Mario Monteforte Toledo y la memoria del padre

El futuro novelista, ante la reacción colectiva en contra de la tiranía de Estrada Cabrera, optó por ocultar la existencia de la figura paterna, que trató de borrar de su memoria.

Méndez Vides

junio 2, 2024 - Actualizado junio 1, 2024

En La cueva sin quietud, Mario Monteforte Toledo menciona a López, amigo de la infancia, protagonista de El que enseñaba sueños, ese niño pobre que lo llevó de la mano por el mundo real, a descubrir los barrancos del Zapote, enseñándole a viajar con la imaginación.  Así aprendió también a borrar las malas experiencias, como la vivencia al lado de su padre luego de la caída del tirano Manuel Estrada Cabrera.   Mario Divizia di Monteforte (también conocido con los alias de Mario de Merlo o Divizia Vitorio) vino del mediterráneo a trabajar a la sombra del régimen, de cuyos acontecimientos se mantuvo ajena la madre guatemalteca del escritor, a quien no le gustaba la oscuridad de la política.  El futuro novelista, ante la reacción colectiva en contra de la tiranía, optó por ocultar la existencia de la figura paterna, que trató de borrar de su memoria.   

Una noche, animado por el vino, la conversación amena y otro whisky, contó la aventura de su huida juvenil a Nueva Orleans.  No confesó que iba acompañando al padre que escapaba del desmoronamiento de la dictadura de Don Manuel, la de los lacayos y confidentes, traidores y conspiradores que fue la materia de la novela de Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente; sino relató que se había embarcado de polisón en un vapor de la Great White Fleet, que transportaba pasajeros y banano, y al llegar a tierra firme se empleó de cuidador de caballos finos (bañarlos, peinarlos, alimentarlos y montarlos), gracias a la ayuda de un noble gringo que le abrió la puerta de sus establos de manera espontánea.  Así adquirió la pasión por los cuadrúpedos que fueron ancla y carga en sus futuros traslados.  Antes de morir, pidió que lo llevaran a despedirse de su caballo.  Le gustaba montar, como los caballeros de antaño.   Vivió una temporada en el Ecuador (en su madurez, escapando de un matrimonio consumido) donde pidió posada al pintor Guayasamín, quien le brindó un pequeño apartamento en su jardín.   La sorpresa fue inmensa cuando lo vio llegar con sus bártulos y un inmenso caballo blanco.   

Esa noche contó que, durante su estancia en Nueva Orleáns, se reportaba con su madre por correo, pero para confundirla, enviaba postales desde lejanos e ilógicos puertos gracias a la solidaridad de los marinos que le hacían el favor, para evitar así ser localizado.   En realidad, estaba borrando la figura del padre, prefería encontrarse a sí mismo viajando por todo el mundo, como aprendió de López.   Pero un día fue descubierto por conocidos de su familia en Nueva Orleans, y obligado a regresar a Guatemala.   Sus primeros tiempos de vida independiente, en la realidad o en el sueño, lo dejaron marcado para siempre.   

Años más adelante, siendo político notable, fue agredido por un periodista que sacó a relucir el oscuro pasado de su padre, de lo cual él no tenía culpa alguna, y ofendido en su amor propio no lo desmintió sino lo retó a duelo.  

En sus memorias frustradas, que se perdieron en un disco duro que se averió, evadió también el tema.  Algunas páginas impresas quedaron sueltas, yo las leí en la pantalla de su computadora, en el apartamento de la Hondonada.  Apenas dejó resbalar al principio una imagen del padre atendiendo a un amigo, enorgulleciéndose de las grandezas de su primogénito, el rubio, mientras que a él lo presentó simplemente como “el otro”, el de aquí.    

Lo suyo fueron las letras y la independencia plena, hacer lo que se le diera la gana, retar al infinito.

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