Era mediodía cuando llegué a Atenas un día de otoño. El sol brillaba en el horizonte con una suave intensidad. Después de transitar rápidamente los suburbios, desemboqué en la calle de Panatenaicos, que atraviesa el Ágora de la ciudad, situado al borde del Acrópolis. Estaba llena de gente vestida con túnicas de diferentes colores que conversaban animadamente en las esquinas, o, que se precipitaban sobre los puestos del mercado para comprar las olivas, las uvas, las manzanas, el trigo y el vino, con los que alimentaban a diario sus cuerpos y sus almas. La recorrí despacio, para no dejar de disfrutar su encantadora vitalidad. Cuando llegué a la pequeña plaza situada al lado del templo de Teseo, distinguí a Sócrates. Me acerqué emocionado, pues era la primera vez que tenía contacto personal con esta leyenda del pensamiento universal. Estaba en el centro de un amplio grupo de personas. Los rasgos de su figura física, eran tal como los había descrito Platón en sus Diálogos: un rostro un tanto tosco y feo, una barba descuidada, la piel levemente tostada por el sol, el cuerpo alto y robusto, una túnica raída y los pies descalzos. Y, escuchaba atentamente la discusión que se desarrollaba entre dos ciudadanos atenienses, sobre, si era o no conveniente para los jóvenes, recibir lecciones de esgrima. Supuse, por este motivo que se trataba de Laques y Nicias, que eran famosos especialistas en temas de estrategia militar de la época; y, en efecto, así, me lo confirmó un hombre bajito y regordete que estaba a mi lado.
En el momento de mi llegada, Nicias estaba defendiendo la necesidad de esta enseñanza. Decía, que aprender a usar las armas en cursos especiales, era algo que proporcionaba un doble beneficio a los jóvenes: el de permitirles adquirir una especial habilidad física-corporal, y, el de darles una sólida formación moral. A lo que Laques replicaba, que este tipo de adiestramiento es abstracto, y, que no conduce a conseguir el fin que se persigue, que es el de preparar a los jóvenes para el combate en el campo de batalla. Pues, los jóvenes solo aprenderán realmente a usar las armas, usándolas en la lucha. Para él, lo importante y decisivo, era el hecho de que los individuos solo aprenden en realidad algo, al hacerlo. Sin embargo, ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo, algunos asistentes le pidieron a Sócrates que interviniera. Contestó con voz grave y serena, que lo haría, siempre y cuando, se cambiaran los términos de la discusión, debido a que lo que hasta ahora habían hecho los dos interlocutores, era yuxtaponer sus propios monólogos. Es necesario, dijo, si se quiere avanzar en el conocimiento del problema, formalizar la discusión, es decir, interrogar con precisión, para llegar a respuestas adecuadas. Pidió, entonces, que se le concediera esta función interrogativa. A lo que todos los presentes, asintieron gustosos.
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-Si se quiere hablar de algo con propiedad es necesario definir, en términos rigurosos, aquello de lo que se habla o se va hablar, afirmó con tono categórico. La pregunta que ustedes han planteado al comienzo de la discusión sobre si es conveniente o no para los jóvenes recibir lecciones de esgrima, no responde a esta exigencia. Es una pregunta completamente vaga. Por esta razón, es necesario sustituirla por otra más precisa y clara, como, por ejemplo, ¿qué se pueden esperar de la enseñanza del arte de las armas? Más, sin embargo, esta pregunta no es tampoco suficientemente rigurosa, porque hace referencia a otra cuestión más radical y esencial: la del fin que se persigue al enseñar a los jóvenes el uso de las armas. Y, como, todos parecen estar de acuerdo de que ese fin es el de inculcarles el valor, resulta obvio que la pregunta que hay plantear, para resolver el problema inicial que ha dado pie a esta discusión, es, entonces, ¿qué es el valor?
La discusión se reorientó, entonces, por este sendero marcado por Sócrates. Sus interlocutores se empeñaron durante un buen rato en determinar la esencia del valor. Pero la búsqueda resultó infructuosa. Laques solamente respondió ofreciendo ejemplos concretos de conductas valerosas, y, Nicias, por su parte, se limitó a dar anotaciones que giraban alrededor de la pregunta. De tal manera, que, al final los dos tuvieron que reconocer que no sabían lo que era el valor. Se hizo, entonces, un silencio profundo en la plaza. De pronto emergió del fondo del grupo de los congregados, un hombre que le pidió a Sócrates, que respondiera esa pregunta, que él mismo había planteado. Tomó de nuevo la palabra y dijo: “Yo tampoco puedo contestarla, debido que no sé, como, ustedes lo que es el valor. El propósito que he tenido al plantearla es otro: demostrarles que pasamos mucho tiempo hablando en nuestra vida diaria sobre cosas de las que no sabemos nada. De ahí, que el primero y más fundamental saber que tenemos que darnos es, el de que no sabemos nada de lo que decimos en nuestras discusiones cotidianas. Saber esto, es la condición para acceder a la posibilidad misma del saber”.
En ese instante, cuando los asistentes se disponían a abandonar la plaza para volver al día siguiente, citados por Sócrates, para continuar la discusión, recordé, que alguna vez el Oráculo de Delfos, al ser preguntado por Querefonte, un antiguo amigo de Sócrates, sobre si había un hombre más sabio que él, contestó que no lo había. Al, enterarse Sócrates de esta respuesta se inquietó; era un enigma que se necesitaba descifrar. Pues, cómo era posible que la divinidad que no miente, ni se equivoca, pudiera declarar al más sabio de los hombres a un hombre, que sostiene que nada sabe. Al poco tiempo, sin embargo, después de una conversación que sostuvo con un político, con uno de aquellos hombres que ejercen la profesión de guiar a sus semejantes, comprendió el significado del misterio. Se dijo a sí mismo: “En efecto yo soy el más sabio de los hombres. Puede suceder que no sepa nada de lo que es bello y de lo que es bueno, pero hay una diferencia: la de que todos los demás creen saberlo, aunque no sepan nada, y yo, en cambio, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, por tanto, que, en esto, yo, aunque poco más, soy más sabio, porque no creo saber lo que no sé”.
En esta actitud de Sócrates, -pensé-, está la clave y la razón de ser de toda actitud filosófica posible. Pues, los seres humanos comienzan a filosofar, cuando empiezan a desconfiar, o, a poner en tela de juicio, la verdad de las creencias u opiniones comunes y corrientes que tienen sobre sí mismos y sobre el mundo. Filosofar, significa pensar que el contenido de esas creencias u opiniones no es equivalente a la verdad que pretenden quienes las sostienen en sus discursos, o, en sus prácticas habituales de comunicación. Significa suponer siempre, que lo que se cree que es verdadero sobre algo en el mundo, no necesariamente lo es. De ahí, que las personas o los pueblos que no asumen esta actitud fundamental, quedan a espaldas de la filosofía, viven sin ella; es decir, viven atrapados hasta la muerte, en la creencia de que lo que creen, es verdadero. Y, esto no es, tal vez, una gran carencia cultural, debido a que el horizonte de significados que forman sus creencias parece ser tan completo, sólido y acabado que resulta, en muchos casos, suficiente para sostener los procesos sociales de conservación y reproducción simbólica de sus vidas.
Sin embargo, seguí pensado, que, si se quiere que los individuos adopten una actitud filosófica, o, que aprendan a pensar de modo filosófico, se requiere repetir de nuevo el procedimiento puesto en práctica por Sócrates. Es decir, se requiere interrogarlos, como él lo hizo con Nicias y Laques, sobre si las creencias o las opiniones que defienden en sus actos de habla cotidiana, corresponden, o, no, a la esencia real del objeto o fenómeno al que se refieren. O, lo que es lo mismo, preguntarles por lo que ES en realidad ese algo que forma el contenido de lo que creen. Así, la filosofía podrá tener un lugar especial en la cultura de los seres humanos, al erigirse en un procedimiento indispensable, no tanto de buscar la verdad, sino, de cuestionar y problematizar, lo que habitualmente dicen que es la verdad.
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En este momento dejé mis cavilaciones, y, me di cuenta que me había quedado solo en medio de la plaza. Los últimos rayos del sol resplandecían levemente sobre las paredes blancas de las casas de la ciudad; los vendedores rezagados del mercado guardaban los pocos víveres que les habían quedado de la jornada. Y, el silencio se apoderó lentamente de Atenas. Me sentí desolado porque parecía como si toda la vida de la ciudad hubiera desaparecido, como si el fin del diálogo filosófico, al que había asistido, hubiera sido el fin de la vida misma de la ciudad. Pero, pronto comprendí que no era así. Al contrario, cada vez que quiera pensar en términos filosóficos, me encontraré seguro de nuevo vivo a Sócrates hablando. Él, estará con toda certeza, ahí presente, mostrándome y recordándome, que, comenzar a filosofar es preguntar siempre, sin condiciones y sin concesiones, sobre si, es en realidad verdad, lo que opinamos o creemos, que es verdad.
(Este texto hace parte de mi libro Entre filosofía y literatura)
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