Desenredando raíces III

Raúl de la Horra     julio 13, 2024

Última actualización: julio 12, 2024 6:52 pm
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Interesantes los comentarios que suscitó el Follarismo de la semana pasada sobre la gastronomía cotidiana del norte de España que, en términos generales, me parece más elemental y menos refinada que la de otras regiones y países. Lo cierto es que, en gran medida, somos lo que comemos, y la comida es la combinación musical de texturas, sabores, olores y colores que alegran no solo nuestra barriga, sino nuestro paladar, incitándonos a bailar de mil formas porque es conocido que vientre satisfecho, corazón contento. Y, de allí pa’lante, pues surge o viene la filosofía.

Ahora que soy testigo de cómo la hasta hace poco admirada y más o menos sensata Europa se precipita hacia su autodestrucción al ponerse de rodillas y sacar la billetera para fomentar una guerra absurda que, con el andar del tiempo, corre el riesgo de convertirse en su Waterloo. Me viene entonces de golpe la impresión de un “déja-vu”, al repetirse el cíclico y cínico guion que los británicos y estadounidenses planificaron al terminar la segunda guerra mundial consistente en anunciar, sin el más mínimo reparo, que la tercera guerra mundial sería inevitablemente contra la Rusia Soviética.

La desagradable impresión de estar viviendo algo ya acontecido antes proviene no solo por el conocimiento histórico de cómo surgió la llamada “Guerra Fría”, sino porque esa fue, precisamente, la razón por la cual mis padres tomaron la decisión de emigrar hacia América en 1948. Ambos habían vivido, o más bien sobrevivido bajo los bombardeos, cada uno por su lado, primero durante la guerra civil española, luego durante la huida hacia Francia en 1939, después durante la ocupación alemana y por último durante la liberación en 1945, año en que, a título de premio, se conocieron en el bullicio de un salón de baile de la ciudad de Burdeos.

Y sucedió apenas un año más tarde que los grandes capitales vencedores de la segunda guerra instruyeron a sus empleados, al inglés Sir Winston Churchill en 1946 y al norteamericano Harry Truman en 1947, a declarar oficialmente el inicio de la Guerra Fría, es decir, el derecho de estos dos países a inmiscuirse en la soberanía nacional de cualquier otro país en el mundo cuando les saliera de las narices, cosa que hicieron sin sin remilgos un poco por todas partes. En aquellos años, una familia judeo-francesa a la que mi padre había ayudado a escapar de los nazis durante la ocupación alemana, formaba parte del personal diplomático enviado por el gobierno francés a Guatemala, en los tiempos de Juan José Arévalo. Y ellos fueron los que les propusieron a mis padres pagarles el viaje a ese país exótico y maravilloso que se abría a la inversión extranjera y que estaba dispuesto a recibir extranjeros, oferta que mis padres se apresuraron a aceptar para evitar otra guerra más.

Visto así, la cosa ahora pinta de esta manera: ¿Qué hago yo entonces presenciando una situación parecida a la que mis padres vivieron cuando decidieron largarse, si aquí se está ahora poniendo todo color de hormiga porque los herederos actuales de aquellos oligarcas anglosajones que vivían y viven en la estratósfera, repiten cada vez más insistentemente las mismas idioteces contra Rusia que repetían hace setenta y seis años?

Eso me produce una sensación extraña en la que se aglutinan las paradojas. Mis padres se fueron a América como tantos y tantos migrantes en busca de una tierra que los acogiera y les permitiera vivir con un mínimo de dignidad y de seguridad. Lo curioso es que mi padre, que no murió bajo la metralla de Franco ni bajo las bombas alemanas, murió en Guatemala a los cuarenta y cinco años de dos tiros disparados por un español franquista que se vanagloriaba de haber hundido durante la guerra civil un barco lleno de republicanos que huían hacia Francia.

Se supone que mis padres, como muchos otros emigrados, abrirían en el nuevo mundo un negocio, plantarían un árbol y tendrían un hijo. Lo que sí hicieron. Pero la semilla llevada a América, por azares del destino, solo dio un retoño: yo. Un yo que creció huérfano de padre a los catorce años y que decidió nunca jamás tener hijos, cosa que he cumplido al pie de la letra. El porqué de tal decisión, lo he explicado en mis escritos, pero bien podría ser el tema de otro desenredo.

El caso es que cuando miro en retrospectiva el recorrido que he hecho, me encuentro haciendo el camino inverso que hicieron mis padres, es decir, de Guatemala a Francia y por fin a España, como buscando reivindicar y vivir la vida que ellos no vivieron, y todo ello, en mi caso, con el objetivo consciente de terminar aquí, donde ellos jamás volvieron. Extrañas paradojas que nos recuerdan que la vida, como dice la canción, es una tómbola, y sorpresas te da.

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