Bukowski, suma referencia de poetas renegados o de renegados a secas, nunca se consideró a sí mismo como un escritor maldito, sino como un viejo indecente, desagradable y borracho. Más que un maldito, un perdedor, como se define en la mejor de sus novelas. Un sátiro que se divertía tocándoles las nalgas a las estudiantes de letras que se habían empecinado en hacer de él un mito contemporáneo. Se aprovechaba de la situación, es cierto, les sacaba dinero, comida y sobre todo botellas de vino ordinario, pero era sincero. Jamás romantizó su condición y se empecinaba en borrar cualquier fantasía que se construyera al respecto: él era solo un ex cartero que se pasaba la vida apostando en los hipódromos y bebiendo en bares de mala muerte. Es más, odiaba a los beatnicks, una pandilla de mariguanos, según él, que andaban por ahí creyéndose poetas. El solo bebía y escribía hasta el amanecer, tratando de vencer el insomnio y el infortunio.
Hace una semana murió Lester Oliveros, poeta controversial como pocos. Un paro cardiaco, debido a una vida de excesos y transgresiones, no solo literarias. Llevó hasta las últimas consecuencias ese afán de malditismo, que muchos de su generación abandonaron a la primera resaca. Un excelente y triste obituario de Juan Pablo Dardón en su blog Fe de Rata nos cuenta su tragedia. Yo no lo conocí, pero me aparecía en las redes y leí con interés varios de sus escritos. Algunos excepcionales, como esos que escribió para la pandemia, mostrándonos el lado oscuro del confinamiento, el de aquellos que no tenían lugar para protegerse y erraban por calles y albergues, en medio de una realidad sórdida y miserable, tratando de evadir la muerte. Él fue uno de ellos.
Luego de su fallecimiento, muchos celebraron al poeta del desorden y el desafuero contra la moral burguesa. Al último de los malditos, en época de acomodamientos, claudicaciones y corrección política. Otros no tanto, es decir más bien sacaron a relucir la miseria que puede albergar la marginalidad absoluta: agresiones, violaciones, robos, actos a todas luces delincuenciales, que difícilmente pueden solaparse detrás de la grandeza de la poesía.
En el fondo del debate, lo de siempre: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de poetas malditos? ¿De un estilo poético? ¿De un modelo de vida? ¿De una manera de vestirse? ¿De una forma de destruir y destruirse? ¿De un artilugio retórico para justificar comportamientos deplorables? ¿De una manera glorificada de beber y de drogarse? ¿De un pacto con Dios o con el diablo?
A mediados del siglo XIX, en Francia, los burgueses hablaban de la “maldita poesía” que negaba su moral y sus valores, en nombre de la pureza del espíritu y de la belleza. Baudelaire trastocó el dicho y lo convirtió en “la maldición de la poesía”, en un poema que paradójicamente se llama Bendición. De ahí el título del libro de Paul Verlaine Los poetas malditos, en donde presentaba a seis figuras simbolistas -Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y Lelian (él mismo)- como los abanderados en la búsqueda de lo sublime, más allá de la gloria, la figuración y las compensaciones materiales. Poetas que buscaban otra realidad, a través de la absenta y el hashish, para escapar de la vulgaridad a que los condenaba la miseria de las ciudades y la voracidad del capitalismo industrial. Rubén Darío también hace lo propio en el indispensable Los raros, en donde menciona por primera vez a Lautremont y sus Cantos de Maldoror.
Como emblema de su posición existencial frente a la vida y la poesía, los simbolistas reivindicaron la figura de François Villon, poeta y delincuente del siglo XV, autor de la Balada de los ahorcados y uno de los mayores creadores de la lengua francesa.
Nacido en 1431, el año en que quemaron a Juana del Arco, Villon estudió letras en la Soborna, alcanzando el título de Maestro, y se ganaba la vida cantando y recitando sus versos en tabernas y hostales miserables. Su hábitat natural eran los burdeles, en donde a través de la poesía conquistaba los favores de las meretrices. Un día, un fraile quiso propasarse con una de sus amantes y el poeta se vio envuelto en una riña en donde al saberse perdedor, sacó una daga e hirió de muerte al contrincante. Se extravió, luego, por los laberintos de París hasta que la policía dio con él y fue a parar a la cárcel. Consiguió la libertad provisional por medio de un obispo, que era su padrino, pero dada su situación de pobreza, terminó por unirse a la banda de los Coquillards (los mariscos), con los cuales emprendió una deriva de atracos, robos y saqueos. De nuevo perseguido, huyó de la ciudad y vagó, cambiando poemas por comida y favores, por toda Francia, hasta que encontró la protección de Charles d’ Orleans, duque y poeta, así como ex prisionero de Enrique V de Inglaterra.
La protección del Duque de Orleans le trajo innumerables celos y envidias de otros poetas, que sacaron a relucir su pasado negro y lograron, por medio de chismes que llegaron al oído de un obispo, que fuera detenido de nuevo y que, bajo torturas, confesara todos sus “crímenes”. Se le condenó a la horca, pero la suerte le favoreció por medio de un indulto de Louis XI. Sin embargo, lo expulsaron de París y él volvió a una vida de errancia, en donde su rastro se perdió para siempre. Fue en la cárcel donde escribió el más grande de sus poemas, la Balada de los ahorcados:
“Apiadaros de nosotros, hermanos./ Vednos aquí atados y colgados,/ mordidos y podridos:/ esqueletos ya en espera/ de volverse polvo./ Nos empapa la lluvia,/ nos seca y ennegrece el sol,/ los cuervos nos sacan los ojos,/ nos arrancan barba, pestañas y cejas,/ nos dejan más picados que dedales,/ y el viento sin cesar nos azota./ Hermanos, no es cosa de risa./ Rogad a Dios por nosotros,/ y por vosotros también”.
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