Estamos llegando al primer cuarto del siglo veintiuno, cuando el tren de la ultra modernidad pasa tan raudo que mis ojos, acostumbrados a los resplandores más modestos del siglo veinte que ya ha muerto hace tiempo, apenas alcanzan a vislumbrar el destello de sus ventanas encendidas.
Hablo de trenes porque en su novela Orlando, Virginia Woolf sitúa el tren como el adelanto tecnológico trascendental del siglo diecinueve. Un solo. En el curso de mi vida, las trasformaciones tecnológicas son incontables, aunque frente a las de ahora parezcan tan modestas. La inteligencia artificial que resuelve teoremas y compone sonetos, robots humanoides, avatares holográficos, drones asesinos, ataques cibernéticos capaces de paralizar el mundo, multimillonarios que se pagan paseos por el espacio ultraterrestre.
Todo estaba, de alguna manera, en las páginas coloridas de las historietas cómicas que devoraba de niño hasta la madrugada, la cabeza cubierta por la sábana y alumbrándome con un foco de mano para que mi madre no advirtiera mi desvelo vicioso: de Titanes Planetarios a Viaje a Mundos Desconocidos, a El Capitán Ciencia, donde abundaban los platillos voladores y los marcianos de color verde y cabeza de medusa, con poderes de meterse dentro del alma de las gentes, convertir en zombis a los ciudadanos de poblaciones enteras, y a la más inocente de las amas de casa en su agente secreto.
Pero que los dibujos planos de las historietas cómicas pasaran un día a tomar volumen en el mundo de la política, y aquellas fantasías llegaran a encarnar formas de ganar poder, no se me llegó a ocurrir nunca entonces; y aún me cuesta creerlo ahora, cuando las utopías de ayer son distopias hoy. Fantasías con clientela electoral.
Ganan asientos en los parlamentos los fabricantes de fakenews, los cosplayers, los influencers charlatanes, los fanáticos antivacunas. Toda la amplia y variada gama de conspiracionistas, aficionados y profesionales. Establecen como categoría ideológica la fantasía que apela a la ignorancia, y a la duda de los ignorantes, y sus fans y seguidores en las redes sociales se convierten en votantes, capaces de elegirlos para ejercer cargos públicos.
Abundan los ejemplos, pero usaré solo uno, que me parece un clásico: el de Lilia Lemoine, electa en Argentina diputada por el partido La libertad avanza del presidente Javier Milei. Con toda seriedad y convicción sostiene que la tierra es plana, y la cito textualmente para que nadie diga que estoy bromeando: “¿Por qué los gobiernos del mundo quieren ocultarle a la humanidad que la Tierra es plana y que hay una gran pared de hielo que la circunda?”; por esa razón, sostiene, no hay vuelos comerciales sobre el océano Pacífico. Lo afirma con seriedad frente a una cámara de video, y lo difunde en las redes. Su mensaje llega a miles. Que le demuestren lo contrario.
Gracias, entonces, a la excelencia de sus méritos científicos, fue nombrada primera secretaria de la Comisión de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva en la Cámara de Diputados de Argentina. Pero no sólo afirma que la tierra es plana; tampoco cree que el hombre haya llegado nunca a la luna, otra conspiración en la que, como en tantas otras, están envueltas sectas secretas que pretenden dominar el mundo, y controlarnos. Como los esqueletos malvados contra los que luchaba El Capitán Ciencia.
Para los tiempos en que leía historietas cómicas, también circulaba entre los adultos un folleto con una estrella de David en la portada, Los protocolos de los sabios de Sión. Estaba lejos de llegar a existir la Internet y había que leerlos en papel, pero este folleto de autor anónimo seguía teniendo adeptos conspiranoicos después del exterminio de los judíos en los campos de concentración, a pesar de que justificaba el genocidio. Miles de adeptos. Sólo estoy cruzando recuerdos.
¿La tierra es plana, un disco suspendido en el espacio? Si a la gente común se le oculta esta verdad, es porque detrás hay todo un complot de poderes mundiales ocultos, ejecutado por la NASA. ¿Tendrá que surgir, ahora, como contrapeso, un comité de terraesferistas?
Mis historietas cómicas no llegaban tan lejos. Yo diría que se trataba de extraterrestres bastante más inocentes. En las de hoy, que difunden las redes para miles de adeptos crédulos, las sectas que se disputan el poder mundial están entregadas a una guerra oculta feroz, los Illuminati y los Reptilianos, pero son capaces de aliarse para conseguir sus malvados fines. Barack Obama, por ejemplo, no es más que un reptil llegado de una lejana galaxia para disfrazarse de humano. Y lo mismo la reina de Inglaterra, que según la teoría Quanon, murió en verdad muchos años antes, ejecutada por sentencia de un tribunal militar que la halló culpable de la muerte de la princesa Diana, y sólo siguió existiendo como avatar generado por ordenadores. Cuánta envidia hubieran sentido los olvidados guionistas de aquellos comics del siglo pasado.
Pero no es un asunto sólo de historietas cómicas. La diputada Lemoine aseguró el año pasado que presentaría una ley que permitiera a los hombres renunciar a la paternidad. O sea, repudiar a un niño no deseado. Si defender que la tierra es plana nos lleva dos mil años atrás, la legitimación de la paternidad no deseada nos devuelve al menos a la edad media.
Los conspiracionistas forman una amplia gama ideológica en la que militan con rabioso entusiasmo homófobos, antifeministas, xenófobos, antinmigrantes, racistas, lo cual da peso y sustancia a la extravagancia de sus fantasías, que hacen palidecer las historietas de mi infancia. Una eficaz amalgama que se convierte en el virus más letal que circula por los entresijos de las redes sociales, toda una cosmovisión patas arriba, según los propios ideólogos conspiranoicos.
Una especie de Protocolos de los sabios de Sión elevado a su enésima potencia, y capaz por lo tanto de sembrar odio racista, división, misoginia, machismo, desprecio a las mujeres y a los homosexuales, en medio de fantasías de tercera clase que, por el momento, se convierten en votos y otorgan poder político.
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