Ilustración: Amílcar Rodas
El mundo ancho y abierto le abrió los brazos a Mario Monteforte Toledo, quien nunca se conformó con el destino chato en la patria, no aceptó freno ni frontera, y encontró el escape y realización en el sueño de la Literatura, en la ficción trascendente, en el poder de la imaginación.
Guatemala se destruyó tras los terremotos de 1917. La ciudad de adobe quedó postrada, convertida en escombros. Los campos de la feria y canchas deportivas dieron su acogida en champas de refugiados a un pueblo herido por la fuerza telúrica, y ahí, entre cartones, mantas y láminas, surgió el primer gran efecto democratizador: cuerpos de jóvenes de diferentes clases sociales se fundieron en amores clandestinos, dando rienda suelta a una experiencia transformadora. La tertulia del terremoto alimentó entre escombros a la nueva generación. Monteforte Toledo era todavía un niño, pero el cataclismo le abrió las puertas a la experiencia del ocio en los barrancos, tras decretarse oficialmente la suspensión de la actividad escolar. Anduvo caminando en compañía de niños sin fortuna, descalzos y descamisados, soñadores, que despertaron la magia y avivaron su ilusión de vagabundo. En La cueva sin quietud dejó constancia de su fascinación por López, el protagonista de El que enseñaba sueños, ese niño pobre que lo llevó de la mano por el mundo real, demostrándole que siempre es posible viajar con la imaginación.
Monteforte era apenas un adolescente cuando cayó el tirano Manuel Estrada Cabrera. El padre de Mario era de origen mediterráneo y trabajaba oscuramente a la sombra del régimen, y la madre muy guatemalteca, ajena a los acontecimientos y al discurrir de la política. El futuro escritor, imbuido por la acción colectiva, se enfrentó rebelde al padre y huyó del hogar, según lo narraba ante una copa de vino, pero en ello había también algo de ficción o de deseos insatisfechos. Se acababa de desmoronar el reino del terror, y se perseguía a los lacayos y confidentes, a traidores y conspiradores. Él abominó de raíz su vínculo con tales páginas negras de la historia.

Años más tarde, siendo un político importante, fue agredido en la temida columna periodística de Clemente Marroquín Rojas, toda una institución de la época, quien sacó a relucir el oscuro pasado del padre de Monteforte; así que ofendido en su amor propio no lo desmintió, sino lo retó a duelo. El precoz joven soñador, según él contaba como hubiera querido que sucediera, se embarcó de polisón y partió hacia Nueva Orleáns, donde aprendió el idioma inglés y se empleó de cuidador de caballos; pero en realidad fue acarreado por el padre que escapaba del juicio social. En su conversación, Monteforte borró tal explicación, y se recordaba viviendo solo, como personaje de las novelas de Charles Dickens, entre caballos finos, ayudado por un noble gringo que le abrió la puerta de los establos. De allí surgió su amor por los cuadrúpedos que fueron ancla y carga en sus futuros traslados. Antes de morir pidió que lo llevaran a despedirse de su caballo. Le gustaba montar, como los caballeros de otra época. En el Ecuador, ya en su etapa de vejez y huyendo de un matrimonio que se fue a la deriva, pidió posada al pintor Guayasamín, quien le ofreció acogida en un pequeño apartamento en su jardín. La sorpresa fue inmensa cuando el pintor vio llegar a Mario con sus bártulos y el inmenso caballo blanco.
Monteforte Toledo contaba que durante su estancia en Nueva Orleáns se reportaba con su madre en Guatemala por correo, para tranquilizarla, enviando cartas y postales desde lejanos e incongruentes puertos gracias a la solidaridad de los marinos, para evitar así ser localizado. En realidad, estaba borrando de la memoria la figura del padre, prefería encontrarse a sí mismo viajando por todo el mundo, como aprendió de López. Más adelante simplificó el apellido “Di livio Monteforte”, y destacó el apellido materno, Toledo. Se quiere arrancar las raíces, borrar un capítulo angustioso en la Italia que durante una breve estancia de niño le supo tan ajena.
En sus memorias frustradas también evadió el tema. Apenas dejó resbalar una imagen del padre atendiendo a un amigo, orgulloso de las grandezas de su primogénito, el rubio, mientras que a él lo presentaba simplemente como “el otro”, el de aquí. Algunas páginas permanecieron, el resto de sus memorias se esfumaron dentro de un disco duro de una computadora enferma que borró de verdad o como excusa un pasado que le costaba mucho enfrentar.
La aventura de su viaje juvenil terminaba al ser descubierto por conocidos de la familia en la ciudad de Nuevo Orleans y obligado a regresar a Guatemala.
Aquellos primeros tiempos de vida independiente, en la realidad o en el sueño, lo dejaron marcado para siempre. El resto de su vida pasó reviviendo aquella misma acción voluntariosa. Trascendió los días en la cárcel, los matrimonios, empleos y oficios. Lo suyo eran las letras y la independencia plena, hacer lo que se le diera la gana, retar al infinito.
De vuelta en el país natal se sumerge en los libros como desesperado. Le apasionan las novelas folletinescas en moda del colombiano Vargas Vila, así como los textos básicos de la literatura mundial, los novelistas del siglo XIX y los novedosos EE Cummings, Musil, Joyce. Cuando le entraba la nostalgia, contaba que en aquellos días dorados se juntaba con un grupo de amigos a leer y desentrañar el Ulises en la edición original inglesa, antes o después de ir a perderse entre los encajes de las mujeres en el burdel de “las francesas”. La combinación de lecturas le permitió entender la necesidad de un argumento dialécticamente estructurado, sumado al hecho de contar bien, describiendo lo que está allí, pero nadie nota, para conmover al lector. Y en el entorno descubre la selva, goza la aventura de recorrer con amigos el río Usumacinta hasta su desembocadura. En su imaginación quedó grabada la selva petenera, el murmullo del silencio, la vida de los insectos y lagartos que nadan sigilosos entre piedras y ramas sueltas. Anaité es su novela de los días de la selva. Una obra inicial, su delimitación territorial, la constancia de un mundo vivo que no duraría mucho en su estado natural, su primer ejercicio novelesco tras la lectura de moda de la obra en moda de José Eustaquio Rivera, La vorágine.
Termina su carrera de abogado en la Guatemala provinciana y se marcha a Francia en los años treinta, entre guerras, a vivir intensamente, gozar de los placeres, los buenos vinos, las fragancias, la comida y la elegancia de una Europa en crisis, empobrecida por el drama bélico. Una escasa asignación mensual de pobre, le permitió vivir en París como millonario, mientras sus estudios en el campo de la sociología complicaron sus señas de identidad.
En su novela de madurez, Unas vísperas muy largas, regresa a dichos tiempos con una nostalgia renovadora, que sacude y asombra, porque la visión de la vida intensa deviene de los albores de la muerte.
Y llegó el día en que tuvo que volver, ya contando con un doctorado irrelevante en Guatemala, decidido a encontrar y descubrir lo que consideraba propio, como si tal cosa fuera posible, y se sumergió en el profundo mundo indígena en Sololá, desde cuyos alrededores se contempla el lago de Atitlán. De París al mundo Maya, oscuro y enigmático, donde experimenta con gran intensidad la realidad de dos mundos que se encuentran, pero no se juntan. La civilización y la vida primigenia de una población marginada. Se involucra en aventura pasional con una mujer Tzutuhil, con quien tiene una hija a quien bautiza con nombre cristiano y luego cambia por Morena. Con la joven Chavajay vive una crisis de amor ilícito y ruptura romántica que lo marcarán para siempre. De tal experiencia resultaron las novelas más intensas de su primera época: Entre la piedra y la cruz y Donde acaban los caminos, obras en las cuales se hace presente el leitmotiv de “aparte son los ladinos y aparte los naturales”.
Regresa a la capital y se marcha a los Estados Unidos, donde se prepara para participar en la Segunda Guerra Mundial, pero se salva en el último momento, cuando ya es experto en tiro, porque el conflicto llegó a su fin. Tuvo la opción, pero se negó a aceptar la ciudadanía norteamericana y regresó a Guatemala, atraído por la tierra, en los días cuando sucede el acontecimiento de la Revolución Guatemalteca. Toma partido, se involucra en la acción ciudadana, juega un papel cívico como presidente del Congreso, y vicepresidente de la nación, y, posteriormente, es nombrado embajador ante las Naciones Unidas en Nueva York. La ilusión duró lo que dura el sueño, una década de cambios y turbulencia durante la cual publica con intensidad en El Libro de Guatemala, una colección de alta calidad iniciada por la Municipalidad de Guatemala y continuada por el Ministerio de Educación, donde se contó con la asistencia editorial de Bartolomé de Costa-Amic, con ilustraciones entrañables, en tirajes relativamente grandes (muy superiores a las ediciones nacionales contemporáneas). De Monteforte fueron los títulos 2 (Anaité), 5 (Entre la Piedra y la Cruz) y 11 (La cueva sin quietud). En dicha colección también publicó Luis Cardoza y Aragón su Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, con el número 4, y fue la envidia de Miguel Ángel Asturias, a quien se le negó el amparo, y sería por eso que la edición original de la novela El señor Presidente se publicó en México en edición pagada por el futuro Premio Nóbel, bajo el sello de Costa-Amic, en una edición que emulaba la colección nacional que lo dejó fuera.
El ocaso de la década revolucionaria y advenimiento de la Liberación significaron para nuestro escritor un viaje a la cárcel. Monteforte contaba con añoranza y humor sus días de prisionero, porque cada mañana le llevaban de su casa la comida caliente en un azafate, y se mantuvo dedicado a la lectura y la charla animada con otros prisioneros políticos, convirtiéndose en una tertulia obligada que duró 9 meses, hasta cuando se le abrió el camino del destierro, que concluyó en México, país donde se estableció y dedicó a la docencia universitaria en la UNAM. El autor comentaba entre copas de vino, con memoria fresca, el momento insólito cuando en los tiempos del dictador Ubico fue expulsado por primara vez, siendo obligado a atravesar el río Suchiate. Del otro lado fue recibido con los brazos abiertos y solidarios por un grupo de jóvenes intelectuales mexicanos. Era el tiempo, cuando los ciudadanos mexicanos daban la bienvenida y ayudaban a los hermanos guatemaltecos. Monteforte se plantea las contradicciones y escribe la novela: Una manera de morir. Novela urbana, que se ramifica y desdobla, que retrata a la Guatemala del medio siglo y plantea los cuestionamientos de la disidencia, dada la “capacidad para no someterse” de los hombres libres. La obra fue tachada por algunos de ideológicamente revisionista, de acto de traición, aparte del contenido conformista y resignado, por lo que el autor tuvo que pagar la factura. Con esta novela Monteforte se salió de la olla por completo, rechazaba toda ortodoxia y se ganó el ingreso a la soledad. La novela reconstruye el caso de persecución de José Revueltas en México, asfixiado por el Partido Comunista hasta que inclinó la cabeza. La obra ocasionó todo tipo de enfrentamientos y lamentables reacciones injustas. La comunidad guatemalteca en el exilio lo apartó de su seno, y la novela no recorrió más camino que el logrado con obtener un premio en Nueva York, algunas traducciones (incluyendo la francesa en la Editorial Gallimard) porque su autor impidió el desarrollo queriendo salvaguardar una imagen que se le escurría entre los dedos de las manos.
Mario contaba con tristeza la alegría trucada en decepción cuando se presentó al set de filmación de la película, y se dio de bruces con un cuadro de Stalin precediendo la sede del sindicato. Sintió que fuerzas reaccionarias lo estaban utilizando, e impidió su desarrollo, así como rechazó ofertas para el lanzamiento masivo de la obra, porque la editorial le exigió suprimir las páginas donde criticaba a la Iglesia. La novela, a pesar de su resistencia, se publicó en España y se tradujo a diversas lenguas.
Los guatemaltecos en el exilio contaban la historia de la vez cuando Monteforte llegó a una reunión social, tras haber sido publicada Una manera de morir, desatando la ironía de Augusto Monterroso, quien al recibirlo dijo en voz alta que su nueva novela tenía el título equivocado, porque debió llamarse Una manera de vivir. Se desató la furia mediterránea y llegaron a las manadas, en un hecho que significó su expulsión definitiva del seno nacional.
En 1997, Monteforte Toledo experimentó otro ataque de furia cuando al llegar invitado a la actividad de Les belles étrangéres en París, se encontró que la Editorial Gallimard había reeditado sin pedirle autorización la obra en cuestión, oponiéndose férreamente.
Y como colofón al hecho, recuerdo una noche que llegó a mi casa con un ejemplar caliente de su última novela publicada por Alfaguara, Los adoradores de la muerte, con una dedicatoria escrita con la mano evidentemente temblorosa. Resignado a las inclemencias de la novela que se convirtió en el parte aguas de su vida, me desplegó la solapa, donde la editorial junto a sus datos mínimos biográficos había confundido el título de la dichosa novela por Una manera de vivir. Ya no se podía hacer nada, fue como atragantarse sintiendo el puñal atravesándole el corazón.
Mario Monteforte Toledo hizo su vida adulta en México. En el Distrito Federal formó una familia, hizo amigos y se regularizó en un empleo como docente e investigador universitario. Viajó por todo el mundo y presenció los grandes cambios del siglo, la juventud de mayo, el mundo de las drogas, Vietnam, la liberación sexual. En Latinoamérica se emprendía la gran batalla fallida. Cuba y la muerte del Che eran el tema candente. Su obra de dicho período correspondió más a libros de investigación, mientras sus novelas Los desencontrados y Llegaron del mar, son el registro de las nuevas sorpresas, de quien se siente más o menos extraño en mundo ajeno o analiza en el descubrimiento de América el origen de nuestra tragedia.
En un nuevo arranque de independencia, Monteforte Toledo sorprende abandonando el espacio que había conquistado en México y retorna anciano a su patria. Han pasado treinta y tantos años de alejamiento. Lo respalda una vida entera dedicado al oficio de las letras. En Guatemala asume pronto una acción revoltosa. Impulsa el arte, organiza concursos literarios, promueve el teatro, participa en la reactivación de la cultura guatemalteca tan apagada durante el conflicto interno. Logra hacer él solo, lo que los gobiernos no pudieron impulsar en décadas. Demanda el trato digno para los autores.
El retorno estimula también su propia creación y escribe dos nuevos libros de cuentos: La isla de las navajas y Los cuentos de la Biblia, y una novela de plenitud: Unas vísperas muy largas, en la que le preocupan las grandes preguntas de todos los tiempos, de la vida y la muerte. En la autobiográfica y cosmopolita novela plantea como destino del hombre libre, la soledad y el vacío, proponiendo como único goce posible la experimentación inmediata de los sentidos, vivir intensamente, amar, luchar en contra de la corriente, avanzar aunque ya se sepa que la muerte gana al final la batalla.
Su última novela, Los adoradores de la muerte, es una metáfora imaginativa y cruel sobre la vida, inspirada en los hechos dramáticos del suicidio colectivo en Guyana de la secta de Jim Jones. El hombre huye del terror a que es sometido por la familia, la escuela y la Iglesia, huye de la obediencia y servilismo, hacia la esperanza en la aventura. Un libro donde al estilo de las primeras lecturas de Vargas Vila, Monteforte plantea el cuestionamiento de si la vida es una forma de esclavitud, entonces la muerte voluntaria es el medio de liberación. En lugar de tratarse de un niño viajando a Nueva Orleáns, es un fanático religioso norteamericano buscando el mundo primigenio, la selva, tan en línea con Anaité. El principio y el fin entrelazados por la aventura de seres vivos en medio de la selva.
La obra de ficción de Mario Monteforte Toledo trasciende las vivencias de un hombre orientado a la aventura y la libertad, es testimonio de su experiencia mundana. Una obra congruente, de quien nunca se rindió ante ortodoxia alguna, que creía en la imaginación, que recomendaba humildad a los jóvenes autores, porque todos venimos de otros, y hay que aprender a respetar a quienes nos preceden, porque “cada quien sabe cómo mata sus pulgas y a quién le echa la culpa de sus fracasos”.
Mario Monteforte Toledo falleció en el 2003, luego de resignarse a desaparecer tras entrar en conciencia de que su tiempo había terminado. Sus últimas lecturas lo tenían rejuvenecido, asombrando por el ingenio de Rubén Fonseca en El enfermo Moliére, y el don de Raymond Carver en sus cuentos completos. En el 2009 se publicaron sus obras completas, incluyendo Una manera de morir.
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