“Cartera Tóxica”, para ser exacto. Esa fue la acertada expresión que las nuevas autoridades del CIV emplearon para describir el deplorable estado de los proyectos heredados de gobiernos anteriores. Por «cartera tóxica” habría que entender, según ChatGPT, un “conjunto de proyectos que no solo fallan en cumplir con sus objetivos y plazos debido a la corrupción, sino que además generan un impacto negativo en la reputación y la eficiencia del ministerio, afectando gravemente la infraestructura y los servicios públicos que dependen de estos proyectos”. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Proyectos que implican riesgos significativos para el Estado, incluyendo litigios y responsabilidades económicas debido a las irregularidades cometidas. Proyectos con mala calidad de construcción, incumplimientos de plazos o sobrecostos debido a malas prácticas a lo largo de las distintas fases de los mismos. Proyectos adjudicados en circunstancias cuestionables o mediante claro favoritismo; en los cuales la ausencia de información clara y accesible dificulta la rendición de cuentas y el monitoreo por parte de la sociedad civil.
Los efectos nocivos de este tipo de proyectos y programas de obra vial son de todos conocidos: problemas y fallos en la infraestructura vial tales como hundimientos, deslaves, derrumbes, bloqueos en los sistemas de drenaje, acumulación de sedimentos y basura en las cunetas; presencia de objetos, materiales, vegetación y estructuras que interfieren con el flujo normal del tráfico vehicular y aumentan el riesgo de accidentes; así como proyectos inadecuadamente planificados, deficientemente diseñados, mal construidos y pobremente mantenidos, que acarrean serias repercusiones en la seguridad y funcionalidad de las vías públicas. Toxicidad que afectamente negativamente la calidad de vida, productividad y rentabilidad de los negocios de quienes dependen de estas vías para transitar por el país. Además, estas malas inversiones tienen un importante efecto adicional: el costo de oportunidad que tienen los fondos que se consume este portafolio de proyectos. Los usos alternativos que podrían tener dichos fondos si se dedicaran a atender otro tipo de necesidades sociales o económicas prioritarias para la población.
Para bien o para mal, dentro del sector público no existe un mecanismo efectivo para premiar a quienes invierten los fondos públicos de manera productiva y castigar a quienes toman malas decisiones. En el sector privado, cuando existe competencia en los mercados, libertad de emprender y los precios no son “mentirosos”, el sistema es implacable para castigar a quien se equivoca en sus decisiones de inversión, pero generoso en premiar a quien acierta. Dentro de la burocracia pública no existe un “criterio de mercado”, que premie a los funcionarios públicos que invierten correctamente los recursos y que castigue a quienes autorizan proyectos de dudosa o inexistente rentabilidad social y económica. En el mejor de los casos, en ausencia de un criterio claro, sistemático y fiable para evaluar el impacto que dichos gastos tendrán sobre el bienestar de un determinado grupo objetivo, los funcionarios toman tales decisiones en base su buen juicio, experiencias y conocimientos de un sector o una región. En el peor de los casos, tales decisiones obedecen a los objetivos económicos y extraeconómicos de las autoridades de turno, cuya consecución implicará, ante todo, beneficios privados personales y grupales.
Transformar esta «cartera tóxica» en proyectos beneficiosos no es fácil, pero es posible con un enfoque sistemático similar al tratamiento de una toxicidad médica. Empezar con un diagnóstico preciso mediante auditorías independientes y la rigurosa evaluación económica y social de cada proyecto; continuar con la estabilización inmediata y tratamiento, renegociando contratos para mitigar daños y priorizando proyectos viables; eliminando la toxina, cancelando proyectos irrecuperables y reasignando recursos eficientemente; seguido de la rehabilitación, implementando mecanismos de transparencia y rendición de cuentas; y finalmente, estableciendo un monitoreo continuo para prevenir futuros problemas. Solo así, eventualmente, se convertirá esta herencia problemática en infraestructura que mejore el bienestar y la eficiencia del gasto público. Persistir en las mismas prácticas solo garantiza más de lo mismo, perpetuando los problemas que afectan a todos.
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