Una noche de cine (Memorias de Antigua)

Salimos pálidos pero aliviados, y la fachada de la catedral me pareció más hermosa que nunca, con las palomas blancas y negras durmiendo en las cornisas, detrás de las copas de los árboles recortados como tambores idénticos, y entonces me pidió que la abrazara, porque aunque yo era un patojo casi tenía su estatura.

Méndez Vides

septiembre 8, 2024 - Actualizado septiembre 7, 2024

La canícula llegó cargada de luz y cielo despejado, después de dos meses de lluvia constante golpeando la teja y láminas. Fue un verdadero alivio. Las calles para caminar sin la molestia del río lodoso a media avenida, sin tener que andar brincando charcos, sin riesgo de regresar empapado con los zapatos destilando, y con la sorpresa añadida de descubrir que una productora extranjera estaba filmando una película en exteriores e interiores de la ciudad.

—Son puras estrellas mexicanas —dijo Dirk, a la salida del colegio, pero sin especificar quiénes—, que pidieron prestada la casa a mi hermana para filmar esta tarde las últimas tomas.   

Llevaban ya dos días rodando y yo sin saberlo, así que me invité para estar presente, porque entendí que, aunque el asunto era privado. para ellos todo era factible, y me pegué como chinche.  Llegamos a la casa cuando ya estaba avanzada la producción, pero todavía faltaban unas cuantas horas, esperando captar el atardecer desde el balcón de piedra de la esquina, con la Iglesia de San Pedro a la izquierda, y el parque de las palmeras del Tanque de la Unión enfrente.  Trozos de leña de encino estaban dispuestos en la chimenea para prender el fuego durante las tomas nocturnas, para jugar con el efecto de las llamas en la pantalla, para intuir que se trataba de almas en pena, de asunto diabólico, pero la protagonista resultó ser un ángel, mujer entera pero menuda, de no más de metro cincuenta de estatura más los tacones, piel blanca, cabello negro largo, labios pintados de rojo y ojos inocentes.   Se me quedó grabada la imagen de su collar con una perla, cuando estaba a punto de cambiar el vestido conservador por el camisón de dormir celeste, que la presentó más íntima, más bella todavía, si eso pudiera ser posible.   

El dormitorio estaba repleto de cámaras, lámparas, sombrillas volteadas de cabeza, y la cama preparada para el sueño, con sábanas blancas impecables de la hermana de Dirk, donde se acomodó la protagonista para que las cámaras captaran, en su cuerpo delgado y diminuto, el atractivo que venía conquistando a la audiencia en toda Latinoamérica, desde su revelador papel de Rosa en El Profeta Mimí, como la chica de barrio de quien se enamora Ignacio López Tarso, el asesino de prostitutas.  Y el cine se llenó el domingo del estreno de aquella historia del profesor loco y su ejército de zombis, donde aparecía el luchador Blue Demon en el ring y la salvaba.  

—En la pantalla grande luce diferente, espectacular, pero aquí hasta parece humana —expresé.

Dirk no la conocía, él prefería las películas de la Guerra de Secesión americana y los anuncios de Marboro.

—Parece artista de telenovela —expresó, menospreciándola.

—Es linda —dije en voz alta, y ella escuchó desde la cama y sonrió adulada.

El director era un viejo pelón de bigote, acostumbrado a circular por donde le daba la gana e indiscretamente se interpuso entre nosotros.   Dirk y yo continuamos sentados como micos comprados en una banquita dispuesta en un rincón para no estorbar, apenas dos patojos de estatura mediana, aunque yo ya cargaba procesiones y cada año reducía la brecha hacia los primeros turnos, creciendo pulgada a pulgada, aunque nunca llegaría a alcanzar la primera tanda destinada a los varejones.   Al lado, caminando, ella no podría ser mi madre.   El tipo asqueroso trató de convencerla de mostrar un poco la curvatura de los pechos, pero ella se negó, no era casada y no quería tener hijos, y ya todos habíamos visto en sus películas previas, el prodigio que buscaba repetir el cineasta, pero esa vez ella dijo que no, que el diablo andaba cerca, que no quería.   Quizá en algo ayudó la severidad de mi mirada, o simplemente esa noche no quería mostrarse frente al público.   Sin empacho alguno, el tipo le preguntó en voz alta y lamiéndose los labios si esa noche podría contar con ella para amanecer juntos, y Ana se volvió a negar, y lo rechazó porque su aliento apestaba a tabaco.

—Hoy será la última oportunidad en este hotel, cariño, y tu futuro está por delante, y mañana partimos hacia Livingston, y allí no habrá escape.   

El camarógrafo pidió más luz aquí y menos allá, más maquillaje en la nariz, mientras ella repetía de memoria su parlamento, que para quienes no conocíamos de qué trataba la historia nos pareció fantástico.

Encendieron las llamas y antes de la escena delicada nos empujaron al corredor, dueños o no del lugar, porque allí ya no cabía nadie.   

—Ana es la mujer del diablo, y lo que está por ocurrir sólo podrá verse en la pantalla grande, con testigos.

Dirk fue a la cocina por más sándwiches con paté y lechuga, y se perdió el instante cuando apareció Ana con el vestido negro y las botas de montar, a sentarse a mi lado. 

—Me gustaba más en camisón —dije.

Su perfume fuerte resultó inolvidable, como de otro mundo, y obedecí su solicitud de conocer algo de la Antigua, porque ya había terminado su papel y se iba a marchar pronto y no le parecía justo perderse el paseo.   Los demás continuarían grabando los pasajes de santería y llamas, un muñeco atravesado por alfileres, maldiciones de la mujer rubia y clamor por las creencias religiosas.

La temperatura había bajado, se sentía el frío, los focos de luz tenue reflejaron distorsionadas nuestras sombras, era escaso el movimiento de gente buscando la farmacia, policías aburridos o empleados regresando al hogar.   El ruido se concentraba en el centro, en la calle del mercado, por donde estaban los chinos de la cerveza y corbatas con miel.   Dijo que le gustaría comer algo típico, y yo pensé en el chao mein de la Gran Muralla, con dos rodajas de pan cuadrado de máquina.  No quiso, porque en las mesas se acumulaban los litros polarizados y la música le resultó estridente.    Prefirió aguantarse, y caminamos hacia el cine, para mirar los cuadros de la cartelera donde la había conocido a ella de lejos, y se le antojó entrar un instante a la sala del Teatro Imperial, así que pedí permiso al portero, ayudante de día de don Tacho, el rey de los bienes raíces; él me conocía como a todos, pero escuchó mi solicitud como oír llover, con la gorra gris calada, la chumpa beige con manchas y los zapatos Cobán.

—Quiero mostrarle a la artista famosa la sala donde se han proyectado sus películas.

No nos impidió el paso, por la sorpresa, porque no pensábamos quedarnos a la función y porque en algún lado había visto ese rostro femenino.  La sala seguía iluminada, con múltiples focos de luz amarilla bajo plafoneras que parecían bacinicas en el muro derecho, mientras se proyectaban las atracciones venideras antes de apagar la luz y empezaba la función nocturna, con la cortina pesada de terciopelo color vino tinto a nuestras espaldas, separándonos del vestíbulo donde se escuchó un ronroneo y movimiento, y de repente ingresaron cuatro policías uniformados de azul con las chapas a la altura del corazón, y nos rodearon, pusieron las esposas en las muñecas enganchas en la espalda y arrastraron a la calle, empujándonos sin respeto, porque eso no se hace, y menos con una estrella mexicana, famosa, educada, que habla inglés, bonita, pero la trataron como si fuera la mujer del diablo y yo su guardián.

El cuartel de los agentes en el Palacio de los Capitanes lucía lúgubre, con bombillas de veinticinco bujías que temblaban colgando de alambres con forro de tela verde.   No les importaba que ella fuera mujer y extranjera, sino pesaba su atuendo de bruja de noche entrando al cine al lado de un patojo.  Recargamos el cuerpo sobre las manos abiertas en el muro, los dedos extendidos, ella con las uñas rojas y dos anillos con pedrería, piernas separadas y abiertas, y nos preguntaron en dónde llevábamos escondida la droga.   De reojo noté cómo la tocaron a ella por todo el cuerpo, siendo tan pequeña y tan dulce.   Sentí vergüenza y miedo.    Pronto quedó claro que no llevábamos nada extraño, así que nos sentaron juntos en una banca para interrogarnos.  

—¿Cómo se llama? —le preguntaron a ella.

—Ana Martin —respondió tartamudeando, y titubeó, prefiriendo desdecirse para no resultar luego en un enredo—, aunque en realidad soy Ana Martínez, porque el primero es mi nombre artístico. 

Yo interrumpí para que la respetaran, pero el policía gordo y con apariencia de escuintleco, me hizo callar con una trompada que me mordió la lengua.

—Continúe… ¿Quién es usted? ¿Cuál es su nacionalidad? 

—Soy artista —insistió—, mexicana, pero de madre nicaragüense.

El trato todavía resultó peor.   Querían ver su identificación, porque el vestido negro no les gustaba ni las botas.

Ella explicó que todo estaba junto a su equipaje en el hotel, que con ella nada más cargaba la fama.   Fue entonces cuando el teniente Vásquez conectó el reflector e iluminó su rostro con el reflector para interrogarla, y la reconoció y se detuvo de sopetón, confundido.   

—Creo que nos equivocamos —dijo tragando saliva y apagó la lámpara.

—Estamos haciendo una película —explicó Ana—, se llama La mujer del diablo.

El silencio reinó en las mazmorras del Palacio de los Capitanes, al lado de Gobernación y del campo de básquet entre ruinas.   

No se quisieron disculpar porque pedir perdón debilita, pero explicaron que estaban acechando a unos traficantes y que por nuestra culpa seguramente habrían escapado advertidos de la estrategia.

Salimos pálidos pero aliviados, y la fachada de la catedral me pareció más hermosa que nunca, con las palomas blancas y negras durmiendo en las cornisas, detrás de las copas de los árboles recortados como tambores idénticos, y entonces me pidió que la abrazara, porque aunque yo era un patojo casi tenía su estatura, y la apreté del talle y nos fuimos caminando hacia el sur, hacia su hotel, ella sollozando y repitiendo que nunca olvidaría en la vida su visita a la Antigua, y yo deseando con fuerza que no se marchara, que el trayecto durara tanto como hasta la cumbre del Volcán de Agua.

—Lo siento mucho —me disculpé en la puerta del hotel, bajo el foco donde zumbaban los ronrones, viendo al fondo, en el vestíbulo iluminado, la pintura del lago de Atitlán con las sombras de sus hondonadas, que parecían raíces diabólicas.

Ella se despidió con un beso en la boca.

El sabor de sus labios solo pude disfrutarlo plenamente tiempo después, cuando la película se estrenó en el Cine Imperial un par de años más tarde, porque a la Antigua todo llega rezagado.   Presencié sentado en la galería la función, en donde el boleto era más barato y no se cruzaba para ingresar por las cortinas vino tinto.   Ana Martín apareció exactamente como la recordaba, infantil y caprichosa.  Y en la boca fui sintiendo a lo largo de hora y media el sabor de la muerte.

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