La Antigua duerme despierta en el Valle de Panchoy, rodeada por una corona de montañas y volcanes, bajo el techo azul intenso. El 29 de julio de 1773, el terremoto de Santa Marta destruyó en segundos el conjunto nutrido de edificios barrocos con olor a incienso, donde se murmuraba en latín. La huella de la catástrofe aún permanece abierta, supura por los muros rajados, cúpulas rotas, frisos descascarados y cornisas incompletas. Los escombros son la memoria de la insignificancia humana.
El boom económico post terremoto provocó la expansión de la ciudad en ruinas más allá de la cuadrícula de siete calles por siete avenidas. De noche, la luz que recuerdo era escasa, como de reflejo de luna peleando con los focos domésticos en las esquinas. Las lámparas titilaban, las bombillas de veinticinco bujías en las habitaciones eran insuficientes para leer y los días largos de lluvia eran placenteros y húmedos.
Por un poste de hierro, que parecía sin propósito, escalé una tarde de noviembre, previo a cumplir los diez años, el techo y me desplace sigiloso sobre partes endebles de lámina o peligrosas de teja, para apreciar desde mi escondite, sobre el muro de adobe y piedra de dos metros de ancho, el campanario de San Francisco el Grande, los tejados de los palacios, las casas muradas de apariencia exterior discreta que por dentro envuelven corredores infinitos y jardines de rosas y naranjales, y en toda su dimensión el volcán más hermoso del mundo, el de Agua, que según nos enseñaban los profesores en la escuelita de La Merced, quedaba en el sitio de atrás de nuestros hogares. El volcán era de todos, porque estaba al mismo tiempo en todas las casas. Y había llegado mi momento de alcanzar su cumbre, para dejar atrás la niñez. Desde la cima podría ver la ciudad, y comprender lo que se decía de su única falla, la ausencia de un lago, de agua, porque el río Pensativo era escuálido en época lluviosa y seco durante el verano, aunque traicionero, porque a cada vuelta de años crecía e inundaba de lodo las calles empedradas.
Estuve admirando al coloso que pronto dominaría y así sucedió. En la mochila llevaba otro suéter, una mudada de emergencia, sartén, dos huevos para el desayuno, una tira de pan francés y un frasco de mermelada de guayaba. El cuchillo en la cartuchera, un bordón para apoyarme en la cuesta y una linterna plateada con dos pilas grandes para iluminar el sendero en la oscuridad. Seríamos una docena de compañeros de la misma edad, guiados por un sacerdote que escalaba sin hablar en el camino, encargado de la misa de madrugada en las alturas. Iba de último, asegurándose que ninguno de nosotros se quedara o perdiera entre los extravíos. Hasta adelante iba el guía, un andariego profesional, que cobraba por el servicio, aunque no tengo idea de quien pagó mi parte.
Aguardamos en el corredor de la Municipalidad de Santa María de Jesús a que el sol se escondiera, conversando animados, luego de pasar cada uno a anotar en el libro de control, nombre, apellido y hora, con espacio para el cierre de regreso salvos y enteros.
Caminamos toda la noche, haciendo breves descansos para sentarnos en piedras o en la tierra a contemplar el firmamento, buscando entre las ramas de los árboles las escasas luces de la ciudad en ruinas. A alguien le faltó el aire. Hubo que ayudar al más débil, a quien cargamos a tuto por turnos, mientras otro se encargaba de la mochila. A medida que avanzábamos el frío se me metió en los huesos. La fila de escaladores con linternas prendidas, se fueron distanciando, adelante los más vigorosos y atrás los que se sofocaban o padecían de asma, hasta reunirnos en el principio de los pajonales, sin árboles ni raíces, solo arbustos, para arremeter la vertiente más empinada. Me puse el segundo suéter y temí morir congelado, por lo que me mantuve realizando ejercicios de calistenia para que no me vencieran el sueño ni el frío.
El sacerdote anunció el último esfuerzo, y el grupo se desbandó en desorden, cada quien por donde pudo, agarrándonos de las hojas filudas, compitiendo para llegar de primero a presenciar el milagro del paisaje al amanecer.
La impresión fue asombrosa e inolvidable. Al sur estaba el horizonte del océano Pacífico, al norte el valle de Panchoy, donde entre las ramas de gravileas de las fincas de café, destacaban las cúpulas de los templos, y me fue fácil identificar el campanario y creer que divisaba mi escondite en el techo de la casa. Aspiré agitado cuando el sol se mostró. No quise desayunar, ni puse siquiera el sartén en la fogata común. Después del rito religioso, cuando descansábamos en silencio contemplando la naturaleza, una voluta de humo salió repentinamente del cráter del Volcán de Fuego, y se elevó como una inmensa columna de humo que se desvaneció rápidamente. No pude intuir con certeza si aquel evento era mi bienvenida o despedida.
Al occidente se lucía erguida la cumbre inactiva del volcán de Acatenango, aprecié los picos sucesivos del cerro Pablo y el claro de maizales. En la vertiente opuesta e invisible estaba Yepocapa, el poblado mil veces destruido y enterrado por la ceniza de las erupciones, por las sacudidas de los terremotos y las sombras de los días de la guerra, porque esa fue la ruta clandestina que tomaron los muchachos para unirse a la insurgencia.
El retorno fue agotador y sin brillo, aunque fuimos más audaces y conversadores, y bajamos a la carrera. Al medio día, después de las campanadas, entré a casa con un brillo diferente en los ojos. No hicieron falta los comentarios. Dos premios me estaba aguardando, el llavín de la casa porque a partir de esa fecha ya podría entrar y salir a la calle a la hora que fuera, y las novelas completas de Julio Verne.
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