Luis Alfredo Arango y el desencuentro

Leyendo a Arango se aprende a querer a la patria, con todo el dolor del mundo.

Méndez Vides

marzo 30, 2025 - Actualizado marzo 29, 2025

Luis Alfredo Arango (1935-2001)

“Somos un pueblo callado”, “somos un pueblo apagado”, afirmó el poeta Luis Alfredo Arango (1935-2001) en su novela-poema Después del tango vienen los moros, que ambientó con música de marimba que son lágrimas de un río de reposadera que todo lo arrastra, como la vida. 

Guardo fresca la memoria de su figura discreta y pacífica, en los días que se celebraba en Antigua un Festival de Cultura de la Fundación Paiz, cuando la dirigía Ángel Arturo González, amigo antigüeño que fue ferviente apasionado de la obra de Enrique Gómez Carrillo.  Al medio día, terminada la conferencia en el Museo Colonial, salimos hacia la casa frente a San Francisco, y antes de ingresar por el portón, Luis Alfredo se quedó arrobando viendo los volcanes y campanarios.   A él le gustaba la vida, la patria, el horizonte, y solo después de una pausa pasó adelante y compartió, escuchó a Humberto Ak’abal entusiasmado, y al grupo bullicioso con el cual compartimos el resto de la tarde.   Los rostros se me desdibujan, pero a Arango lo tengo fiel, vivo, con la barbita de chivo y esa especie de resplandor de medio clarinero medio sanate.  El poeta capitalino de Totonicapán, el de los zopilotes que planean sobre los techos de las casas presagiando desgracias, ángeles negros, que se la pasaba pensando en el paisaje neblinoso y húmedo del Altiplano, con nostalgia, pesadumbre, tristeza y el recuerdo del sonido inagotable de la lluvia sobre la lámina o teja perdidas.   Leyendo a Arango se aprende a querer a la patria, con todo el dolor del mundo.

El libro Después del tango… se publicó en el año de 1988, en una bella edición verde de autor, con ilustraciones de un “clarinero que vive bajo la pasarela del Trébol”, contado por “otro sanate periférico”.   Hay al menos otra edición póstuma, pero la original tiene el detalle de la mano del artista, con sus dibujos y juego del espacio, porque él mismo lo imaginó todo, ilustraciones y tipografía, e hizo realidad el libro-objeto de arte en papel ruinoso.  Algunos ejemplares  rondan como reliquias en librerías de viejo y usados.

“Alláaa va volando un zopilote, sobre las nubes más altas.  (…)  Los zopilotes tienen la virtud de entristecerme.  Tienen ese poder.  No bien los veo pasar y allá voy yo también, volando por el cielo inmenso y hondo”.

Nuestra identidad aflora en la prosa lírica de Arango, con olor a duraznos, propio de una tierra azotada por los relámpagos de la niñez: memoria enmohecida por el invierno.   En su obra, el paisaje es profundamente verde, de altas cumbres que vigilan y rodean los rincones ahumados de los vivos bajo la policromía de tejas rotas y furia apagada.

Los zopes vuelan por encima del deterioro social y humano, la decadencia de nuestra nación, el imperio del “reino de las arañas”, y expone el choque cultural de los inmigrantes que llegaron a la ciudad capital después del terremoto de 1976, como sanates, a crear barrios de desubicados o desencontrados,  siempre en ebullición, pero descritos con gran ternura, porque el autor así lo recomendó: “No le pongás atención al ruido, sino a la música”.

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