La recién aprobada Ley de Competencia, Título I, Capítulo IV, Promoción de la Libre Competencia, establece acciones para fomentar la competencia en los mercados. Esto incluye emitir opiniones consultivas al Congreso sobre barreras a la competencia, realizar investigaciones sectoriales, asesorar al Ejecutivo y promover una cultura de competencia. Aunque estas disposiciones apuntan en la dirección correcta, omiten un diagnóstico clave: muchos de los comportamientos anticompetitivos que más perjudican al consumidor tienen su origen en decisiones derivadas del propio Estado. Fenómenos como la captura regulatoria y la búsqueda de rentas son consecuencias de un aparato estatal sobredimensionado y mal diseñado, que delega un poder discrecional excesivo a funcionarios y entidades cuyo supuesto actuar neutral termina favoreciendo intereses particulares.
Olvidaron los promotores de esta normativa, que la ley no actúa en un vacío institucional. En particular, sobresalen dos tipos de comportamientos particularmente nocivos para la libre competencia que quedan fuera del ámbito de la promoción de la libre competencia. Por un lado los “buscadores de rentas”, que se caracterizan por promover y dar soporte a prácticas cuestionables que, legitiman prácticas que favorecen intereses particulares, manteniendo estructuras que permiten beneficios exclusivos para unos pocos. Por el otro, los “secuestradores del Estado”, que se dedican a identificar y aprovechar deficiencias sistémicas que existen en las instituciones públicas y marcos normativos para su propio beneficio. En lugar de contribuir a fortalecer el sistema, estos actores se enfocan en maximizar sus propios beneficios mediante el uso estratégico de estas debilidades y su progresivo deterioro. Aprovechan las oportunidades que ofrece la ineficiencia institucional, la falta de coherencia en la aplicación de normas, y los espacios que dejan las estructuras organizativas, para actuar en su propio interés.
Los primeros, mediante su influencia en la toma de decisiones, logran que propuestas y proyectos sean percibidos como válidos y necesarios, aun cuando perpetúan una estructura que no fomenta el acceso igualitario a oportunidades, limitando el desarrollo eficiente y equitativo de los mercados. Los segundos se enfocan en explotar deficiencias estructurales y debilidades institucionales del sector público para obtener beneficios desproporcionados para unos pocos. Ambos grupos, actuando de forma complementaria, obstaculizan la verdadera libre competencia. En un entorno así, la verdadera libre competencia no existe en muchos mercados, ya que los mercados se encuentran distorsionados por una combinación de barreras institucionales, regulatorias, normativas y discrecionales que suelen depender de la interpretación o decisión del funcionario de turno. Para que la libre competencia pueda establecerse de manera genuina, resulta fundamental desmantelar la captura institucional y promover un entorno en el que todas las empresas puedan operar en igualdad de condiciones. Esto implica no solo una reforma integral de una multiplicidad de marcos regulatorios, sino también un compromiso decidido para abordar y eliminar prácticas como el tráfico de influencias, la manipulación de normas a favor de ciertos actores, la toma de decisiones públicas amañadas y cualquier esquema que desnaturalice el mercado y desincentive la competencia leal.
La definición de libre competencia en la ley, aunque técnicamente precisa al señalar factores que impiden el acceso o salida de competidores y restringen la libertad económica, resulta insuficiente a la luz de los problemas estructurales descritos antes. La definición supone que los problemas de competencia son inherentes al mercado, pero pasa por alto que muchas barreras surgen de decisiones discrecionales, regulaciones diseñadas para beneficiar intereses particulares o vacíos normativos explotados estratégicamente. «Estas dinámicas perpetúan mercados restringidos, concentrando beneficios en unos pocos y limitando tanto el acceso equitativo como el bienestar del consumidor, lo que refuerza la necesidad de desmantelar las barreras institucionales y establecer reglas claras que fomenten una verdadera libre competencia.» Parafraseando a H. Demsetz, destacado economista y crítico de las leyes antimonopolio que no consideran los principios de eficiencia económica, muchos comportamientos anticompetitivos en Guatemala son “el reflejo de instituciones inadecuadas, pero el remedio no es siempre más regulación. Es importante comprender cómo las reglas existentes moldean los incentivos” (Information and Efficiency: Another Viewpoint, 1969).
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