1924 fue un año milagroso para el devenir de las letras guatemaltecas: Luis Cardoza y Aragón publica Luna Park en París y Miguel Ángel Asturias llega a esa misma ciudad, pocos días antes de que salga a luz el primer Manifiesto del Surrealismo, firmado o sostenido por André Breton, Philippe Soupault, Louis Aragon, Robert Desnos, Roger Vitrac, Paul Eluard, Antonin Artaud… Tres acontecimientos aislados, pero conectados desde ese primer momento por una serie de vasos comunicantes. En cierta medida, es el punto de partida para el nacimiento de una nueva sensibilidad literaria, o más bien estética, que por azares de la historia o del destino, tendrá una fuerte repercusión en un país tan alejado del mundanal ruido como el nuestro.
Las vanguardias y las rupturas artísticas se introducen en Guatemala casi desde su surgimiento mismo. Desde las noticias sobre la modernidad que, a principios del siglo XX, ofrecen Enrique Gómez Carrillo y Rubén Darío, hasta la llegada al país, por las mismas fechas, del español Jaime Sabartés, con cuatro pinturas de Picasso bajo el brazo. La tertulia que este último organiza en la trastienda de la abarrotería de su tío, para mostrar los cuadros que le ha regalado su amigo de bohemias y pobrezas en París, hoy tiene visos de leyenda. El primero en llegar será Rafael Arévalo Martínez, seguido de Carlos Valenti, Carlos Mérida, Ricardo Castillo, Manuel Martínez Sobral, Carlos Wyld Ospina… es decir, los pioneros de las nuevas artes en Guatemala. Escritores, pintores, músicos que serán definitivos para el movimiento moderno en el país.
Años después, en 1922, el guatemalteco Arqueles Vela se une al movimiento estridentista y publica en México La señorita Etcétera, la primera novela de vanguardia que aparece en América Latina, aún si Arévalo Martínez ya había publicado en Guatemala su cuento El hombre que parecía un caballo en 1916.
Hace 100 años, también, llega el primer ejemplar del Ulises de Joyce a Guatemala y el poeta Alfonso Orantes se los traduce línea por línea a sus jovencísimos alumnos, entre los que se encuentran Mario Monteforte Toledo y el poeta nicaragüense Adán Selva, a su vez introductor y traductor de las vanguardias francesas en el país. Tanto Orantes como Selva irán a parar a la cárcel en los albores de la dictadura de Ubico, por publicar poemas estridentes y provocadores, además de inmorales. Monteforte Toledo huye a París y ahí entabla una amistad bastante cercana con Albert Camus, Roger Callois y el peruano Gonzalo Moré, amante de Anais Nin, una de las musas del arte nuevo, que le publicará al escritor guatemalteco, unos años después en Nueva York, su primer poemario: Biography of a fish, título plenamente surrealista.
A la luz del surrealismo, Asturias reescribe en París Los mendigos del portal, un cuento que publicó en Guatemala en 1923 y que será la génesis de El señor Presidente, una novela que surge de las historias que les cuenta a sus amigos en el café de La Coupole, en Montparnasse, cuartel general del Movimiento Moderno, ya con mayúsculas. Entre los amigos de Asturias figuran Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri y César Vallejo. De esa tertulia también surgen las historias que más tarde conformarán Las leyendas de Guatemala, un libro prologado por Paul Valery, poeta adorado y denostado a la vez por Breton y los surrealistas.
Cardoza y Aragón escribe dos poemarios propiamente vanguardistas: Luna Park, en 1924, y Maelstrom, dos años después, ambos aparecidos en París en pequeñas ediciones personales por mucho tiempo inencontrables. El surrealismo y su libre fluir de la conciencia lo marcarán para siempre, sin embargo. De ese estallido que le “linchó el alma”, como confiesa en sus memorias, aprenderá “el santo deber de estremecerse”, una revelación que lo llevará escribir en 1930, entre Nueva York, Londres y París, su Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, que funciona como el resumen de todos sus estremecimientos. Es de lamentar, sin embargo, que el libro haya sido publicado hasta 16 años después, lo que le resta mucho a su capacidad innovadora. Lo mismo sucedió con Luna Park, reeditado hasta los años 70, en México, y del que Cardoza confiesa a José Emilio Pacheco que está escrito por “un muchacho que aún no desprecio”, lo que no le quita el hecho de haber llegado demasiado tarde, como dijo Apollinaire de su propia obra.
El encuentro con Antonin Artaud, a quien recibe, protege, auxilia y traduce en México, en 1936, será también definitivo para Cardoza. El poeta y dramaturgo francés, icono surrealista, le abrirá los ojos a una serie de nuevas visiones que trastocaran su conciencia hasta el final de sus días.
André Breton dijo a su llegada a México, que era el territorio surrealista por antonomasia. Lo mismo hubiera dicho de Guatemala, país en donde el encuentro entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección es cosa de todos los días.
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