Una visita a un Museo que fue de Arqueología y Etnología

Carlos Navarrete, arqueólogo, antropólogo, historiador, escritor y uno de los intelectuales de referencia en el país, hace una visita al Museo Nacional de Arqueología y Etnología, ahora Museo de Arte Maya luego de la renovación a la que lo sometieron en 2023 las pasadas autoridades del Ministerio de Cultura. Lo encontró convertido en "una gran vitrina de objetos bonitos", más bien dirigido a satisfacer la oferta turística que a contribuir al conocimiento de la historia.

Carlos Navarrete Cáceres

abril 7, 2024 - Actualizado abril 7, 2024

Cada vez que regreso a Guatemala la visita al Museo Nacional de Arqueología y Etnología es penitencial. Ejercicio de siempre aprender, de ponerse al día, de recordar un pasado en continuo descubrimiento.

La sorpresa inicial fue leer: “Museo de Arte Maya”, letrero que opaca al anterior: “Museo Nacional de Arqueología y Etnología”. La segunda sorpresa sucedió al recorrer las salas de exhibición y comprobar que, quienes proyectaron los cambios museográficos lograron su propósito: invisibilizar la historia y como recinto de arte convertirlo en una gran vitrina de objetos “bonitos”, más dedicada a satisfacer un renglón de la oferta turística manipulada por la eterna élite conservadora-neoliberal, que en contribuir a la educación de los escolares y de quienes acuden en busca de conocer de cerca la historia expuesta. Vanidades ministeriales y obediencia ciega de museógrafos y de algunos “profesionales de lo antiguo”, sepultaron una parte de la historia de Guatemala y la posibilidad de entender en vivo la riqueza cultural de los pueblos originarios.

Parece a propósito: la escasa información que contienen las cédulas de las piezas son un tormento para los ojos debido a la pequeñez de las letras y al contraste del color de fondo. Leer “Costa Sur”, “Figura Humana” o “Piedra tallada” a un objeto que se está viendo no aporta nada.

Muchas piezas de relación complementaria fueron separadas, haciéndoles perder la unidad conceptual que compartían. Por ejemplo, la similitud simbólica entre dos esculturas de serpiente provenientes de Pasaco. Una reposa en forma de altar en contacto con la tierra, la otra está enrollada, en bulto, se levanta en espiral como el viento y el huracán. Como arte sorprende que los rasgos -lengua, cejas, colmillos, decoración del cuerpo- sean exactos en ambas piezas: talla semejante, excelencia de formas y de mensaje ahora separadas. Una yace solitaria entre piezas varias, la otra en medio de dos estelas de Tierras Bajas; ni la distancia geográfica, ni cronológica, ni de origen cultural respetaron.

Máscara de serpiente emplumada, Museo Nacional de Arqueología y Etnología, Guatemala. Wikimedia Commons

Costa Rica y Colombia dedican museos especializados para exhibir la riqueza en oro prehispánico que posee su arqueología. No son vitrinas, son museos para educar ¿Por qué en Guatemala desapareció como conjunto la estupenda sala con la colección de jades? La fama mundial de que goza el jade antiguo de Guatemala debe potencializarse y contribuir al orgullo positivo de un pueblo urgido de reconstruirse históricamente. Se perdió el impacto visual del bello jade de Nebaj, así como del conjunto de máscaras de Takalik Abaj.

Y hablando de orgullo y pedagogía museográfica, otra desaparición sensible ocurrió con el mural de San Bartolo, reproducido a escala. Contaba con una detallada explicación por medio de un equipo de sonido, y el público podía enterarse del contenido que guarda la pintura mural más importante del Preclásico Maya.

Quitaron de exposición piezas emblemáticas relacionadas con la historia del Museo. Ha de haberles parecido feo el Monumento 4 de Kaminal Juyú, escultura fundadora del primer Museo de arqueología, el de la Casa de Té de la Aurora, organizado a principios de los treinta por el Lic. J. Antonio Villacorta. Figura en todas las publicaciones dedicadas a la escultura de aquel lugar.

Igualmente feo pudo parecerles el obeso enmascarado que porta un fémur en la mano -Monumento 15 de Kaminal Juyú-. Ejemplo de un tipo de esculturas propio de la arqueología del Altiplano Central de Guatemala y de la Costa del Pacífico, desde Chiapas a El Salvador. Dicha pieza ha sido interpretada como representación de un sacerdote sacrificador o de una deidad desollada, de acuerdo a los amarres que presenta. De ser el caso sería la representación mesoamericana más antigua con estas características, mucho antes que el Xipe Totec teotihuacano-mexica.

Quitaron el altar que representa un tapir, escultura realista de ese animal tan importante en Mesoamérica relacionado con el culto al agua. Y quizá por parecerles “inmoral” escondieron la escultura de un hombre masturbándose de época posclásica, procedente de la Costa Sur. Testimonio valioso de un ritual de fertilización relacionado con el ceremonial propiciatorio a la tierra antes de sembrarse.

Quitaron el cráneo maravillosamente labrado procedente de Kaminal Juyú. Pieza única, perteneciente a la fase Esperanza de gran importancia para los arqueólogos por ser una época -250-500, d.C-, de fuertes relaciones comerciales con Teotihuacan. En esta misma forma y como objetos preciosos de dicha relación se contaba con el grupo de vasijas de extraordinaria calidad, tipo “anaranjado delgado”, de las que dejaron únicamente un perro que ahora duerme su soledad. En México los arqueólogos comentan: “En Guatemala se exhiben algunas de las mejores piezas de esta cerámica, como son la gran vasija con figura humana y las características vasijas de ‘tapadera de faldón’, cuya producción controlaba Teotihuacan”.

Desintegrado quedo el ajuar de uno de los señores kakchiqueles descubierto por J. Guillemin en el Templo 3 de Iximche. La diadema de oro puesta en un maniquí no se entiende culturalmente sin el collar de jaguares, también de oro y el brazalete de hueso labrado con “diseños mexicanos”; juntos constituyen una muestra del atuendo que portaban los grandes señores, acorde con la moda mesoamericana de entonces, aparte del simbolismo que guardan unidas. Como información arqueológica vale compararlos con los diseños de los murales, ahora perdidos, que decoraban el templo en donde apareció el entierro.

Reconstrucción de Tikal, siglo VIII. Maqueta de Alfredo Mackenney. Wikimedia Commons

Como arqueólogo guatemalteco me duele una doble injusticia cometida a dos personalidades, indispensables en la historia del museo y de la arqueología nacional.

La primera, haber quitado el nombre de Dora Guerra de González al auditorio. Sin restarle méritos a Daniel Aquino, la trayectoria de Dora Guerra como directora del Museo fue impar. Arranca desde 1963 cuando Edwin N. Shook la llevó junto con el joven Jean Pierre Laporte a la bodega con el propósito de que ayudaran en la revisión total de las colecciones, y si realmente querían ser arqueólogos que conocieran primero los materiales guatemaltecos. Vaya que aprendieron a conocerlos: por sus manos pasaron pieza por pieza de aquella inmensa bodega.

Años después la licenciada Guerra, como directora del museo, reguló el ingreso de las personas a la bodega, mantuvo el orden de las colecciones, se opuso a su privatización, limitó la salida de piezas para exhibiciones en el extranjero, le dio sede a la realización del primer Simposio de Investigaciones Arqueológicas en Guatemala y a las siguientes, se preocupó por la restauración de piezas, exigió la devolución de muchas y amplió la sala de exhibición de jades, entre más cosas. Hay páginas publicadas elogiando la labor que emprendió.

Quienes borraron su nombre del auditorio lo hicieron por oportunismo político e ignorancia. Deberá ser restituido.

Un pecado de lesa cultura que raya en descortesía e ignorancia: haber quitado las maquetas elaboradas con pleno conocimiento de estudio por el doctor Alfredo Mackenney, un apasionado de la arqueología, de la historia nacional y de las tradiciones populares.

Molesta la falta de cortesía hacia un vulcanólogo que tanto ha aportado a Guatemala. En términos jurídicos el acto se llamaría “desalojo”. Lastimaron el conjunto, las mal embodegaron y tuvieron la mala educación de no brindarle transporte para rescatarlas. No creo que se disculpen.

Las maquetas de Mackenney son historia viva, un corte en el tiempo, se detienen un día en la vida de aquellos centros urbanos. Nada sobra, ninguna figura está al azar. Los pequeños personajes cumplen funciones diferentes. Hay grupos de comerciantes, sacerdotes oficiando, ceremonias, paseantes, peregrinos, constructores, cortejos de señores, se palpan los productos. Solo falta el murmullo. Maquetas trabajadas con cariño y sabiduría.

La de Tikal la sustituyeron con una maqueta insípida, de reluciente plástico. Formas rígidas, sin alma, sin mensaje.

Las maquetas de Alfredo deben ser restauradas y volver a ocupar su lugar.

Plato con la representación de los Héroes gemelos, San Agustín Acasaguastlán. Periodo Clásico Tardío (600-800), cerámica. Museo Nacional de Arqueología y Etnología, Guatemala. Wikimedia Commons.

No puedo dejar de referirme a un atentado arquitectónico: cerraron con cristales el patio circular y su hermosa fuente. Era un lugar abierto en combinación con la columnata y los corredores libres, un punto de reposo y convivencia para los visitantes y expositores de conferencias y reuniones culturales. El arquitecto Rafael Pérez de León protestaría por este atentado.

Dejo al último una desagradable impresión. El recorrido termina frente a una pintura más digna de ilustrar un almanaque que de figurar como mural de museo. Con un amontonamiento de individuos emplumados, el autor quiso mostrar a los Señores de Xibalbá. El tipo físico no es maya, parecen retratos de amigos, el tatuaje corporal se reduce a un dibujo perdido en una pierna, ajeno a los diseños de las pintaderas o sellos antiguos; un enmascarado de luchador muestra en su pecho desnudo un enjambre de pelos.

El Popol Vuh describe el Xibalbá como un mundo cargado de símbolos y significados, merecedores de una interpretación estética de altura. El amontonamiento de personajes vestidos como de ballet folklórico no dice nada, no sugiere respuestas.

Lo peor es que la ubicación de esta pintura está al final del recorrido, después de admirar los esplendidos murales de González Goyri y de Dagoberto Vázquez. El mal gusto quitó las maquetas de Alfredo Mackenney, el mal gusto puso este mural.

Si todo lo anterior lo escribí como arqueólogo, como ciudadano opino que este Museo de Arte Maya es la expresión cultural más relevante de tres gobiernos seguidos, protagonizados por funcionarios ignorantes de nuestro pasado y de nuestras auténticas tradiciones. En cuanto a los “profesionales de lo antiguo” que curaron la museografía y la información, sería útil que aprendieran a leer hacia atrás, a conocer la historia del Museo y de los personajes que lo impulsaron. Las piezas fundacionales y las que guardan mensajes transitan entre páginas viejas, de buena estirpe. No hay que temerles.

*Carlos Navarrete Cáceres es arqueólogo, antropólogo, historiador y escritor guatemalteco. Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” y uno de los intelectuales más influyentes del país. Investigador de tiempo completo en el IIA, UNAM, México y estudioso de la cultura popular guatemalteca y chiapaneca. 

 

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