¿Qué es un niño?

Con mi papá solíamos tener largas discusiones sobre la realidad de los niños trabajadores, habiendo sido él uno de ellos. En cuanto a su instrucción, él alegaba que eso de escribir acerca de hadas, ositos y duendes para los niños no hacía más que llenarles las mentes de tonterías. El leía el periódico, las noticias, los libros serios que se encontraba a veces en la escasa biblioteca de su escuela.

Gloria Hernández

noviembre 3, 2024 - Actualizado noviembre 3, 2024

Ante tamaña interrogante, a menudo optamos por ignorarla.  Es más, parece un chiste hacerse esa pregunta, tanto como cuestionarnos qué es el agua, el cielo o el amor.  Es decir, casi todos podemos señalar cada una de esas ideas, mencionar algunas características o identificarlas en alguna imagen virtual de seguridad, pero poco nos detenemos a comprender qué es en esencia un niño.

Un niño no ha sido siempre lo que es hoy.  Basta con revisar la literatura, ese infinito caudal de la condición humana, para darnos cuenta de las múltiples facetas en la historia de la humanidad por las cuales ha cambiado el concepto de niñez.  ¡Son todas tan diferentes!  Y varían y se ajustan a las distintas sociedades y épocas.  Basta con recordar nuestra infancia y compararla con la de los niños de hoy.  Nuestros juegos y juguetes, nuestras obligaciones y responsabilidades, nuestra ropa y alimentación, nuestro desarrollo físico y cuidado pediátrico, nuestra educación y nuestras lecturas, nuestra manera de interactuar en la sociedad y nuestra formación en materia de moral y urbanidad, nuestra expectativa de vida, nuestras libertades y nuestros derechos.  Todo, casi todo ha cambiado.  Incluso el impacto del deceso de un niño en la familia y en la sociedad tiene otro efecto del que tuvo en tiempos anteriores en donde las parejas tenían muchos niños, porque sabían que algunos habrían de fallecer.  A menudo escucho decir cuando acontece la muerte de un niño que “es antinatural”, que “lo lógico es que los abuelos y los padres se vayan primero”.  En realidad, esa premisa es de validez reciente, digamos que desde la aparición de las vacunas y los antibióticos, en el siglo pasado.

Este es un tema harto complejo y vino a mi mente por un comentario de mi mamá.  Siempre le he preguntado cómo era yo de niña, cuál era mi temperamento en la tierna infancia.  Y la mayoría de las veces, su respuesta ha sido la misma:  “Mija, la verdad es que no recuerdo muy bien, esos años fueron muy difíciles para todos.”  Debido a un problema congénito, no pude caminar a la edad en que los chiquitos dan sus primeros pasos, digamos entre los diez y dieciocho meses, como promedio.  Así que el tema estuvo sepultado durante décadas.  Hasta la semana pasada.  Mamá tiene 90 años y el prodigio de su mente nos está jugando bromas extrañas.  A veces, ella no recuerda detalles de la vida cotidiana reciente, pero su memoria antigua se ha potenciado de manera prodigiosa.  Después de más de sesenta años de ser su hija, creo conocer bastante bien su repertorio de anécdotas, relatos, chistes y crónicas lacrimógenas.  Y cuando considero haber escuchado todo, me dice un día de estos, “esa nena se parece a ti, cuando eras chiquitita…, alegre y curiosa, con mucha energía, antes del yeso”.  ¡Me quedé pasmada!  La revelación llegó sin ser invocada, así, sin más.  Entonces, comprendí que el trauma de los tratamientos médicos que me tienen caminando hoy, tuvo un impacto brutal sobre mi manera de ser, a partir de esos años; ahora, introspectiva, observadora, un poco retraída, otro tanto, medrosa.  Es decir que la manera en que se concibe a los niños y su conducta en diferentes épocas determina la calidad de adultos que serán en el futuro.  El Diccionario Merriam Webster de Proverbios, por ejemplo, cita una premisa notable por demás que dice: “Children should be seen, not Heard” (Los niños deben ser vistos, no escuchados). En nuestro medio, había una regla parecida y los muchachitos obedecían sin chistar palabra.  Pautas estas por las cuales fueron educados muchos de los niños de la llamada Generación Silenciosa, es decir aquellos nacidos entre 1930 y 1945, padres de los llamados “Baby boomers” (de 1946 a 1965), y que se constituyeron en la llamada “Mayoría silenciosa”.  El silencio al que fueron sometidos esos adultos desde niños intervino en la manera de externar sus opiniones en medio de condiciones sociopolíticas críticas, imperantes en el mundo en el siglo pasado. 

Jan Steen, Niños y niñas en la escuela, 1670.

“Infancia es destino”, afirmó Freud, y con este axioma pone de manifiesto la ductilidad y la flexibilidad del ser humano para ajustarse a su ambiente.  Regreso a mi primera infancia y me veo atrapada durante meses y meses de inactividad física, restringida a la observación, al enojo, a la falta de comprensión de mis circunstancias, a mi colección de palabras sin decir, al montón de emociones sin expresar.  Las confronto con esa manera vivaracha de ser inicial y recién descubierta por la memoria de mi madre y entonces, llego a un lugar dentro de mí desconocido, por desmadejar aún, por intuir.  

¿Qué es un niño?  ¿Qué lo fue?  ¿Qué será en el futuro?  Considero que en esencia es un ser que vive la época más significativa, más transcendental, más valiosa en su formación.  Unos pocos años en los cuales las huellas positivas o negativas de su entorno y sus condiciones de vida se imprimen con mayor profundidad y se quedan impregnadas no solo en el cuerpo, sino en la memoria, en el espíritu, en la conciencia.  A esta predeterminación siempre puede refutarse con la autodeterminación para salir de improntas nocivas en nuestra memoria, pero este es un tema muy elaborado que necesitaría una reflexión de la mano de la sicología.

Mi curiosidad sobre el tema me llevó, hace un año, a encontrar un libro para niños en una venta de libros usados en Nuevo México.  Lo leí hasta ahora que regresé a Albuquerque y me quedé boquiabierta.  A child´s garden of verses (El jardín de versos de un niño) de Robert Louis Stevenson -ilustrado por Jessie Willcox Smith- contiene poemas para niños que la verdad, me paran el pelo.  Títulos como Niños buenos y niños malos, Niños extranjeros o Sistema resultan imposibles de comprender en esta época -y en cualquiera- por su falta de sensibilidad y de comprensión de lo humano.  He encontrado algunas traducciones al español, la de la editorial Hiperión, por ejemplo, que, de una manera escandalosa, le ha enderezado la plana a algunos de estos poemas y le han lavado la cara al escritor escocés, pero este ya es tema para otra reflexión.  La única defensa de Louis Stevenson es la noción de Ortega y Gasset, es decir, era él y sus circunstancias, personales, sociales, económicas, incluso políticas, pero también es una llamada de atención a quienes nos atrevemos a escribir para niños.  No podemos afirmar desde la moralina o la ideología, aunque tengamos buenas intenciones, a pesar de que las tendencias surgen aquí y allá en todo lo que escribimos, para nuestra desventura.  En este sentido, hay una diferencia entre los roles que encarnan niños como los de Charles Dickens, por ejemplo, en sociedades en donde les es negada la bondad, la alegría y la pureza.  Niños que conocen desde temprano la crueldad del mundo y lo duro que este puede ser para los huérfanos desamparados.  Además, la instrumentalización de los pequeños en manos del crimen y las esferas degradadas.  No obstante, esos protagonistas infantiles ya perfilan la virtud innata que le adjudicaba Rousseau al ser humano, desde el siglo XVIII.  El filósofo suizo-francés defendía que el hombre nace bueno, con una inclinación natural a la solidaridad y la misericordia, y esos, en efecto, son los atributos de Pip y Oliver Twist, a quienes Dickens inmortaliza por medio de su convicción de que el mal moral es un artificio humano y puede superarse.  

Por otra parte, ya en el siglo XX, dadas la reflexión que propició la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, muchos de los personajes infantiles de la literatura tienen un giro positivo en cuanto al tratamiento que se les prodiga.  El memorable Ernesto de Los ríos profundos de Arguedas es formado con cariño por su padre e iniciado en el aprecio por la cultura andina y el cultivo de la memoria y las esenciales Nicole y Daisy de Los testamentos de Atwood son protegidas a toda costa del sistema opresor en el cual se desenvuelven.  En otro registro, desde el favorito Mowgli de Rudyard Kipling, a Matilda de Dahl, Momo de Michael Ende, Papelucho de Marcela Paz, Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, Emilia de Monteiro Lobato, Harry Potter de J. K. Rowling y Cocorí de Joaquín Gutiérrez, para mencionar a algunos, todos resultan personajes determinados y determinantes en el público al cual están destinados, insertados en estructuras narrativas que a menudo contraponen el mundo de los adultos con el de los niños, el bien y el mal, la realidad y la fantasía.

Jules Bastien-Lepage, Pas Mèche, 1882

Con mi papá solíamos tener largas discusiones sobre la realidad de los niños trabajadores, habiendo sido él uno de ellos. En cuanto a su instrucción, él alegaba que eso de escribir acerca de hadas, ositos y duendes para los niños no hacía más que llenarles las mentes de tonterías.  El leía el periódico, las noticias, los libros serios que se encontraba a veces en la escasa biblioteca de su escuela, una mera librera en donde habría algún clásico que él apenas comprendía.  Muchos contemporáneos suyos, a pesar de su formación posterior y su cultura, alegan lo mismo.  Enarbolan infancias difíciles, negadas al juego y al descubrimiento, inmersas en labores y responsabilidades que cumplieron como pudieron y que sí, lograron el sustento de sus familias.  Recuerdan lecturas serias, trabajos duros para hombres y mujeres, de manera que los ciudadanos en formación que fueron estuvieran capacitados para enfrentar el mundo.

Hace poco “solté” por fin una novela que tengo escrita desde hace años inspirada en la infancia de mi papá y de mi tía.  Creo que lo hice hasta hoy porque ninguno de los dos está ya para decirme que los niños eran sufridos y que la vida fue dura, amarga y pesaba…  Dentro de aquella colección de palabras no dichas que acaparé en mi encierro forzado en mi infancia, encontré las más luminosas para pintarles una infancia con todos los colores que quise.  Una paleta que incluyera matices fríos, grises, azules, pero también, refulgentes, naranjas, rosas, amarillos, verdes.   Sí que lleva una moral necesaria para la obra, pero no es la que yo quise imponerle, sino la que los valores de la época y los principios de los maestros de la Revolución de Octubre vivían en sus escuelas, con sus niños, un poco sus hijos.

¿Qué son los niños?, me pregunto ahora y recuerdo allá lejos esa sensación de pequeñez, de obediencia, de alegrías nimias, de secretos y descubrimientos imperceptibles para los demás, de mansedumbre, pero también de perplejidad, de temprano desencanto, de rebeldía no pronunciada y de descreimiento de mis años infantiles.   La memoria -nuestra o ajena- es todo lo que tenemos, al fin y al cabo, algo en lo que no había reparado, pues como niños, dejamos pocos registros de nuestras vivencias.  ¿Qué han sido? ¿Qué son y qué serán los niños?  Me seguiré preguntando por mucho tiempo más, mientras intento escribir desde mis incertidumbres para esos entes maravillosos: príncipes, duendes, enanitos, pordioseros, muchachitos perdidos en el bosque, soldados de plomo sin su piernita, vendedoras de fósforos, personajes encarnados por su imaginación infantil a la hora de los cuentos por esos seres capaces de todos los portentos, de todos los asombros, de toda la alegría y toda la dulzura y el amor del mundo.

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