Giorgio de Chirico, El regreso de Ulises
De niña inventaba historias para sobrevivir. De seguro, como todos. Nada nuevo ahí. A veces, conseguía algo a cambio de esos pequeños cuentos, un pedazo de pastel, medio pan con jamón, unos gajos de naranja, un cuadrito de chocolate, copia en algún examen. Una de esas historias resultaba muy efectiva y popular, así que comprendí que solo debía narrar variantes divertidas de la misma para obtener lo que quería. Un caracol pequeñito vivía debajo de unas hojas enormes en el jardín. Tenía ahí todo lo que pudiera desear, humedad, protección, sol y sombra, insectos diminutos, gotitas de rocío al amanecer. Sin embargo, en las noches sin luna, moría por viajar, salir de su caparazón, convertirse en un astro del cielo. Las estrellas eran tan bellas y él, tan insignificante. “¡Si tan solo pudiera convertirme en un lucero!”, suspiraba. El espíritu duende del jardín lo escuchó una noche de navidad. “Te voy a conceder un regalo, porque tienes un corazón bueno”. “No estoy seguro de tener un corazón bueno”, pensó el caracol, al tiempo que sentía un calor brotar de su cuerpo. Un halo intenso de luz lo rodeaba y no lo dejaba ver con claridad. Pasado un tiempo, se acostumbró a su nueva intensidad y descubrió allá lejos un planeta, un territorio, un jardín, unas verdes hojas, su caparazón. “¡Soy la estrella de mi deseo!”, pensó y lloró. Allá abajo quedaba todo lo que era, lo que fue. ¿Y a qué no saben? Pues la luz, su propia luz, lo encandilaba y en lo único que pensaba era en emprender el viaje de regreso a la tierra de su corazón con el hallazgo de su verdad. El jardín quedaba demasiado lejos y el duende ya no podía escucharlo, así que se quedó viajando por el universo, brillando como una estrella, toda la eternidad. Unas niñas lloraban. Otras pensaban que el caracol era demasiado tonto. Yo me preguntaba en dónde había leído esa historia o cuándo la había soñado. El caracol se convertía con los días en sapo, en liebre, en niña; en lucero, en rey, en elefante, en hechicera. Y así ese viaje imaginario se transformó en una jornada que repasé incontables noches, lista para volverse moneda de cambio, simple trueque por alguna golosina.
Pero esta no es mi experiencia exclusiva, como dije. Siempre estamos emprendiendo viajes. Viajes reales, virtuales, imaginarios, inducidos. Hay personas que viajan toda la vida y ya no entienden esta sino en función de sus desplazamientos en el tiempo y la distancia. Otras, a pesar de ser bastante sedentarias, tenemos, de vez en cuando, la imperiosa necesidad de emprender un viaje: a la tierra donde nacimos, al sitio donde nos sentimos libres, a un rincón en donde nadie nos conozca, a algún paraje encantado como la orilla del mar. Quizá, esa urgencia sea una herencia genética, una huella ancestral de nuestro nómada pasado: un impulso más fuerte que nosotros por llegar a algún lugar, no importa cual, en donde podamos ser llanos y auténticos. De ida o de regreso.
Emprender un viaje, individual o colectivo, entonces, es una necesidad innata: un rito de purificación del cual se va a emerger renovado como ser humano. Es un programa en nuestro código genético que iniciamos con una carencia: con un rechazo de nosotros mismos o de lo que hacemos. Así, llegar al lugar que nos proponemos se torna secundario, lo esencial es realizar la jornada de regreso, a nuestro centro. Alcanzar o identificar nuestro destino ya es ganancia: un triunfo al esfuerzo de desplazarnos más allá de nuestro mínimo escenario original. Como es usual, esta condición humana se refleja como tema fundamental en el arte.
Hace algunos años, la mexicana María Teresa Hincapié emprendió la caminata como un ritual performático hacia el pueblo de los Tarahumara desde la Ciudad de México. Su idea era retomar la práctica milenaria del desplazamiento en la vida contemporánea. Un viaje hacia lo que soñamos puede darnos o no la respuesta, pero no podemos quedarnos con la duda o las ganas de emprenderlo. Esa performance fue celebrada por los medios en su momento y auguró las grandes caminatas actuales de los migrantes en todo el planeta hacia el hogar -uno que no sea el propio, mas represente la dignidad, un espacio en donde la educación, la protección, la salud y la serenidad estén garantizadas. La mexicana se asemejó sin quererlo a la mujer que pintó Delacroix en su significativo lienzo La libertad guiando al pueblo.
El viaje resulta quizás el motivo más recurrente en todas las manifestaciones artísticas y culturales de la humanidad. Recuerdo el asombro que me ocasionaba el éxodo de los judíos en la Biblia, sus sufrimientos, sus búsquedas y sus recompensas. Y qué decir de la jornada de Ulises de regreso a su amada Ítaca. Pone de manifiesto el heroísmo que requiere ese viaje final hacia uno mismo, hacia el origen y la exploración de sus motivos más íntimos para haberse alejado del hogar. Ahora pienso que, a lo mejor, de una manera muy silvestre, mi pobre historia del caracol se adentraba sin querer en la conciencia de mis interlocutoras niñas, por lo que se apresuraban a compartir conmigo su merienda para que yo no alborotara sus recién estrenadas psiquis y me fuera con mis historias a otra parte. A pesar de todo, unos pocos días después, venían a preguntarme si tenía un cuento nuevo qué contarles. Mi limitado repertorio se detenía en variantes del mismo relato o de otros, mas reiteraba la noción de que el viaje adentro puede ser tan hermoso como el de las grandes cruzadas. Y tan heroico. En Las mil y una noches hay muchas historias de desplazamientos. Hay una hermosa que recuerdo de una princesa oriental que abandona su casa para ir a buscar la Isla de la Verdad, porque ahí va a encontrar las respuestas a todas sus preguntas… Otra bella leyenda de un viaje eterno la descubrí estudiando el origen de las palabras.
Cuentan que para el Renacimiento en Italia y otros centros medulares para el desarrollo del arte la mano de obra escaseaba. Los ayudantes de los grandes artistas no se daban abasto para servir a tantos maestros. Armaban bastidores, desbastaban grandes trozos de mármol, curaban lienzos, preparaban colores, incluso, pintaban las manchas iniciales de los grandes cuadros. Los artistas recordaron entonces a los artesanos egipcios como personas muy cuidadosas y dedicadas, así que pidieron a los grandes señores en las cortes donde servían que mandaran a traer a algunos “egiptanos”, como se les llamaba en la época. Los artesanos emprendieron su primera jornada hacia un nomadismo eterno. Salieron de su tierra cargados solo con sus herramientas de trabajo, sus animales y sus carretas con sus familias y sus pocas posesiones. Llegaron a Italia y trabajaron. Se constituyeron en la fuerza de trabajo detrás de uno de los más importantes movimientos culturales producido en Europa en los siglos XV y XVII. Es decir que unos sencillos desterrados apoyaron con sus labores aquella renovación de las artes e incluso de las ciencias. Cuando todo terminó, dos o tres generaciones más tarde, los egiptanos ya no conocían el camino de regreso, así que emprendieron su jornada hacia cualquier parte por el resto de Europa, para empezar, y por el mundo, muchos años más tarde. En su viaje, adquirieron fama, leyenda, identidad, una dudosa reputación y perdieron algunas letras en su nombre. De egiptanos, botaron la e y la p y continúan su aventura como gitanos.
Gitanos nómadas
En realidad, tales viajes no se completan sino en el propio interior del ser: el viaje vital, la fuga de uno mismo, no termina nunca. A eso se debe que el viaje es símbolo. De la búsqueda, de la verdad, de la paz, de la inmortalidad, de lo espiritual. Tanto en el imaginario oriental como en el occidental, a través de la historia, se han organizado viajes en aras de lugares edénicos. Los viajes de los vikingos, de Marco Polo, de Colón, de los navegantes portugueses, de los cosmonautas a la luna, de Ponce De León. Un poco más actual, la famosa Ruta 66 en los Estados Unidos se constituyó en la vía del sueño de progreso de los inmigrantes que iban al Oeste. Por donde indaguemos y aún sin buscar, la historia está atravesada de rutas reales y otras no tan evidentes, de viajes y periplos de quienes nos precedieron y que nos conforman en quienes somos.
En la facultad me encontré obras trascendentales cuyas jornadas de lectura han contribuido a la formación intelectual de la humanidad. Los autores mismos han emprendido un proceso catártico escribiéndolas y un viaje hacia sus propis laberintos. Del viaje a su subconsciente han regresado, casi sin querer, con una obra desconocida para ellos mismos, entre las manos. La divina comedia de Dante, Viaje sentimental de Sterne, las novelas de Verne -hacia la luna, alrededor de la Tierra o a su centro, En el camino de Kerouac, Los viajes de Gulliver de Swift, El señor de los anillos de Tolkien, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, La isla del tesoro de Stevenson, El Danubio de Claudio Magris, Una sombra ya pronto serás de Oswaldo Soriano, El vagabundo de las islas y El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Ulises de Joyce, Rayuela de Cortázar, Don Quijote de Cervantes, Los ríos profundos de Arguedas, Fiesta (The sun also rises) de Hemingway, El dios de las pequeñas cosas de Arundhati Roy, por citar algunas, son obras cuyas travesías han horadado la conciencia colectiva.
George Sand escribió alguna vez que sus viajes más bellos, los más dulces, los había realizado al calor del hogar, con los pies en la ceniza caliente de la chimenea y los codos reposando en los brazos desgastados del sillón de su abuela. Leyendo. Y es que se puede viajar sin salir de casa. Meditando, recordando, solazándose en las aventuras de un libro, buscando en nuestras profundidades la luz que añoraba el caracol de mi historia de niña.
En un sentido filosófico, el viaje es signo y símbolo de un perpetuo rechazo de uno mismo, de su existencia, de búsqueda y entonces, se puede concluir que el único viaje válido y acaso, el más revelador, es aquel que realiza el ser humano hacia las profundidades de su esencia, si se decide por fin a emprenderlo.
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