Un verdor terrible

La ciencia y las guerras están estrechamente vinculadas en un sistema que ha llegado a industrializar la muerte, a convertir el conocimiento en un aparato de destrucción masiva. Historias como las que Labatut nos comparte, nos permiten observar esas articulaciones perversas.

Ana Cofiño

septiembre 22, 2024 - Actualizado septiembre 21, 2024

Benjamín Labatut

Benjamín Labatut (Rotterdam, 1980) es el autor de Un verdor terrible, obra de ficción basada en hechos reales, traducida a 32 idiomas que ha recibido varios premios, libro que me ha concitado no pocas dudas, además del placer de leer a un ingenioso autor cuyo entorno son las ciencias “exactas”.

La teoría del caos, la relatividad y la mecánica cuántica son pilares de la revolución científica del siglo XX, afirma el autor y agrega que la imprevisibilidad de los fenómenos causa un inmenso efecto en las personas: “A medida que la ciencia desentraña, poco a poco, los misterios del universo, nos presenta una visión de la realidad que es, paradójicamente, cada vez más difícil de comprender.” 

Debo decir que en ese ámbito del conocimiento lo que tengo es una inmensa laguna. Nunca fueron mis fuertes las matemáticas, la física ni la química, aunque curiosidad sí que me provocan. Eran las fórmulas, las abstracciones numéricas las que no me hablaban. Por ello he disfrutado tanto la lectura sobre las vidas y hallazgos de científicos que contribuyeron a la cultura que impera en este siglo XXI. 

El descubrimiento del color azul de Prusia es el primer relato que nos sorprende por la riqueza que encierra en cuanto a los descubrimientos químicos, a los procesos que están detrás y los que desencadenan, todos ellos encarnados en personas (más hombres que mujeres, por cierto) cuyas vidas son expuestas aquí en su terrible humanidad. Un error, en este caso de Carl Wilhelm Scheele, condujo al descubrimiento de una de las sustancias tóxicas más conocidas: el cianuro, “el veneno más importante de la edad moderna”, descubierto en 1782 y que según describe “te corta la respiración”. El posterior uso de gas cloro en las trincheras francesas durante la Primera Guerra Mundial es descrito con imágenes aterradoras: “Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos.” 

Fritz Haber fue el creador de esa forma de hacer la guerra. Labatut narra cómo al volver de Ypres, donde provocó la muerte de mil quinientos soldados, Haber “fue confrontado por su esposa, Clara Immerwahr, la primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana”, quien “lo acusó de haber pervertido la ciencia al crear un método para exterminar humanos a escala industrial”, hecho que seguramente explica su suicidio unos días después de la masacre provocada por el genio de su marido.

F. Haber también es el creador del pesticida que antecedió al descubrimiento del gas Zyclon B, utilizado en los campos de exterminio nazis que pusieron fin a la vida de su media hermana, su cuñado, sus sobrinos y los millones de judíos que murieron allí, bajo los letales efectos de su aporte científico. 

Antes, este hombre laureado con el Premio Nobel, ya había hecho otros descubrimientos, el más importante quizá, extraer nitrógeno del aire, lo que permitió un crecimiento desenfrenado en la producción de alimentos con estos nuevos nutrientes artificiales. En una carta dirigida a su esposa, encontrada entre sus objetos, Haber confiesa su culpa porque su método “había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible”. 

Los demás relatos son igualmente inquietantes. El descubrimiento por el astrofísico Schwarzschild del agujero negro, “capaz de arrugar el espacio como un trozo de papel y extinguir el tiempo como si fuera la luz de una vela”. Heisemberg y las partículas elementales que llevaron posteriormente al planteamiento de la mecánica cuántica que “Está detrás de internet, de la supremacía de nuestros teléfonos celulares, y ofrece la promesa de un poder computacional solo comparable a la inteligencia divina. Ha transformado nuestro mundo hasta volverlo irreconocible.”

La ciencia y las guerras están estrechamente vinculadas en este sistema que ha llegado a industrializar la muerte, a convertir el conocimiento en un aparato de destrucción masiva. Historias como las que Labatut nos comparte, nos permiten observar esas articulaciones perversas que el hombre ha aprovechado para construir un mundo en el que el poder y la violencia son el engranaje que lo sostiene. Es cierto que las ciencias también han aportado a la belleza, al bienestar, al encuentro entre diversas culturas. En este caso, lo que vemos es cómo la inteligencia ha estado al servicio de un sistema que privilegia el desarrollo del aparato destructor sin respetar la vida.

La piedra de la locura, es un pequeño libro con dos apartados en el que Labatut nos conduce hacia el descubrimiento de la teoría del caos por el meteorólogo y matemático Edward Lorenz, quien por equivocación se dio cuenta que un error minúsculo podía provocar una catástrofe, el caos. En el segundo texto relaciona la pintura “La cura de la locura” de El Bosco, en la que un tulipán es extirpado de la cabeza de un paciente bajo la mirada impasible de una monja, con una historia de escritura y edición que cuestiona quién de nosotros tiene la piedra de la locura en la frente. 

Por fortuna existen muchas formas de ver el mundo y la vida. Entre los pueblos originarios, perviven creencias y saberes que ponen en el centro la plenitud, la justicia, la dignidad. El saber se concibe como una manera de conseguir el bienestar colectivo, no como un arma para la dominación. Esta es la mirada que subyace a propuestas emancipatorias basadas en el cuidado y el apoyo mutuo. La ciencia al servicio del bien común es un horizonte de esperanza. Ojalá podamos traer aquí en otra entrega esos cosmocimientos otros.

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