Aceituno era más conocido como Aceituno por ser este un apelativo más musical y distinguible que Luis a secas. Y los amantes de la literatura también le decíamos “hola BRO, cómo te va”, por aquello de “brother”, jerga proveniente del universo cultural norteamericano.
De pronto me siento un poco extraño hablando ahora de Aceituno como si hubiera fallecido, y bueno, si él leyera esto pensaría que se trata de uno de esos artículos que él escribía para elPeriódico cada 28 de diciembre, día de los inocentes, bajo el pseudónimo de Antonio Solórzano, y se preguntaría qué diablos está pasando, esto es una broma o qué, si es mi bro Raúl o soy yo el que está imaginando esta vaina, alguien nos está tomando el pelo.
Pero no, lo que pasó es que mi “bro” se marchó definitivamente sin avisar, se recostó unos días en la camilla del hospital y como que de pronto se hartó y decidió sin más, investigar qué pasaba del otro lado, así que atravesó con prisas el famoso umbral del que no se regresa, mandándonos a todos por un tubo sin que pudiéramos decirle no fregués, no seás tan acelerado, calmate, no jodás. Pero él hizo como que no escuchaba, era como una manía, lo había hecho en otras ocasiones eso de tomar decisiones apresuradas, como cuando se fue a Francia para vivir al estilo Boris Vian metido entre faldas, teatro y bohemia, hasta que un día se hartó y dijo ¡ya basta, me regreso! Y se regresó.
En Francia apenas lo vi algunas veces, yo vivía en la misteriosa RDA, República Democrática Alemana, y fue el escritor Luis Eduardo Rivera quien me lo presentó en alguno de mis viajes de vacaciones a París. Pero no tuvimos el tiempo suficiente de intercambiar en serio, yo miraba con gran asombro a aquel guatemalteco de pelo alborotado y silueta de roquero sin guitarra. Sin embargo, cuando regresé de mis largas peripecias en el extranjero y volví a Guatemala en el año 2001, entonces nos encontramos, nos dimos la mano, hola vos qué onda, ya vinites me dijo, sí, dije, órale qué chilero, te invito a unas cheves me dijo, y nos fuimos entonces a tomar cerveza y a comer boquitas de chicharrón al Portalito que está en el Portal del Comercio.
De hilo en aguja empezamos a tejer buena comunicación, coincidimos en formas similares de percibir y sentir las cosas. Entonces me invitó a escribir algún artículo para el periódico elPeriódico, donde él trabajaba como jefe de la sección de cultura, cosa que hice y que gustó a los jefes, de manera que ingresé como columnista semanal en ese diario que fue mi tabla de salvación y mi balón de oxígeno durante más de veinte años, porque pude allí expresar sin limitaciones ni censuras mis cóleras, visiones, reflexiones y emociones con los que la vida en nuestro paisito amado nos abofetea sin misericordia.
Después, las circunstancias se confabularon para que un día decidiéramos vivir juntos. No es lo que ustedes piensan, lo que pasa es que se liberó una pequeña casa que yo poseía a la vecindad de donde yo vivía en la colonia Villasol zona 12, y le dije que podía ocuparla, lo que aceptó. Y fue así como durante varios años compartimos comidas, juergas, charlas, películas, lágrimas, risas y gatos (sí, varios gatos) sin jamás tener un roce o una discusión, un alza de voz, una disensión, de manera que vivimos lo más bello de la amistad, que es la capacidad de aceptar al otro como es sin tratar de cambiarlo, teniendo cada uno su espacio, su privacidad, su universo.
Hasta que hace apenas tres años y medio, yo decidí irme de Guatemala y venir a España para tratarme un problema crónico de los riñones. Vendí las dos casas en las que habitábamos y no quedó más remedio que separarnos. Todavía recuerdo que me condujo en su carro hasta el aeropuerto la mañana del 12 de diciembre del 2021, día de la Virgen de Guadalupe. No hablamos en el trayecto, todo lo que teníamos que decirnos ya nos lo habíamos dicho en los años anteriores, o eso suponíamos. Cuando aquél bajó para ayudarme con las maletas hasta la puerta de viajeros, nos dimos un rápido abrazo sin protocolos, como quien no quiere la cosa, como los viejos cowboys que saben que la vida continúa y que nos encontraríamos inevitablemente en otras praderas. En fin, como en las películas.
Y hoy, escribiendo esto, quiero decirte, Luis Aceituno, que fue un privilegio tenerte como compañero de vida y de andanzas. Te extrañaré, bro. Fue un regalo el haberte conocido.
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