La abuela me prefería a mí, aunque abiertamente señalaba al primogénito como su pupilo, le daba monedas y le permitía fumar a escondidas en su habitación, pero ya en privado, cuando nadie nos observaba, me convertía en importante para ella, me deparaba lo confidencial, hasta el secreto de los escondrijos de su armario, la gaveta oculta donde guardaba el testamento y el efectivo, para que en su momento yo me encargara de revelar sus últimos deseos a la familia.
Esa mañana escuché su llamado disipado tras las primeras campanadas a misa, fui, empujé la puerta, chillaron las bisagras y la encontré arreglada, de luto, el cabello negro azabache pintado y con permanente de salón, los labios rojos y el lunar natural en el cachete. Tenía puestos zapatos de tacón bajo, los que generalmente utilizaba cuando íbamos de peregrinos a Esquipulas, por la caminata y las gradas. La conduje del brazo para ir a tomar el sol en el patio, frente a la camelia llena de botones blancos y rosados a punto de reventar. Caminando me compartió que había tenido un sueño fuerte y que quizá no iría tan directo al cielo como antes creía:
—Cuando falte, si un vaso se cae o una ventana se rompe sin motivo a tu lado, será mi advertencia.
Una vez que despertó asustada, vino lo peor de la pasada noche, a una pulgada de su nariz encontró la cara de un ratón gris observándola, de ojos vivos y bigote, emitiendo un suave murmullo, como si estuviera conversando.
—Se quedó allí mientras me vestía, atento a mis movimientos. El aroma me resulta familiar. Hay que atraparlo, meterlo en una jaula y ahogarlo en la pila.
El arte de matar ratas, Saturnino Callejas
Fui por el perro Niqui al segundo patio para resolver el inconveniente, porque era chucho de cacería, entrenado para perseguir conejos, que se mantenía en la cocina para atrapar a los roedores que llegaban de las ruinas de Santa Clara. Subían al techo por el palo de injertos o las buganvilias, se deslizaban por las cornisas y bajaban por el excusado para entrar a robar el pan dulce, que era su preferido. El Niqui los atrapaba con la boca, y cerraba con fuerza las quijadas, para entregar los cuerpos atarantados a la cocinera, quien terminaba de ahogarlos en la pila, de donde pasaba los cuerpos al papel periódico y al bote de basura. La temporada de lluvias desataba la peste. Pero estábamos en verano, un día claro, iluminado, sin nubes ni humedad, el Volcán de Agua a la vista por completo, sin el velo de niebla de la temporada lluviosa. Las matas de florifundia habían floreado, y esa noche la abuela cortaría la más fresca para ponerla debajo de su almohada y dormir profundo, siempre y cuando no anduviera libre el ratón.
Llevé al perro a la habitación, cerré la puerta, las ventanas, prendí la bombilla que colgaba del techo, amparada por una lámpara blanca de cerámica. Me aseguré de sellar los pasos a los cuartos vecinos, tapando los resquicios con papel periódico, mientras el chucho recorría los rincones e identificaba la presencia extraña, no bienvenida. Y no tardó mucho, vimos la cola del animal saltando del armario a la repisa de las cortinas, y usar el cajón del Cristo Negro como paso para el siguiente mueble, hasta quedar atrapado. El perro ladrando y yo con un palo de ropa de tender cerrándole el paso al techo, porque si se escurría entre el machimbre, escaparía.
El Niqui era pequeño, pero bravo, mordía a los desconocidos, se enfrentaba a los caballos, y los gatos le tenían miedo. Una vez se metió al drenaje por un agujero de reposadera, y salió con una culebra moviéndose como si aún estuviera viva. Por ese motivo se selló la entrada con cemento, y ocasionalmente se siente mal olor en el patio.
Al identificar al roedor, el perro se alteró y puso en actitud de ataque, arañando y brincando para encaramarse en el mueble. Yo deslicé la punta del palo hasta donde se miraba la cola, y presioné. El ratón me cayó en un zapato y saltó al piso de cemento y se escurrió por debajo de la cama y la mesa de noche, perseguido por el perro, que cazaba mejor que gata con cría, en una persecución letal por donde no había escape, quedando como en un juego de ajedrez, cada vez más encerrada, hasta que de repente se transformó, fue como si hubiera pasado de ratón a rata, se detuvo y enfrentó al chucho haciendo un gruñido irritante que lo hizo reaccionar deteniéndose, encaró a la fiera y en lugar de seguir huyendo salió a hacerle frente, crecido como tacuacín, ojos inyectados de sangre, hinchado y alargado, que volvió a emitir un soplido macabro mostrando los dientes para hacer retroceder al chucho que adoptó postura defensiva.
El corazón me latió fuerte, y sin dudarlo abrí la puerta de la habitación y salí buscando la luz, y entre mis pies se coló el chucho que huyó hacia la cocina. Cerré la puerta y fui donde la abuela.
—No era ratón —dije.
—Es lo que yo decía, algún pariente que vivió como rata vino a despedirse.
Ya calmado fui a abrir la puerta y la ventana, para ventilar, pringar creolina, mover los muebles buscando por todos lados, pero ya no se veía ni sentía la presencia extraña, ni su rumor. Fue como si la pesadilla se hubiera esfumado.
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