En esto de contrastar la idea que uno se hace de lo que cuentan sobre qué o cómo es la realidad, con la realidad misma, hay la misma distancia que va del cielo a la tierra, como dije en el artículo de la semana pasada. Y es, justamente, lo que me sucedió cuando tuve la oportunidad, gracias a un amigo guatemalteco que vivía allí, de visitar en varias ocasiones lo que entonces era la República Democrática Alemana y descubrir que ese sistema “comunista” tan denigrado en occidente, poco tenía que ver con lo que yo había aprendido en Guatemala y en Francia sobre el tan mentado “totalitarismo comunista”. Incluso, poco o nada tenía que ver con lo que contaban aquellas personas que habían estado de visita en ese país y que volvían con la impresión superficial del que solamente ha visto las calles y edificios grises, el pobre atractivo de las vitrinas, la sobriedad rústica de la gente en su vestir y en su actuar, condimentado todo ello con los famosos estereotipos sobre el Muro y la falta de libertades.
En cambio, cruzar la entonces denominada “cortina de hierro” fue para mí como penetrar en un paisaje y en una época que me catapultaban de golpe a un escenario que se había quedado congelado en el tiempo, una especie de país-museo en el que el pasado doloroso y terrible de la segunda guerra mundial se revelaba con fuerza en la decrepitud de los edificios, en las huellas de metralla en las paredes de las casas, en las calles empedradas y en la monumentalidad fría y solemne de la arquitectura prusiana. Incluso el olor de las ciudades era diferente a lo que yo conocía, un olor a hollín producto de la calefacción de carbón de las casas que se esparcía como un velo pesadamente romántico por todos lados, recreando con creces el ambiente retratado en los cuentos de los hermanos Grimm.
Esa fue exactamente la vieja Europa que mis padres durante mi niñez y adolescencia me habían pintado cuando narraban sus andanzas, cada uno por su lado, durante la guerra civil española y luego durante la ocupación alemana en Francia, andanzas no exentas de episodios en los que el drama y la tragedia eran la característica principal. Y esa era precisamente la Europa que yo tenía en la cabeza cuando llegué a Francia, y no la ciudad de mentirijillas acicalada con luces de neón y decorados de imitación mármol con la que me di de bruces en París en 1974 al iniciar mis estudios en la universidad. ¿Esta es la famosa Europa?, pensaba. Entonces el nuevo neoliberalismo abría sus alas con el sofisticado presidente Giscard d´Estaing y Francia se daba la mano con la Alemania Federal (la llamada Alemania Occidental) para seguir construyendo las bases de una Europa unida desde los grandes intereses de los capitales internacionales, pero no desde los intereses de los trabajadores.
El asunto es que después de tres estadías, cada una de un mes de duración, en la Alemania Oriental, tras haber conocido el curioso círculo íntimo de intelectuales alemanes y amigos diversos de mi muy especial guía guatemalteco (personaje del cual hablaré en otra ocasión), después de haber andado por los montes nevados de Sajonia y de Türingen, de haberme bañado en los ríos y lagos de Berlín y de haber abrazado el mar de Rostock, en el Báltico, pero sobre todo -permitidme que me arrodille al hablar de ellas-, después de haber descubierto la belleza, la delicadeza, la sencillez, la feminidad y el candor de las mujeres de Alemania Oriental, ya no me quedó más remedio que solicitar trabajo en la Universidad de Leipzig como profesor de español, con el firme propósito de ampliar mi experiencia del “socialismo real” en ese extraño país que ya no existe, pero que me atrapó de 1984 a 1991 con una intensidad y un goce jamás igualados.
Por supuesto que tuve suerte, porque en mi caso, el otro lado del río que decidí incursionar resultó ser más verde y fructífero que otros territorios visitados, antes y después. Pero reconozco que no se puede generalizar, pues cada quien habla de la feria según cómo le va en ella. La vivencia que me tocó experimentar, compuesta de encuentros y experiencias objetivas en la Alemania Democrática, combinada con mi historia personal y mis expectativas, constituyó un terruño fértil sembrado de cosas buenas para mí. Sin embargo, no todos tienen la misma suerte cuando saltan el charco, como decimos, o cuando emigran a otro país para buscarse la vida. Lo constato ahora que vivo en España, territorio que imaginé bastante más verde de lo que es, tanto literal como simbólicamente. Se trata de una orilla que se ha ido volviendo cada vez más árida en muchos aspectos, aunque para buena cantidad de latinoamericanos que vienen a buscar fortuna, esto es mil veces mejor que lo que dejaron en su país.
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