Inevitablemente, del dicho al hecho hay mucho trecho, aunque solo sea porque la palabra “DECIR” es apenas un verbo o una idea balbuceada, un mapa o una frágil representación unidimensional que uno se fabrica sobre el territorio de la realidad a través del llamado pensamiento o lenguaje verbal, mientras que “LA REALIDAD” es un conjunto infinito, concreto y multidimensional, constituido por la totalidad de esos decires abstractos y subjetivos, sumados al conjunto de fenómenos en los que nos desenvolvemos dentro de un universo, una cultura y una sociedad determinadas.
Y quien dice sociedad, dice acciones y prácticas específicas que crean una aglutinación de mapas, sueños y realidades, o sea, más complejidad y más representaciones. De allí que una de las aspiraciones esenciales del ser humano, tanto desde el punto de vista ético como estético y científico, es la de acortar al máximo la distancia o la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace, o entre lo que se pretende, se planifica, y lo que resulta. El ideal programático de los seres conscientes tanto en el plano individual como en el colectivo, sería el de aspirar a ser cada vez más consistentes entre lo que se dice y lo que se hace, aunque tal ideal, como cualquier deseo o representación, mostrará siempre un incómodo desfase entre nuestras decisiones y nuestras acciones, entre lo que es el esquemático mapa y lo que ocupa el vasto territorio.
Y es aquí a donde quería llegar. Es frecuente que, sobre todo en nuestras sociedades poco educadas y muy desiguales, con déficits enormes de conciencia acerca de los problemas y las soluciones que deberían aplicarse para desarrollarnos como individuos y como sociedad, lo que se valora es la forma o la apariencia sobre el fondo, es decir, se privilegia el disfraz y el estatus por encima de otras realidades o capacidades humanas que deberían ser más decisivas en orden a lograr un desarrollo integral de las personas. Se opera así un divorcio cada vez más grande entre lo que se predica y lo que se practica, entre lo privado y lo público, entre la esfera personal y la social, acorde con las tendencias actuales de esa ciencia de ladrones de cuello blanco representada por los sacerdotes del neoliberalismo.
Uno de los principales desfases con la realidad tiene que ver con la noción actualmente dominante de lo que se supone que es la “democracia” y lo que se entiende por “libertades”, nociones impuestas unilateralmente por los países hegemónicos, y que vienen a ser caricaturas de lo que alguna vez se quiso representar bajo esos términos a raíz de la revolución francesa. Una amiga me preguntaba justamente hoy qué es lo que yo entiendo por “democracia”. De inmediato encontré algunas equivalencias concretas que pueden expresar lo que no solo yo, sino cientos de millones de personas en el planeta entienden por la palabra DEMOCRACIA, aunque nunca lo hayan explicitado conscientemente.
En su acepción básica, puede decirse sin que nadie se ofenda, que la democracia es el sistema o instrumento político-social que permite que el Estado, administrado por un determinado régimen, garantice los DERECHOS ciudadanos que figuran en la Carta Constitucional de la república, o reino, o lo que sea. Es decir, es poseedor de una democracia el país o Estado o régimen que garantice la seguridad efectiva de sus ciudadanos, en particular de todos los niños, sea desde el punto de vista físico, de alimentación, de salud, de educación, de vivienda y de trabajo, sin escatimar otros derechos o libertades que van por descontado, pero que no tienen valor alguno si esos derechos que he mencionado no se actualizan. También, el país que no esté obsesionado por meter sus narices en otros países, forma parte de lo que es una democracia, es decir, el que es soberano y respetuoso de los demás. ¡Imagínense ustedes entonces cuántos países que pretenden ser democracias, no lo son en realidad bajo estos criterios de fondo y no solo de forma!
Quien habla de derechos, dice LIBERTAD para ejercerlos. Las libertades no existen en abstracto, sino que siempre son posibilidades o factibilidades que tienen una equivalencia concreta que puede definirse a través de la respuesta a la pregunta; ¿Libertad o posibilidad de qué y para qué? ¿De qué quiero o necesito liberarme, y para hacer qué? He allí la clave. Lo que causa una gran hilaridad y produce al mismo tiempo una cólera metafísica, es cuando vemos a todos esos payasos que dirigen o pretenden dirigir algún país agitando banderitas y gritando a todo pulmón “¡Viva la libertaaaad, carajo!” Pregunto: ¿Qué diablos entienden ellos con esa palabreja con la que intentan seducirnos, idiotizarnos o aterrorizarnos, y por la cual juran que estarían dispuestos a matar si fuera necesario? ¿No perciben de pronto un agudo olor a fascismo sulfúrico expandiéndose como serpiente por la habitación?
Sin embargo, hay personas que están absolutamente hipnotizadas por una especie de formalismo procedural para juzgar sobre si un país o unas elecciones son democráticas o no. La verdad, opino que otorgarle una importancia capital a ese detalle es una trampa, porque eso nos evita percibir el fondo de la cuestión: ¿Elecciones, para qué? ¿Para que suceda, qué? A quién se elige viene siendo secundario, pues lo importante es para qué se elige a alguien, qué se espera que haga, qué decisiones deberá tomar, qué derechos garantizar. Tal proceder, centrado en el aspecto técnico-formal solamente, en el caso de Venezuela, por ejemplo, se ha convertido en una obsesión de caricatura y en una presión mediática sin medida que nunca se ejerció con esa intensidad y tan sistemáticamente cada cuatro años desde hace veinticinco, contra países en situaciones similares. A decir verdad, es la mejor forma para escamotear las informaciones de fondo y los proyectos neurálgicos como por ejemplo: ¿Qué pasará con el petróleo y con las enormes riquezas de Venezuela si la oposición venezolana vinculada al fascismo más retrógrado y agresivo de América Latina llega al poder? ¿Lo democrático sería entregarle la llave del país a los Estados Unidos? ¿Los avances sociales y los derechos conseguidos por el pueblo gracias a veinticuatro años de chavismo, serán protegidos o más bien abolidos? ¿Qué sucederá cuando los millones de chavistas salgan a la calle a manifestarse para defenderlos pacíficamente? ¿Los van a meter presos o los van a exterminar en nombre de la democracia como se hizo durante el mal recordado “Caracazo”?
Definitivamente, es una triste realidad que el olor a impostura y a insidia que rezuman las noticias y comentarios de los periódicos y de la televisión sobre Venezuela, harán historia. Pero será una historia infame. Tiempos aciagos se ciernen sin misericordia sobre nuestro continente, y muchos de nosotros estamos preocupados.
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