El jaguar se deslizó sin hacer ruido, pisando las hojas secas por el extravío y las piedras al borde del riachuelo, consciente de mi presencia, convertido en piedra. La luz de luna reflejó su energía de fiera, iluminó las garras sólidas y el cuello elástico, amenazantes las quijadas poderosas del gato grande no domesticado. Bebió agua de la corriente limpia y de medio lado me clavó la mirada. Giró con elegancia y fue hacia mí, y cuando estuvo a un brazo de distancia soltó un rugido que me despertó a la realidad, en el camastrón extraño y estrecho, en una habitación de adobe con techo alto y en tinieblas. Al lado quedaba la bodega con sacos apilados con maíz lleno de gorgojos y piedras. El ambiente olía a jarrilla de café hirviendo y calcetines. Una especie de murmullo debajo del catre me inquietó.
Habíamos vagado con las mochilas tras internarnos en los cerros y hondonadas, llevando sacos de dormir, lámparas de gas, ropa gruesa para evitar los cortes por el filo de las hojas, buscando descansar en medio de la nada, en los días sin lluvia y con los primeros vientos de la temporada fría, para recorrer el mundo primigenio a unos pocos kilómetros de la Antigua, donde la tierra estaba sin cultivar y se destinaba a la cacería. Dimos vueltas y vueltas, y llegamos tras ocho horas de esfuerzo al punto de partida. El administrador nos dirigió al casco de la finca, no a la casa patronal sino al sector de las bodegas, para que pernoctáramos en un espacio seguro.
—No hay que andar por el monte sin guía.
Agradecimos la cortesía y comimos los frijoles con tortilla y huevos fritos hasta chuparnos las yemas de los dedos. La niña que llevó las ollas y las escudillas de barro no reveló su mirada, puso todo al centro y se alejó, caminando para atrás como en los templos ante imágenes consagradas, con pavor. El administrador pudo habernos deparado las celdas vacías que se usan para la cosecha, con acceso a las letrinas, pero nos vio caras de estudiantes con buenas intenciones y prefirió tenernos cerca.
Mi hermano se quedó en el cuarto compartido, con el grupo, pero yo me aparté, porque no tengo miedo a las arañas y preferí la privacidad en vacaciones, pero tras el sueño del jaguar estuve respirando con fuerza y fui percibiendo ese ruidito que no provenía de los muros sino del piso, y con la vista acostumbrada a la oscuridad, todavía pensando en los ojos amenazantes de la fiera, descubrí que algo espeso se movía sobre los ladrillos de barro. Era una substancia móvil, como oleaje de mar. Estiré la mano por la cadena de la lámpara para hacer que se hiciera la luz, y entonces contemplé el prodigio de centenares de cucarachas cubriendo el piso como alfombra viscosa, encima de mis botas, de todo lo que encontraban a su paso, que por efecto de la iluminación se espantaron y desaparecieron en segundos, en un dos por tres. Apagué la luz y estuve atento, y cuando la mancha de cucarachas reanudó el cuchicheo exploratorio, volví a espantarlas con la luz artificial. Decidí dormir con la lámpara prendida, aunque ya sabía que estaba rodeado de una multitud al acecho, y que aquella turba podría cubrirme en un dos por tres, limitando mis posibilidades reales de sobrevivencia. Relacioné al jaguar con las cucarachas, y sentí que el sueño era uno solo.
Al amanecer, busqué a los demás, a quienes encontré escuchando historias del administrador viejo, de bigote espeso, pelo entrecano, que fumaba un puro elaborado con hojas de higo y estaba contando que en realidad era carpintero, que su mayor obra había sido la talla en caoba de los marcos de los cuadros de la Pasión del Calvario, cuando se renovaron los apolillados. Pero las vueltas de la vida lo habían devuelto al campo.
—Ustedes tienen suerte —expresó—, porque yo podría haber sido un asesino o caníbal y aprovecharme de ustedes.
No hubo risas ni inquietud, hablaba para pasarse de listo. Nada malo había sucedido en Pastores, San Luis las Carretas, San Lorenzo el Cubo, San Antonio Aguas Calientes o Parramos, salvo cuando después del terremoto de 1873, Justo Rufino Barrios saliendo de su boda mandó a fusilar en un lateral de la iglesia a los saqueadores que anduvieron hurtando bienes entre escombros, porque acarrearon con espejos, ropa, joyas, gallinas, cabras y vacas, para comer sin trabajar.
—Los detuve porque ustedes me recuerdan a otro grupo que pasó por acá hace algunos años, cuando ustedes ni siquiera habían nacido, y sin pedir permiso se metieron entre los árboles, y no regresaron nunca más. Eran siete, y pasado el tiempo me topé con sus restos dispersos, chupado el pellejo y masticados los huesos por los coches de monte y mapaches, porque se deben de haber perdido y murieron de hambre.
Vi el rostro asustado de mi hermano, convencido de abandonar el paseo cuanto antes para regresar a la ciudad.
—Pero todos seremos comida de los gusanos tarde o temprano —añadió.
Agradecimos sus atenciones y dijimos que nada nos detendría, que íbamos a recorrer el Jute y estaríamos de vuelta en una semana. Cargamos nuestros chunches y volvimos a meternos entre la vegetación espesa, por donde habíamos empezado a subir sin brújula la mañana previa. Caminamos y caminamos, a veces a oscuras bajo las copas espesas, o claro cuando el sol se filtraba entre las ramas, mientras mi hermano me recriminaba la inconciencia.
—Vamos a morir y nadie podrá encontrar nuestros pedazos.
—Tal vez.
Como a las tres de la tarde, ya agotados, reconocimos el terreno descampado al que habíamos llegado exhaustos, un sitio apropiado para levantar las carpas y refugios con ramas, y prender la fogata. Estábamos de vuelta en el punto de partida. Si continuábamos recto llegaríamos al casco de la finca, donde estaba el viejo administrador, o al descender por el camino de terracería, encontraríamos la carretera asfaltada y podríamos tomar el bus que viene de Chimaltenango y pasa cada hora sonando la bocina, para estar de vuelta en casa antes del anochecer. Los primeros barriletes ya se encumbraban en el Cerro de la Cruz. Las muchachas estarían dando vueltas al parque. Comida caliente y cine.
Mi hermano y yo preferimos tomar la ruta de vuelta a la civilización.
—Cobardes —nos dijeron.
Ellos estaban cansados, y decidieron acampar allí mismo, aunque fuera casi en medio del patio de la finca, y nosotros desertamos, sin vergüenza, corriendo y sin aliento por culpa de las pesadillas.
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