Una reflexión sobre el pensamiento de Descartes y de Kierkegaard

El triunfo de la duda racional cartesiana no es completo en la modernidad. Es apenas parcial y limitado, porque los seres humanos no solo son seres de razón sino también seres sensibles. Y cuando el lado sensible predomina sobre el racional hacen girar sus existencias en torno a sus emociones y sentimientos.

Camilo García Giraldo

noviembre 10, 2024 - Actualizado noviembre 9, 2024

(Parte 2 y final)

El filósofo danés Sören Kierkegaard, fundador del existencialismo, consideró que la actitud, reclamada por Descartes, de que los sujetos racionales deben de dudar de la pretendida verdad de las opiniones que se reciben, no era válida, porque si los individuos sienten en su interior que esas opiniones son verdaderas, los son para ellos. Sentir que son verdaderas es el única razón o criterio correcto para creer y sostener que son verdaderas. Idea que resumió en la sentencia: “La verdad es subjetiva”. Este criterio vale aún más para los creyentes religiosos. Pero no solo para los mensajes y relatos que reciben de sus padres, maestros, pastores, etc. o de los libros religiosos que lean. Sino sobre todo para la existencia misma de Dios que estos relatos afirman. De tal manera que cuando los creyentes religiosos sienten en su interior la existencia o presencia de Dios es porque en verdad o en realidad existe. La verdad de su existencia nace de que sienten su existencia o presencia en el interior de su ser.    

Sin embargo, para Kierkegaard los creyentes religiosos no pueden dejar de dudar alguna vez en la existencia de Dios. Duda que les surge cuando dejan de sentir su presencia en el interior de sí mismos. Y esto les ocurre porque a partir del pecado original los hombres establecieron una distancia con Dios, se convirtieron en seres sustancialmente diferentes a Él. Distancia que en determinados momentos de sus vidas se pueda alargar tanto, que los lleva a sentir su ausencia, la falta de su presencia en su interioridad sensible y espiritual. Y al ocurrir esto les surge inevitablemente una duda sobre la verdad de su existencia. Por eso dudar alguna vez sobre la existencia de Dios es lo más propio de los creyentes religiosos, de todos los que creen o tienen fe en su existencia. Duda que, por lo demás, no pone en peligro su fe sino, al contrario, los empuja a acercarse de nuevo a Dios, a suprimir esa distancia que los separa de Él para vivir de nuevo unidos a Él, y superar así el estado de angustia que les provoca sentir su falta.   

Sören Kierkegaard, fundador del existencialismo

Sin embargo, en los tiempos modernos en el mundo occidental, como se sabe, muchos individuos han dejado de sentir en su interior la presencia de Dios porque lo han alejado de sus vidas, porque han aumentado tanto la distancia “natural u original” que los separa de Él hasta el punto de que ya no lo perciben en su interior. De ahí que la duda sobre su existencia que antes en el pasado les había brotado alguna vez como creyentes religiosos, no solo dejó de agobiarlos o angustiarlos sino, además, se convirtió ahora en su contrario, en una certeza. Y lo han apartado de sus existencias porque han asumido la postura cartesiana-racional de comenzar a dudar de la pretendida verdad de los postulados, mensajes y relatos religiosos-bíblicos que afirman su existencia. Y como no pueden probar con evidencias sensibles, con hechos perceptibles, la existencia que esos postulados y relatos afirman, concluyen con razón que no son verdaderos. Si no son verdaderos, entonces, no es tampoco real y verdadera la existencia del ser, Dios, que sostienen que existe. 

Pero el triunfo de la duda racional cartesiana no es completo en la modernidad. Es apenas parcial y limitado porque los seres humanos no solo son seres de razón sino también seres sensibles. Y cuando el lado sensible predomina sobre el racional, como en efecto ocurre en una parte de ellos, hacen girar sus existencias en torno a las emociones, sentimientos y vivencias que sienten en su interior. Este interior sensible se convierte, entonces, en la parte central de sus vidas. Esto significa que quedan de hecho propensos o dispuestos a aceptar la pretendida verdad de las opiniones que reciben en la medida que sientan que son verdaderas. No sienten la necesidad de dudar de la pretendida verdad de esas opiniones, porque sienten sin duda alguna que son verdaderas, así en realidad no lo sean. 

Lo mismo les ocurre cuando algunos o muchos de ellos aprenden, escuchan y leen los relatos y mensajes religiosos. Cuando estos tocan profundamente su sensibilidad, sus emociones y sentimientos, los integran en el interior de sí mismos con especial vigor. Y al hacerlo comienzan a sentir que son verdaderos; es decir, es convencen de la pretendida verdad que encierran. En este momento, entonces, al escuchar o leer la crítica de estos relatos y mensajes que realizan otros con argumentos y evidencias empíricas no es suficiente para hacerlos renunciar a ellos, para que dejen de creer en la pretendida verdad que sostienen. El hecho de sentirlos como tales es una barrera poderosa contra la que se estrella esa crítica racional. 

Por esos podemos decir que Descartes y Kierkegaard fueron dos filósofos, que, en los albores de los tiempos modernos, comprendieron y dilucidaron con profundidad, relevancia y amplitud la función y el papel que desempeñan estos dos lados, el racional y el sensible, que forman la existencia de los seres humanos -lados en cierta medida opuestos y contradictorios- en el propósito central que siempre se dan de darle un fundamento sólido y duradero a las opiniones e ideas que pretenden como verdaderas. Y es que un hecho que tiene una gran importancia o valor para todos los seres humanos, independientemente de que predomine en ellos su lado racional o su lado sensible, es poder estar seguros, tener la certeza interior completa, de que las ideas y opiniones que han aprendido o que han forjado son ciertas y verdaderas. Y estos dos pensadores mostraron el camino que se deben seguir o, de hecho, siguen muchos, para lograr esas certezas fundamentales para sus existencias; certezas que les dan identidad, solidez y sentido.

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