Hoy cumplo 66 años. Según una clasificación de la universidad de Harvard, citada por la revista mexicana Ámbito, justo en este preciso momento estoy abandonando la “edad mediana” e introduciéndome en la vejez. Es decir, ya puedo decir que llegué a viejo. Sin pena ni gloria o con más pena que otra cosa, porque yo siempre he andado apenado en cada una de las etapas de mi vida.
La noticia de mi llegada a la vejez, la supe escribiendo “66 años” en el buscador de Google. Un poco por pasar el tiempo, otro poco por averiguar si semejante edad tiene algún significado especial. Pero, como dije, solo me enteré de que oficialmente había llegado a viejo y que de aquí en adelante mis preocupaciones tendrían que ser diferentes, para vivir esta etapa “a plenitud”, como la publicación me aconseja. Menos temores y sobresaltos y más ánimo positivo, ya que los viejos tenemos la obligación de ser entusiastas por algún oscuro mandato.
Según la universidad de Harvard, después de los 66 años, las personas tienen la capacidad de ser más felices que las que tienen 20 o 50, por ejemplo. No se de dónde diablos sacaron el dato, supongo que es el resultado de sesudos estudios y observaciones. El tipo de análisis ocioso que estas instituciones emprenden cuando ya no les queda nada por investigar. Entonces les da por cosas como la vejez o la felicidad.
Google también me habla de Lesley Maxwell, una señora de 66 años que, a fuerza de levantar pesas, aparenta 20. Según ella, porque viendo sus videos, digamos que aparenta 60, aunque bastante bien vividos. Es australiana, ha ganado 30 competencias de fisicoculturismo después de los 49 años y ahora, convertida en coach, ofrece consejos en YouTube sobre la juventud eterna. Ninguno, a decir verdad, va más allá del lugar común: “ejercitarse ayuda a reducir el estrés y a controlar la ansiedad” ¿A poco?
Eso de controlar la ansiedad ha sido una de las mayores dificultades de mi ajetreada existencia. Desde hace más de 50 años, he probado de todo: ejercicio, terapia, meditación, té de pericón, pastillas… y nada. Lo que más me funcionó en una época, fue la leche condensada comida a cucharadas a la una de la mañana. Me reconciliaba con el mundo, hasta que me diagnosticaron problemas con el azúcar y se jodió el asunto. Lástima.
Madonna y yo tenemos exactamente la misma edad. Al principio, la ex chica material me caía muy mal, después empezó a caerme muy bien y ahora, desde hace rato, me es indiferente. Nunca he aguantado sus canciones, es cierto, pero su desfachatez me divierte. Tiene su encanto, a pesar de ese dejo de vulgaridad con el que intenta provocar a los guardianes del buen gusto. Hace unos días, fue a celebrar su cumpleaños 66 a las ruinas de Pompeya, acompañada de su seis hijos y de su joven amante. Tiró la casa por la ventana, diría mi abuela, porque la fiesta costó una fortuna. Según los comentaristas, ella parecía una quinceañera, pero por alguna curiosa razón, cada vez que intento ver las fotos me salen anuncios de Ensure y de Cardioaspirina. Pinche algoritmo, te destruye la fantasía.
A mí jamás se me hubiera ocurrido celebrar un cumpleaños en las ruinas de Pompeya. Ya tuve bastante con las de la Antigua Guatemala. Durante 20 años bailé en medio de los escombros y ahora, a mi avanzada edad, me parece un tanto inquietante repetir la experiencia. Pero Madonna es rara, y esa rareza, al final, es la que la hace digna de todos mis respetos.
Hay un cantante austriaco de nombre Udo Jürgens, una gloria nacional en su país, del que hasta ahora tengo noticia gracias a Google. Su mayor éxito es una canción que se llama Mit 66 Jahren: La vida comienza a los 66, más o menos traducido. A este cuate lo de la llegada a la vejez sí le pegó duro. Habla de comprarse una moto y una chumpa de cuero y largarse a barrer las carreteras con sus ciento diez caballos de fuerza. Esto, además de ir a la discoteca todas las noches, para curarse del reumatismo. “La vida comienza a los 66”, repite y por eso quiere salir a la calle con flores en el pelo, sin importar que le digan “el viejo loco”, pues tiene un nieto llamado Waldemar que lo verá con orgullo. La cancioncita es en verdad horrorosa, ideal para animar cumpleaños en los clubes de jubilados. Si no me compré una moto a los 30, no creo que a los 66 sea la mejor idea. Por otra parte, con reumatismo o sin él, toda la vida he detestado la música disco.
“Nunca confiés en los viejos. Son una mierda, se acobardan”, me repetía Mario Monteforte Toledo a sus ochenta y tantos años. “Hay que pasar del amor a la muerte sin detenerse en la vejez”, remataba. “Ahí está el truco, no lo olvidés jamás”.
Lo intentaré, Marito, lo intentaré.
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