Decía Santa Teresa de Jesús: “Lee y conducirás, no leas y serás conducido.” Mucho se habla sobre la idea de la lectura: sobre su importancia, sus actores, su influencia en la formación del ser humano, su historia, e incluso, su conveniencia. La verdad es que si algo tenemos claro es que, nos guste leer o no, conjugar el verbo y practicarlo nos hace mejores personas. Nos amplía horizontes, desde la mera entretención hasta la reflexión sobre la condición humana.
En su fantástica Historia de la lectura, Alberto Manguel se refiere al salto cuantitativo que dio el ser humano al practicar la lectura silenciosa. Cuenta también que fue San Agustín, unos 400 años D.C., quien tuvo la idea de leer en solitario, para uno mismo y en silencio ¿Cómo se realizaba la lectura en esa época? ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? La vida en los monasterios incluía la lectura diaria y disciplinada. Uno por uno los monjes, quienes tenían el privilegio de saber leer, tomaban turnos para leer en voz alta, mientras los demás escuchaban. En general, se leía la Biblia o textos referentes a la religión. Los demás, tomaban dictado o solo escuchaban, es decir que no había lugar para la interpretación individual. Cada quien terminaba con una lectura transformada en un texto escrito idéntico a lo que se le había impuesto. La mera recepción y aceptación del pensamiento dominante de la época. La lectura en silencio, lucubró San Agustín, permitía conjugar verbos innovadores en esa época como cavilar, reflexionar, interpretar, dilucidar, desentrañar, analizar y muchos otros que le conferían la posibilidad de la libertad del espíritu. Del mero dictado en voz alta, -emitido y recibido-, de reglas, modelos y conceptos, se evolucionó a la interpretación silenciosa y a la búsqueda de significados profundos e individuales de lo leído. La revolución total. Empezamos aquí a comprender mejor el significado de las palabras de Santa Teresa.
Ahora bien, la mayoría de nuestras oportunidades de socialización implica una buena dosis de ruido. Sonidos agradables o indeseables. En una fiesta, la universidad, el cine, o una fábrica. El ruido nos aturde, y pareciera que incluso lo deseamos para evitar los silencios incómodos. Acaso porque ya no podemos disfrutar de la introspección con el mismo deleite que lo hacían generaciones pasadas. La lectura nos permite esos instantes de aislamiento, recogimiento, intimidad y arrullo a nuestro crecimiento individual. Cuando nos ven leer, las personas se alejan, porque comprenden que ese instante es individual y propio de nuestro ámbito privado. Sin embargo, esta circunstancia no resulta demasiado cotidiana. Mi mamá suele comentar que la gente de este tiempo ya no se aburre, le cuesta jugar y cada vez puede leer menos. Creo que tiene razón, nos hemos subido a una montaña rusa de actividades necesarias o no con tal de no contar con un rato para nosotros mismos. Y nos encerramos en una burbuja de ruidos, músicas, gritos, bocinas, risas y demás efectos sonoros para no escuchar a nuestro propio corazón. La banda sonora de nuestra época es la estridencia. Por fortuna, tenemos al alcance de la mano la solución para contrarrestar el mareo. Del aburrimiento han brotado las ideas más revolucionarias; del juego más sublime que hay, el arte, las creaciones más hermosas de la cultura y de la lectura, el resquicio para vislumbrar la condición humana.
El teórico alemán Hans Robert Jauss, desde su postulado de la Estética de la Recepción (cuyo objeto es la relación entre texto y lector) sitúa a la persona lectora como un protagonista del proceso de la lectura. Es decir que, su capacidad para comprender, construir significados –que no extraerlos—y terminar el libro que está leyendo de una manera única, de acuerdo con sus circunstancias, sitúa al lector como un agente tan importante como el escritor. Entonces, desde un primer acercamiento al libro, ya estamos ubicados en un nivel de privilegio: uno que no podemos despreciar en esta época de supervivencia. La lectura puede salvarnos de la angustia, la depresión, el vacío o la soledad.
Como si fuera poco, tenemos otro aspecto no menos importante que debemos atender: el aspecto lingüístico que se relaciona con el ejercicio de la lectura. Desde las neurociencias conocemos la importancia de la adquisición y el cultivo del lenguaje para el desarrollo de la inteligencia. De esa cuenta, la lectura nos ofrece una oportunidad vital para el descubrimiento de nuevas formas de decir en cuanto a vocabulario, estructuras sintácticas, conjugación de verbos y significados, entre otros. Un ejemplo de este fenómeno lo vivimos a menudo cuando nos relacionamos con niños: de pronto, ellos resultan usando interjecciones, frases o palabras altisonantes o poco usuales que descubrieron en las historias que han leído. Así, vemos cómo este proceso de descubrimiento resulta espontáneo y puede aplicarse a todo lector sin importar su edad.
La lectura, por otra parte, nos ayuda a escribir y a expresarnos mejor. Al activar nuestra memoria fotográfica, muchas veces, aprendemos cómo se escriben las palabras, aunque no sepamos las reglas de ortografía. Asimismo, los diálogos y las maneras de relacionarse entre los personajes nos ilustran cualidades inusitadas de comunicación e interacción social.
La lectura, entonces, nos provee recursos ilimitados para reinventar no solo lo real, sino también nuestro imaginario colectivo en todas las variantes culturales posibles. Leer nos sumerge en procesos dialógicos muy complejos dentro de nosotros mismos: leemos el mensaje del escritor, pero a la vez, lo escribimos en nuestra conciencia, en nuestra memoria, incluso, en nuestra esencia. En este contexto, se puede decir que la palabra en sí misma adquiere una gran importancia, ya que, nuestro mundo, nuestra vida giran a su alrededor. A través de nuestra relación con las palabras que leemos conocemos otra forma de aprehender y percibir la realidad que nos rodea, de ordenar la información que recogemos, de conservarla y difundirla.
Cavilar, reflexionar, interpretar, dilucidar, desentrañar, analizar, como procesos del pensamiento crítico, son verbos fundamentales en cualquier época de la historia, pero en esta, resultan, indispensables y apremiantes. Lo advirtió San Agustín muy temprano en la historia, y yo me pregunto, ¿vamos a comprenderlo nosotros, antes de que sea demasiado tarde?
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