¿Por qué yo?

Cuando llegó, no quedó más que preguntarme por enésima vez lo de siempre. A estas alturas ya debía haber aprendido, pero no lo hago. Por puro instinto o necedad, siempre voy a hacerme las preguntas equivocadas. O tal vez no tanto.

Gloria Hernández

octubre 20, 2024 - Actualizado octubre 19, 2024

Tenía 21 años, un mes de casada, una valija vieja con mis pocas pertenencias y el elegante atuendo de mi boda civil -medias de seda incluidas- pegado al cuerpo a causa de tanto sudor.  Eran las tres de la tarde de un día de verano intenso, en un pueblito universitario perdido en el mapa de Texas, cuando el avioncito de patas tiesas casi me aventó junto a mi recién estrenado esposo y otro pasajero sobre la pista de un aeropuerto semidesierto.  El sueño glamoroso de ir a vivir a los Estados Unidos duró apenas las tres horas que se hacen de Guatemala a Houston.  La aeronave en cuestión debió haberme puesto sobre aviso, alertarme de alguna manera, pero la ilusión y la ingenuidad -más las ganas de salir corriendo de mi país en guerra- me impidieron cualquier suspicacia.  Y no, no había taxis, metro ni transporte público en el lugar ¿Cómo así?, preguntaba yo, mientras me amarraba el cabello como podía para no morir de calor.  Si hasta en mi perdido tercer mundo había camionetas, taxis y microbuses para llegar a cualquier lado. “Pues no, aquí todos tienen carro y ustedes llegaron antes de tiempo, así que miren a qué amigos llaman para resolver su situación”.  Cuando por fin se apiadaron de nosotros, llamaron a un hermano de la iglesia presbiteriana que hacía fletes.  Él nos podría ayudar y llevarnos a los dormitorios de los estudiantes en el campus de la universidad a cambio de unos dólares.  Brother Nick llegó una media hora más tarde, cuando los incautos estábamos por desmayar, sentados en el corredor del miniaeropuerto, viendo cómo la pista parecía derretirse en lontananza.  El termómetro en la pared marcaba 42 grados.  La máquina dispensadora de aguas gaseosas bien frías nos salvó la vida.  Pues, entonces, me armé de valor y acepté el privilegio de viajar en la cabina de aquel picop desvencijado con el piloto albino y sus 350 libras de peso.  Mientras escuchaba alabanzas evangélicas en inglés, le rogaba al Señor de Esquipulas que mi marido no se fuera a desmayar mientras viajaba en la palangana con nuestras maletas.  Mi inglés recién pulido en Inglaterra no tenía nadita qué ver con el idioma de este tejano que de hermano no tuvo nada.  Nos cobró $100 y nos dejó ahí frente a los dormitorios de la flamante universidad.  El otro becario, de cuyo nombre no quiero acordarme, me vio entonces de pies a cabeza y le preguntó a mi esposo la razón de por qué había llevado cocos al puerto… “con tanta gringuita linda aquí y vos casadote…”.  Entonces, lloré.  ¿Por qué yo?, me pregunté un rato más tarde, mientras me quitaba las medias y mis últimos zapatos finos en mucho tiempo.

¿Por qué yo? me he preguntado a lo extenso de la vida una y otra vez.  ¿Por qué yo?  ¿Por qué yo?  ¿Por qué yo?  Pasado el tiempo, considero que la pregunta ha surgido en cada ocasión de la curiosidad, más que del reclamo o de la rebeldía.  Mis rebeliones son otras, más sutiles, más divertidas y consisten, ni más ni menos que, en encarar esos retos, esas circunstancias extremas, ajenas, inverosímiles o incomprensibles.  De esa manera, he llegado a 64 años viviendo con intensidad situaciones que agradezco, por oscuras y terribles que parezcan, y que recibo con la esperanza de resolver y de aprender algo de ellas.  Solo eso.  No es que quiera dármelas de mística o de revelada.  Mi gente sabe de mis miedos, mis aprehensiones, mis caídas, mis inquietudes, mis vacilaciones existenciales, mi angustia de origen.  Santa no soy, está bien claro, mi único recurso es encarar los problemas desde la paciencia y la curiosidad, porque sin ellas, no hubiera llegado hasta este momento.  Paciencia para resolver y curiosidad por la lección de vida que me trae el nuevo reto.

¿Por qué yo?, le preguntaba con mucho enojo a doña Zoila, la cocinera de mi casa, cuando me mandaban a aprender a cocinar y a ayudarla a matar y beneficiar a las diez gallinas que mi papá había llevado para el almuerzo de alguna celebración. “¡Ay, nena, usté ni pregunte!  La mandaron a echarme la mano, así que obedezca y listo”.  La señora no era ninguna filósofa, pero con aquella peregrina experiencia culinaria, recibí mi primera reflexión sobre la muerte. “Nena, las gallinas se parecen a las gentes, fíjese”, comentaba mientras desplumábamos a las pobres animalitas, “hay unas que se mueren fácil, pero hay otras a las que les cuesta irse de este mundo, por más que se les jale el pescuezo, siguen y siguen aleteando…  Hay unas más talishtes que otras, como que tienen todavía sus pendientes…  Pero ¿sabe qué? A cambio de su ayuda, cuando la comida esté lista, le voy a servir su caldito con arroz y bastantes yemas…”.  

¿Por qué yo?, me pregunté cuando perdí a mi primer hijo, cuando estalló la olla de presión llena de frijoles y tuve que lavar la cocina con pashte, jabón y manguera, cuando me chocaron el carro por detrás, cuando se me subía la leche y se derramaba sobre la estufa, cuando estuve en la unidad de cuidados intensivos en el hospital luchando por mi vida, cuando me acosaron de niña en el colegio, cuando se me quemaba el arroz, cuando tuve una pistola apuntándome a la cabeza, cuando me moría de la ansiedad mi primer día como maestra ante 180 alumnos, en la universidad, cuando se me llenó la cara de barros y espinillas para mis quince años.

¿Por qué yo?, me pregunté con lágrimas en los ojos, frente al espejo del baño de visitas, aquel 31 de diciembre de 1980.  Yo era la primera novia oficial que uno de los primos de aquella querida familia llevaba a presentar a casa de su abuela.  La tradición era que todos los miembros del clan la visitara el último día del año para degustar su delicioso ponche de leche con galletas.  Los más de 40 invitados esperaban con paciencia a que la dulce señora y su empleada se encerraran en la cocina a preparar la bebida de los dioses.  Menjurje celestial a base de leche, huevos, azúcar, canela y coñac.  Las galletas lucían coquetas y recién horneadas en diferentes bandejas al lado de unas cincuenta tacitas navideñas de lo más primorosas, listas para servir el ponche.  Nadie nunca había podido entrar a ver la preparación de la receta consentida de Año Nuevo.  ¡Era un secreto familiar!  “La gente es muy alborotada y me viene a estropear la cocina”, decía la abuelita, en su defensa.  Por alguna insólita razón, le caí bien aquella tarde.  Conversamos y me observó de pies a cabeza.  Sentí que me cataba.  Cuando se puso de pie para ir a preparar la bebida, me pidió que la acompañara…  Las miradas y las palabras de admiración -o envidia- no se hicieron esperar.  ¡Cuánto habían querido primas, nueras, amigas, cuñadas y concuñas ser invitadas a aquella sesión de quiromancia gastronómica!  El privilegio me tocaba a mí y muy ufana dejé que la cocinera me ayudara a ponerme una gabacha almidonada.  Desaparecimos detrás de la puerta por más o menos una hora.  La señora midió los ingredientes, la leche hirvió con la canela y el azúcar, la asistente batió los huevos en un enorme recipiente y lo dejó caer con infinito cuidado sobre la mezcla que hervía suave sobre la estufa.  La olla, según me indicaron, solo se usaba para ese propósito, ese último día decembrino.  El aroma del ponche era exquisito.  “Toma la paleta y muévelo suave, mientras le pongo el cognac”, me pidió mi futura abuelita política.  Yo me quise lucir y me puse a batir con tal entusiasmo que parecía una bruja removiendo algún brebaje.   Pasaron unos minutos y la señora vio la olla y después me vio a los ojos, otra vez a la olla y otra vez a mis ojos…  Con una mano sostenía la botella de licor y con la otra se tapaba la boca con incredulidad.  “¡Cortó el ponche!  ¡Cortó el ponche, señorita!”, gritaba la empleada, “¡salga, por favor, salga de la cocina!”  Corrí al baño a llorar y a hacerme la pregunta consabida y me quedé ahí largo rato.  Cuando por fin salí de mi encierro, vi a la abuelita en su sillón tomándose una copita de cognac para calmar el susto de su vida, escuché un coro de susurros y risitas apagadas a costa de mi terrible debut y sentí un delicioso y fuera de época aroma de café.  Para mi consuelo, ella me perdonó y fuimos grandes amigas por muchos años.

¿Por qué yo?, les pregunté a los amigos queridos que me propusieron para un premio que nunca busqué, un reconocimiento que jamás soñé.  “Te aguantás y si te llega, lo aceptás con dignidad”, fue su única respuesta.  Cuando llegó, no quedó más que preguntarme por enésima vez lo de siempre.  A estas alturas ya debía haber aprendido, pero no lo hago.  Por puro instinto o necedad, siempre voy a hacerme las preguntas equivocadas.  O tal vez no tanto.  Y lo que toca es agradecer con toda la humildad del corazón.

Con cada cumpleaños, el tiempo parece acabarse, las interminables listas de pendientes reclaman por unos años más y, sin embargo, la suerte no está ya en nuestras manos.  Quizá en las del destino.  ¿Por qué yo?, me rebelo una vez más, si faltan todavía tantas aventuras por gozar, cuántos libros por leer y escribir, la laguna de los siete colores por explorar, palabras, gratitudes, perdones, reconocimientos por expresar.  Me lavo la cara y vuelvo a verme al espejo.  Soy niña, soy adolescente, soy joven, soy una adulta mayor: el rostro ha cambiado mas no la pregunta; los años han pasado, pero no la respuesta.  Porque sí, mujer, porque así es la vida; porque cual Strenia de este siglo, has cultivado las flores de la fortaleza, las enredaderas de la esperanza y los verdes perennes de la resistencia; porque quieres a tantas personas que te quieren y te esperan y porque acaso, te pareces a aquellas animalitas “talishtes” de las que te contaba doña Zoila, en los años perdidos de la infancia.  Porque todavía te queda en los bolsillos algún resabio de paciencia y de curiosidad.

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