Los Chorlitos (Memorias de Antigua)

Esa noche lo juzgamos y planteamos la solución, porque su presencia nos arruinaba los paseos, los ejercicios deportivos, nos agotaba y aburría. Echamos sapos y culebras y consentimos en que no lo queríamos más en la patrulla, pero ¿cómo hacer para que se retirara si no reaccionaba ante la crueldad natural?

Méndez Vides

agosto 11, 2024 - Actualizado agosto 11, 2024

La arcada del Palacio de Gobernación se sentía húmeda y fría en las noches comunes, cuando el chiflón espantaba a los supersticiosos, lejos de la época de festividades religiosas o cívicas, cuando se llenaba el portal mal iluminado de cuerpos venidos de los cerros o de peregrinos llegados de otros países o municipios distantes para rendir promesas ante la tumba del Hermano Pedro o la imagen milagrosa del Cristo Sepultado de San Felipe.   Los creyentes dormían formados en fila, apretados, pegada la cabeza o el sombrero al muro sur, con los tacones de bota o hule de caite de llanta de camión apuntando al norte, bajo sobrecamas rayadas o de flores, enrollados de pies a cabeza, como cadáveres en el hospital, protegidos por chuchos flacos que gruñían y mostraban los colmillos a quien pretendía aproximarse.   En tiempo de hordas de caminantes, nos quedábamos encerrados en casa hasta que los extraños se hubieran marchado, dejando la ciudad inundada de excrementos en los escondites de los muros de los conventos en ruina o a la vista sin vergüenza, y montones de basura repartida en el parque de las sirenas, porque comían en los pedazos de grama de los jardines y dejaban desperdigados los huesos de pollo, latas de sardina picante de Tailandia y papel de envolver.   No faltaba nunca la sorpresa de quien se quejaba por faltarle en el hogar algún artículo indispensable, como un martillo o el bastón, de lo que se culpaba a los peregrinos sin dudar, porque eran mal educados y peligrosos.  Pero en febrero, el Portal se mantenía desierto y misterioso, como para apariciones de los muertos.   

Abrimos el candado de la puerta que unía las dos argollas antiguas de la cueva del Grupo Uno de exploradores, de pañoleta azul y blanco, como nuestra bandera, mientras los del otro grupo, que se ubicaban en las ruinas de Santa Teresa, lucían los colores rojo y amarillo de España.  Éramos amigos de sábado, de excursiones al Hato o al Jute, al Cerro Pablo, a los volcanes o al Cucurucho, o de prácticas de hechura de nudos sólidos que se deshacían con maña, y enseñanzas sobre el honor, la responsabilidad, el sacrificio, en permanente preparativo para ganar especialidades que eran un lujo porque costaban dinero y tiempo, y quien más insignias acumulaba con una carpa tejida, fogata, libro, dos hachas cruzadas,  curita, navaja, herradura o árbol, cosidas en la manga del uniforme caqui, otorgaba la ilusión de superioridad.   El uniforme nos encantaba.   El motivo de la reunión extemporánea fue tratar el tema delicado de los acontecimientos fallidos de la lunada de la noche anterior, que se arruinó tras perder Los Chorlitos la competencia, por ser los últimos en llegar a los pies del monumento de Santiago de los Caballeros por los extravíos, en tinieblas, evitando la facilidad de la carretera.   Partimos separados para juntarnos en la cumbre, pero Tabín se perdió.   

Organizamos la búsqueda, ya no hubo fogata ni comida, y lo rastreamos en orden, admirando las luces de la ciudad al sur, preocupados, hasta encontrarlo llorando en un desvío, temblando como un cobarde, sin contentarse ni cuando lo deslumbraron las linternas de todo el grupo.   Sentimos vergüenza ajena.  Lo conversamos con severidad en la sesión extraordinaria a la que solo acudimos la mayoría simple, cuatro de siete, y allí decidimos con autoridad deshacernos de Tabín, o continuaríamos perdiendo todas las competencias. 

Llevábamos años huyendo de él por cualquier excusa, dejando a la suerte con quien hacía pareja, lo ayudábamos a subirse al palo de guayabas y corríamos al siguiente punto, o en más de una ocasión lo dejamos abandonado en el cine a oscuras.   Al principio se molestaba por nuestros juegos y reclamaba, pero con el tiempo se acostumbró, no era petulante ni había razón para resentir su presencia porque era humilde, en el baño de su casa se disponía de cuadros recortados de papel periódico en un clavo de lámina, tomaba refrescos naturales y nunca supimos si tenía o no refrigeradora.   Pero esa noche lo juzgamos y planteamos la solución, porque su presencia nos arruinaba los paseos, los ejercicios deportivos, nos agotaba y aburría.  Echamos sapos y culebras y consentimos en que no lo queríamos más en la patrulla, pero ¿cómo hacer para que se retirara si no reaccionaba ante la crueldad natural?   Entonces Paco el sonriente, quien cuando se golpeaba en las excursiones se carcajeaba mientras le brotaba sangre de la herida, propuso una forma de presión indubitable.   Nos presentaríamos esa misma noche en la casa del Jefe para plantearle nuestra decisión colegiada, era él o nosotros.   Que escogiera.   Nada más fácil, sin Tabín Los Chorlitos continuarían igual, pero la falta de cuatro anularía la patrulla, y los sontos tendrían que repartirse entre las águilas, tigres y pumas.   Nos pareció un argumento justo y salimos a la calle oscura, entusiasmados, caminando firme sobre las piedras, viendo la fachada de la catedral marcada por los daños del tiempo, despintada, manchadas las cornisas por las palomas.

A dos cuadras vivía el gran Chofo, jefe del Grupo Uno, que había heredado el poder de su padre y él, a su vez, del abuelo.   Se merecía el cargo, porque era ordenado, mandón, responsable, aunque a veces se aprovechara de nosotros, poniéndonos a cargar muebles en sus mudanzas o a pintar el mausoleo familiar.   Pero tenía una acción personal del Club de Leones, donde eran las fiestas de los abogados, a donde nos llevaba en verano a practicar natación y en la temporada lluviosa a pasar el tiempo con juegos de mesa.   Abrió la puerta su linda esposa, en bata, y por el corredor fuimos admirándole las piernas y los rasgos del rostro cuando volteaba a mirarnos.   Parecía un ángel.   Explicó que ya era hora de estar dormidos, pero como se trataba de una emergencia avisaría a Chofo.   Nos sentamos a esperar en los muebles de mimbre del corredor, frente a la fuente, con los chorritos de agua fresca cantando y el chirriar necios de las patas de los grillos.   Desde el patio se alcanzaba a ver el penacho superior de la catedral.   La luna llena iluminaba el espacio despejado sin estrellas.

Chofo apareció intrigado, en chanclas, para escuchar lo que nos había llevado ante él a deshora, y nosotros planteamos de una vez a boca de jarro la solicitud.  Ni siquiera puso en discusión el asunto, y con señas nos condujo a la salida de su casa para siempre, así como del grupo de exploradores.    

—Prefiero quedarme con Tabín —dijo.  

Cerró el portón, corrió el cerrojo y puso la tranca.   

Los cuatro sentimos la fuerza de su desprecio, y partimos mudos desandando el pequeño trecho compartido, hasta separarnos por el Tanque de la Unión, donde cada quien se desvió hacia donde le tocaba.   Mudos y extrañados.   Odiando más que nunca a Tabín, porque la solución del Jefe no había sido justa, nosotros éramos más.

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