En memoria de Paco Villagrán

Álvaro Montenegro Muralles

mayo 19, 2024 - Actualizado mayo 19, 2024
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Hace tres años, Paquito Villagrán me entregó una copia impresa del New York Times en donde salía publicada una columna que habíamos escrito con Anita Isaacs varios meses antes. Generosamente la había guardado y cuando nos invitaron a un almuerzo la llevó desde Baltimore hasta Virginia, a la casa anfitriona. Esa era una muestra de las cosas que hacía frecuentemente: bondad aquí y bondad allá. Quienes lo rodearon podrán asegurar experiencias similares, puntillosas. Su carácter era muy preciso, la forma en la que elegía palabras evidenciaba sus dotes diplomáticos, cuidadosos; hasta para servir una copa. Como sabía que yo no bebo licor, me tenía en su casa infaltablemente una botella de jugo espumante para brindar. Así, miles de anécdotas y detalles que brotan ahora, en este silencioso momento de reflexión y pesar.

Francisco Villagrán de León cumplió 70 años en marzo y lo celebró desde la visión más amorosa, con sus amigos, haciendo lo que más sabía: dar. La diplomacia para él era una forma de servir, de apoyar, de construir puentes por medio de la comprensión. Protegió -celebró cumpleaños, estuvo pendiente- a tanta gente estos últimos años, gente que debió salir del país. Desde Washington DC, se convirtió en un pilar indiscutible desde el cual se erigió una carpa como albergue para decenas de exiliados. Esa era una forma en la cual, sin que le costara, prodigaba amor.  

El año pasado, tras la noticia de que Bernardo Arévalo pasó a segunda vuelta, Paco se arremangó las mangas por meses y se echó el equipo internacional al hombro dirigiendo una estrategia de incidencia sin precedentes en este momento inédito. En las sesiones del Consejo Permanente de la OEA, por su nombre y trayectoria, aún sin haber sido nombrado, se le reconocía como el Embajador de Guatemala, pero de la Guatemala democrática y la Guatemala del futuro.

Tuvo destacadas intervenciones en reuniones privadas y públicas, cartas, artículos, compartió ideas, escribió discursos. Pocos cuadros políticos tan integrales posee nuestro país. Y era líder en el mejor sentido, explayando enseñanzas y creando equipos desde la observación y el fichaje de cuadros sobre quienes tenía confianza, inspirándolos a crecer y a que se desarrollaran por sí mismas, sin apacharlas, como suelen hacer ciertas vacas sagradas creyendo que su posición podría estar en riesgo. No quiso realmente la fama o la gloria, y varias veces huyó de ella con contundencia. Su anhelo era más vertical y místico: hacer el trabajo, preparar la tierra, compartir el almuerzo.

En algún punto de nuestra relación nos percatamos de que éramos parientes y esa se convirtió en una situación que nos agradaba y nos unía. Él y su esposa Donna ya eran grandes amigos y un sostén incuestionable. Su sabiduría le había dado la claridad de la necesidad de retirarse por lo que mantenía un rol de consejería hacia muchas personas promoviendo la solidaridad sin empachos; por ejemplo, fue a ver a José Rubén Zamora a la cárcel varias veces, lo consideraba su gran amigo. Tenía amigos heredados de su padre y su abuelo y un legado honroso que cuidaba con cautela. Sabía escuchar, incluso sandeces, y respondía aunque tajante, con elegancia. Disfrutaba de un gran amor: Donnita, como él le llamaba. Les tomé una foto que guardo donde se dan un beso en la sala de su casa. La historia de cómo se enamoraron es en sí una narración de leyenda que le gustaba contar.

Estuvo en las sedes diplomáticas y misiones más importantes -Estados Unidos, Alemania, Noruega, Canadá, Ginebra, ONU y OEA- y tenía aprendizajes y amistades en cada una, y ahora, inesperadamente, de regreso del retiro, había emprendido uno de sus retos más importantes: ser asesor y enviado especial del presidente Arévalo, rol que atesoraba con gran ilusión. Aunque se va, deja la tierra arada que preparó con paciencia para que germine.

Paco tuvo tragedias en su vida como exilios, la renuncia de su padre cuando fue vicepresidente, vivió la muerte de un hijo, accidentes, perdió a su madre de manera temprana, pero supo erguirse siempre, supo reinventarse en uno u otro país, vivió en las ciudades más sofisticadas y siempre regresó a su familia, a Donna y a su hijo Max, a su hogar y a su Guatemala, a la que amaba tanto y por la que peleó hasta el último respiro. Nos deja las puertas abiertas, Paquito, las abrió por nosotros para que escuchemos correr el aire del espíritu, la democracia y el amor.

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