Estamos por elegir nuevas autoridades judiciales en un momento en que la confianza en su autoridad está debilitada debido a la incapacidad causada por la corrupción en esas altas esferas. El sistema judicial está siendo dominado por operadores políticos en lugar de por expertos legales comprometidos con su deber. Valga ese contexto para repensar en la legitimidad de estas autoridades, en las instituciones que dirigen y en la justicia que nos deben.
Aunque la cuestión de la elección de Cortes involucra problemas de diseño institucional, antes debemos salvar una distancia que separa a quienes administran la justicia de quienes deberían recibirla.
Dicen quienes saben que el actual problema de las cortes (y del sistema de justicia en general) no es de entrada un problema jurídico, sino uno político. Yo añado: uno de moral política. Para el filósofo del derecho Ronald Dworkin, esto significa considerar “qué debemos todos juntos a los otros como individuos cuando actuamos como esa persona colectiva artificial y en su nombre”. Toda la discusión jurídica y de diseño institucional pierde su sentido si no cuestionamos qué nos deben las cortes, qué nos debe el aparato de justicia como manifestación del estado.
La autoridad de los funcionarios del sistema de justicia no depende únicamente del poder que les da la ley. Es la naturaleza de sus actos la que justifica el ejercicio de esa autoridad. Visto así, ¿es explicable la autoridad de la Corte Suprema de Justicia, del Ministerio Público, de la Corte de Constitucionalidad? ¿Justifican sus actos la autoridad que tienen?
Ahora, al enfrentarnos al monstruo que ha emergido del proceso de elección de cortes, nos vemos obligados a jugar según las reglas establecidas por quienes las han moldeado para mantener sus cuotas de poder. Esta dinámica, descrita por Rachel Sieder como juridificación, implica la estratégica invocación de instrumentos legales y la adopción de discursos y prácticas que simulan legalidad, causando debilidad institucional y un Estado de Derecho altamente disfuncional. Sieder señala (y disfruto mucho de este concepto) que ello ha provocado que las relaciones sociales se vean texturizadas por las reglas formales.
Para decirlo de manera un poco más ortodoxa, todo el tejido social ve dibujada en su vida diaria la estela de un sistema de justicia que no imparte justicia. Desde grandes criminales que salen libres hasta inseguridad diaria, a todas las personas nos hiere ese vacío mucho más de lo que es evidente a primera vista.
La justicia común, que resuelve (si es que lo hace) sobre las relaciones laborales, civiles y comerciales de nuestro día a día, es de por sí deficiente. No digamos inalcanzable para otros tantos millones que no hablan castellano, ni viven en urbes, ni pueden costearse abogados, y que toda su vida ha estado marcada por una ausencia de justicia como lo ha estado para nosotros la ausencia de nieve o de auroras boreales. Es casi un mito, algo que existe, pero está muy lejos y es para otros.
Si trazamos una línea desde esos niveles hacia la cúspide de la justicia, observamos una relación que indica que la violenta desarticulación a la que ha sido sometida es propiciada por sus administradores. Ellos han abierto las puertas de par en par, han cerrado los ojos mientras otros hacen y deshacen el país a su gusto y, sobre todo, a costa del resto. Cuando pensamos desde la moral política en la deuda histórica que las autoridades de justicia tienen con este país, el saldo es tan negativo que no hay absolutamente nada que justifique que las cosas se sigan haciendo como se hacen.
La titánica tarea de transformación empieza ahora y nos convoca a mucho más que observar con pasiva esperanza. El estado de las cosas, como quedó visto el año pasado, nos exige una actitud bastante más aguerrida, con esa idea en la cabeza de que nos han robado algo que nos pertenece, y es el futuro. Y que cuando ese futuro llegue, será demasiado tarde para recuperarlo. Esa sí es la primera piedra para diseñar mejores instituciones, para imaginar otros futuros posibles.
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