Ni libre mercado, ni verdadera libertad

Hugo Maul R.

febrero 24, 2025 - Actualizado febrero 23, 2025
Hugo Maul R.

Si el liberalismo significa algo, es la defensa de un sistema donde el éxito depende del talento, el esfuerzo y la capacidad de crear valor, y no de la cercanía con quienes toman decisiones. Sin embargo, en muchos países se confunde la defensa de la libre empresa con la defensa de ciertos empresarios que han convertido al Estado en su socio estratégico. Así, el mercado deja de ser un espacio de competencia abierta y se convierte en un terreno inclinado donde los bien conectados prosperan y los demás quedan relegados.

No todo tipo de capitalismo es deseable. El capitalismo de compadres —o crony capitalism— representa una perversión de los ideales liberales. En lugar de un sistema basado en la libertad y la competencia, lo que se establece es un juego de influencias donde ciertos grupos usan el poder político como trampolín para su enriquecimiento. No compiten en el mercado, sino en los pasillos del gobierno, asegurándose favores políticos que les garanticen ventajas. Esto no es libre empresa, sino la apropiación de la autoridad estatal para fines privados.

Defender la libre empresa no significa defender a quienes convierten el poder político en su principal ventaja competitiva. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, cualquier crítica a este uso oportunista del Estado es recibida con etiquetas como «enemigo de la libertad» o «opositor al sector productivo». Nada más alejado de la realidad. Como advirtió Milton Friedman: “Debes distinguir claramente entre ser pro-libre empresa y ser pro-negocios… son dos cosas muy diferentes” (Big Business, Big Government).

El verdadero liberalismo no pregona la defensa ciega de los intereses empresariales, sino de las condiciones que garantizan que el éxito económico sea fruto del mérito y la innovación, no de la cercanía con quienes diseñan las reglas. Pero cada vez es más frecuente encontrar casos en los que la prosperidad de algunos depende menos de su capacidad productiva y más de su habilidad para asegurarse el favor de quienes pueden tomar decisiones con nombre y apellido.

Esta distorsión no es un problema menor. No solo afecta a quienes quedan fuera de estos círculos de privilegio, sino que también erosiona la confianza en el sistema y desnaturaliza la defensa de la libertad económica. En un entorno donde el poder político es el atajo más seguro para enriquecerse, se debilita la cultura del esfuerzo y la innovación se vuelve irrelevante. Lo que debería ser un campo de juego abierto se convierte en un club exclusivo donde las oportunidades se reparten entre quienes tienen mayor cercanía con el poder.

El gran problema es que esta dinámica, que a menudo se presenta como un mecanismo necesario para el desarrollo del país, no es más que el uso del Estado como herramienta de ventaja privada. Friedman lo sintetizó bien al afirmar: “La razón por la que estoy a favor del libre mercado, a nivel político, es porque el principal problema en este mundo es evitar la concentración de poder” (ibid). Precisamente, cuando el éxito económico depende de la cercanía con el poder político, se consolida una concentración de poder que no solo restringe las oportunidades para otros, sino que también erosiona la libertad y distorsiona el mercado.

Un verdadero sistema de libre mercado no necesita favores ni protección estatal, sino reglas claras e impersonales que impidan que cualquier grupo manipule las condiciones a su favor. Defender el libre mercado no significa proteger a los empresarios más influyentes, sino evitar que el Estado se convierta en un instrumento para perpetuar su dominio. No se trata de decirle al Estado a quién debe favorecer, sino de impedir que lo haga. Para que la libertad económica tenga sentido, es fundamental comprender que defender el mercado no es lo mismo que defender a quienes buscan torcerlo en su beneficio.

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