Rumbo a Afganistán: parada en Bangkok

Me contaron que de vez en cuando, ahí debajo del tren elevado, al lado de las limusinas, los enjambres de motocicletas y los taxis de todo tipo, puede aparecer algún elefante. Es una pena que no me haya encontrado con alguno.

Byron Ponce Segura

noviembre 10, 2024 - Actualizado noviembre 9, 2024

Llegué casi a la media noche al aeropuerto Suvarnabhumi de Bangkok, Tailandia. El nombre del aeropuerto era apenas una señal de lo complicados y largos que son los nombres y apellidos, para no meterme con los lugares. Las instalaciones del aeropuerto son modernas y todo está muy bien organizado. Había más de veinte carruseles para recoger equipaje.

Debía tomar un transporte hacia el hotel. Decidí no correr riesgos y buscar una agencia de taxis dentro del aeropuerto. La encontré cerca del carrusel diez. Tenían un catálogo, casi como los de las agencias que rentan autos. El uso de limusinas es increíble. Me decidí por un Nissan Almera, que en precio era la segunda opción de abajo hacia arriba. En la puerta de salida había una persona de la rentadora que me acompañó hasta el estacionamiento. En una de sus secciones había estacionados unos quince taxis Nissan del año, todos del mismo color café con leche.

Partimos por la autopista de pago. Cuatro carriles en cada dirección. La madrugada estaba fresca y la autopista despejada. Nos movíamos a velocidad razonable, o al menos eso era lo que se sentía en el interior. Vi la consola y esta indicaba 150 Km/hora. El movernos sobre la izquierda, al estilo inglés, agregaba una sensación de surrealismo. Por todas partes, la ciudad estaba iluminada y llena de rascacielos. Demoré unos veinte minutos en llegar al hotel, seleccionado por estar casi al frente de la oficina donde permanecería por una semana. No encontré razón para quejarme del alojamiento, el país vive del turismo y se comportan en correspondencia con ello.

Mi estrategia para vencer el jetlag estaba funcionando. Había estado en Tokio a más de 14 horas de diferencia de Guatemala, ahora estaba a 13. Había dormido lo menos posible en todo el viaje, quizá unas dos o tres horas. Estaba cansado, medio aturdido, y me tomó una media hora quedarme dormido. Desperté a las siete de la mañana y una ducha tibia me reanimó. Desayuné y al trabajo. Necesitaba todas mis competencias mentales para enfrentar la avalancha de información que se me dejaría venir encima, en varios acentos de inglés y con particular dificultad con el acento local.

Entre el hotel y la oficina se encuentra la calle Sukhumvit. Es una vía principal, normalmente congestionada, aunque el tráfico fluye. De la ancha calle se sacrificaron un par de carriles centrales y se construyó un tren elevado. Inmensas torres sostienen la plataforma. En la plataforma elevada abundan las góndolas con venta de comida, jugos de frutas, accesorios para celulares y otros. Los grandes edificios aprovecharon la vía para construir accesos directos a la plataforma del tren. De esa cuenta, uno puede bajarse en alguna estación y salir de las instalaciones e ingresar sin más al tercer o cuarto nivel de algún edificio de almacenes o en algunos casos, de oficinas o hasta de habitación. Imagínense: “Alquilo apartamento con acceso a la estación del tren elevado”.

En el caso de las oficinas de mi trabajo, había que subir las primeras gradas de acceso a la estación del tren, cruzar la calle por el puente elevado e ingresar por el segundo nivel.

Durante los dos primeros días me persiguió un poco el sueño, siempre pasadas las tres de la tarde y por poco tiempo. Los cálculos de diferencia de hora los hago ahora que escribo, no durante el viaje, porque eso no ayuda en nada a la adaptación.

La comida es variada, con predominio de los platos asiáticos. Como se trataba de un viaje de trabajo y no de turismo, no pude hacer safari gastronómico. Me encanta la sopa Thai y encontré tanta variedad que me dediqué a probar sopas a la hora del almuerzo. En una oportunidad fui a un restaurante japonés y pedí pescado. Me recomendaron mucho un postre (no recuerdo su nombre) y ¡sorpresa! eran frijoles negros cocidos y endulzados.

La tecnología es una cosa que se les da muy bien a los asiáticos, y se encuentra por todas partes. En el tercer día fui a almorzar con algunos colegas a uno de los edificios cercanos. Es un centro comercial de siete niveles, comunicados mediante gradas eléctricas situadas al centro. En el último nivel, al lado de la sección de librería y papelería, se encuentran los restaurantes. La zona de comida es de administración única. Todos ingresan por el mismo punto, aunque adentro hay variedad de locales organizados en islas, con una zona de mesas al centro. Cada isla ofrece un tipo distinto de comida: Thai, china, japonesa, italiana, americana. Hay una sólo de bebidas y si recuerdo bien, una de postres. En el punto común de ingreso me dieron un cartón, como del tamaño de un trifoliar. Tenía una etiqueta con código de barras. 

Al ingreso, una persona asigna mesa y coloca un rótulo de reservado. Luego uno visita cuantas islas quiera y ordena lo que le apetezca de cada una. Cuando se ha seleccionado la comida, se entrega la tarjeta en la última isla visitada. Ahí es pasada por una máquina y la devuelven para que uno regrese a su mesa y espere a que le lleven la comida. En la salida hay una sección de tres o cuatro cajas. Se entrega la tarjeta y una computadora la lee. Ahí está registrado lo que uno consumió. Se genera una cuenta única, no importa en cuántas islas se haya ordenado comida.

Otro ejemplo de tecnología lo viví en el tren elevado. Al segundo día me mudé a la casa de un colega, y tomábamos el tren para ir a la oficina. Compré una tarjeta electrónica recargable. En la entrada de cada estación hay una taquilla donde es posible recargar las tarjetas o comprar boletos descartables. En la sección de acceso al tren hay lectores electrónicos donde se inserta el boleto descartable o se sostiene la tarjeta sobre una pantalla lectora. Verificada la validez y el saldo, se abre la puerta y la pantalla despliega el saldo disponible.

El tren es cómodo, aunque viaja mucha gente de pie. La ciudad es populosa y el tráfico muy pesado. El tren llegó a facilitar enormemente la circulación. Hay dos líneas y estimo que una treintena de estaciones. Los parlantes internos anuncian en tai e inglés la estación de llegada y la siguiente.

La calle Sukhumvit llamó mucho mi atención. Aunque a ambos lados tiene enormes y modernos edificios, noté que en la parte izquierda de mi recorrido diario subsisten construcciones bajas, ventas de alimentos tipo carretillas de hotdog y otras cosas propias de una ciudad menos moderna. La convivencia es tranquila. Quien tiene la plata entra a cualquiera de los edificios y está en el primer mundo. Los del nivel de la calle son del tercero.

El calor es agobiante y los centros comerciales sirven de refugio. Mucha gente ingresa durante las horas más pesadas, y va de un lugar a otro sin comprar.

Los policías de tránsito me hicieron mucha gracia. Todas sus señales las hacen por bajo, no levantan los brazos. Más parecían estar espantando chuchos o gallinas que dirigiendo el tráfico. Los semáforos no asignan el mismo tiempo a las calles que a las avenidas, y en algunas ocasiones me parecieron complejos. Mientras están en rojo, un reloj digital marcha en cuenta regresiva, y eso parece tranquilizar los ánimos.

Por todas partes se encuentran altares religiosos o dedicados al rey o la reina. Colocan enormes fotografías (de dos metros y más), algunas veces del rey, otras de la reina y no recuerdo alguna con ambos. Luego aprendí que esas fotografías son de sus años mozos y que ahora tienen ya cerca de los ochenta años. La devoción a la pareja real parece enorme y sincera. No ejercen el poder político.

Solo estuve un fin de semana. Uno de los días lo pasé casi completamente en un lugar lejos de la ciudad llamado Plaza Impact Muang Thong Thani, y vaya que impacta. Tomamos el tren elevado hasta la última terminal, y luego un microbús expreso. El lugar es un complejo de edificios de exposiciones. La organización es absoluta: estacionamiento para motos (miles), autos, microbuses, buses, taxis (esperando en enormes filas a que un “capitán” les indique que se acerquen a recoger algún pasajero). Apenas conocí uno de los edificios. Ingresamos al segundo nivel. Había un ala para restaurantes VIP, oficinas y una sección grande con varios multirestaurantes individuales. Esto a la orilla de un enorme corredor, como de veinte metros de ancho. De cuando en cuando encontraba mostradores de información. Al frente del ala de oficinas, muchas entradas al salón de exposiciones. Al lado de cada entrada, servicios sanitarios. Ingresar a la sala de exposiciones puede dejarlo a uno con la boca abierta si no se anda con cuidado. Los pequeños negocios ocupan lugares del mismo tamaño (unos cuatro por tres metros). El techo curvo está como a quince metros y los separadores de entre tienda y tienda no pasan de los dos metros. Los negocios se organizan interiormente en calles y avenidas, para permitir la rápida circulación. Digamos que hay cuatro avenidas y calles tantas como dos o tres vueltas al alfabeto, por lo que diferencian las letras con colores. En ese sistema, la dirección de una tienda puede ser: J verde número 43, que estará a un alfabeto de calles de la tienda J amarilla 43.

Las tiendas venden una gran variedad de cosas: joyería, ropa de mujer, de niño, artesanías, perfumes, especies para cocinar, fruta deshidratada, floreros, piratería de discos, zapatos y pare de contar. Son especializadas. No dan factura, pero seguramente han de pagar por los servicios.

En el centro del gran salón había un espacio vacío con un escenario y exposiciones especiales. Unos artesanos pintaban porcelana, unas mujeres tejía alfombras; había escultores y pintores, y bien ordenaditas, una treintena de sillas grandes y reclinadas (como de orilla de piscina) para los famosos masajes tailandeses. 

Salí de allí con dos camisas típicas, una de mis debilidades. Mi amigo salió con seis enormes floreros. El dueño de la tienda debió enviar dos personas que ayudaran a llevar los floreros hasta la zona de taxis.

Según los administradores del Impact, disponen de 140,000 metros cuadrados de espacio de exhibición, y parqueo para 20,000 carros. Si, veinte mil.

La noche de Sukhumvit es impresionante.

Salimos a caminar por la orilla moderna de Sukhumvit, que por la noche no le envidia nada a la orilla de vía con vestigios populares. Los vendedores instalan su mercadería a ambos lados de la ancha banqueta peatonal y todo se convierte en un mercado popular. Ropa, zapatos, piratería, mujeres y hombres que lo parecen. Después me enteré de que los vendedores están ahí por turnos y que respetan la norma sin problemas. Así, en una esquina puede haber por dos horas una venta de zapatos y luego ser relevada por una de sombreros. Pobre del turista que decida orientarse por las tiendas: “Para regresar al hotel debo cruzar en la esquina de la tienda de paraguas”. Me contaron que de vez en cuando, ahí debajo del tren elevado, al lado de las limusinas, los enjambres de motocicletas y los taxis de todo tipo, puede aparecer algún elefante cabalgado. Es una pena que no me encontré con alguno, aunque meses después lograría convivir con una hembra elefante por una semana, en una aventura dentro de un santuario. Pero esa es otra historia.

Debido a la popularidad de los masajes es difícil distinguir entre lo que podría llamarse “masaje normal” y “masaje con final feliz”, como les llaman eufemísticamente.  Las callecitas aledañas a Sukhumvit están llenas de masajistas, supongo que de las dos clases. Un indicio de ello es la existencia de ejecutivos de cuenta que en las esquinas ofrecen mujeres por catálogo. Algunas de las chicas (lo que incluye a los llamados ladyboys, o sea hombres biológicos con rostro y ropaje de mujer, que son explotados sexualmente). Algunas de las chicas del catálogo están alineadas contra la pared, discreta pero visiblemente (no es contradicción) en la cercanía de su promotor.

La fama de Tailandia como destino de turismo sexual parece apropiada, al menos para este extranjero que apenas tuvo tiempo de ver la ciudad con ojo crítico. Es fácil encontrar por todas partes parejas disparejas: hombres extranjeros (europeos y estadounidenses) realmente viejos, diría que visiblemente impotentes, acompañados de manita sudada por alguna alquilada jovencita o ladyboy local. Para ellos es la aventura de su vida. Para ellas, cosas de la vida diaria. 

La achaparrada arquitectura tradicional, que subsiste enquistada entre los grandes edificios, consiste en Construcciones con aires palaciegos enamorados del color dorado.

Sobre los taxis, hay de todo tipo. Se parte de la mencionada limusina y se pasa por los taxis de lujo, los de colores alegres, los piratas, los tuc tuc de una a tres filas y, en el final de la cadena transportista, las motocicletas. Vi muchas personas llegar a alguna esquina llena de motocicletas, hablar con el conductor y luego partir juntos. No vi bici taxis, pero supongo que los hay, en particular en las áreas rurales.

Llamó mucho mi atención la casi ausencia de obesidad. La mayoría de las personas son delgadas, lo que habla muy bien de la comida tradicional. El contraste con el paisaje humano de Guatemala, por no decir de los Estados Unidos, es evidente.

En este viaje no pude aprender más de este hermoso país. Obviamente, el paisaje urbano es muy diferente de lo que se puede ver en las zonas rurales o eminentemente turísticas. Queda para una próxima visita.

Mi partida fue normal, todo en el aeropuerto funcionó muy bien y luego de una semana me dirigí a Dubái, capital de los Emiratos Árabes Unidos.

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