frío, la enfermedad. El odio de los demás te permite sacar la cabeza y salir en la televisión. Cada rechazo significa una adhesión, un centavo de dólar, una forma retorcida de simpatía y amor. De eso se vive en redes sociales, de capitalizar burlas y rencores, de convertir antipatías en afectos, de transformar el desprecio en una manera de aceptación. Hasta que cruzás la raya que te marcó el destino o la sociedad, y entonces ya solo sentís la patada en el vientre, la cuchillada, las manos que te ahorcan, la ilusión que se desvanece y solo va quedando la realidad, una realidad que te asfixia y te destruye.
Lejos de ser el gran cantante o la celebridad viral y arrolladora de las redes, Sebastián Pop, llamado Farruko, solo era un muchacho pobre y desprotegido, demasiado puro y desfachatado para transitar sin peligro por los recovecos del odio y el rencor, la pieza más frágil y prescindible de esa monstruosa fábrica de sueños e ilusiones que es internet.
En definitivas cuentas, Farruko es el resultado del derrumbe del sistema de educación pública en este país, un daño colateral, una víctima más de la degradación de la política nacional, del abandono en que el Estado mantiene a niños y jóvenes, condenándolos a partir (o a huir más bien) en pos de sus sueños. Es decir, a transitar rutas que muchas veces solo conducen a la pesadilla y el horror.
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