Envejecer…

Ana Cofiño

diciembre 2, 2024 - Actualizado diciembre 2, 2024

Ilustraciones: Amílcar Rodas

Ser vieja es un hecho natural que muchas veces cuesta asumir, sobre todo si caemos en las trampas de una cultura que se opone a los procesos naturales de la vida. Una cultura que menosprecia la sabiduría que acompaña al crecimiento, que desprecia los rasgos de la madurez, que pretende extender los tiempos de la juventud, es un obstáculo para llevar con dignidad ese camino.

Ser vieja -desde mis casi setenta añotes- es un hecho innegable que cada día me confronta con el paso del tiempo en el cuerpo, en la mente, en las relaciones con el entorno. Un achaque mañanero, una nueva mancha en la piel o un impedimento para la movilización nos recuerdan que, aunque nos sintamos pollonas, el tiempo pasa sus facturas. Y por otra parte, ser vieja es como obtener un título que otorga autoridad y conocimientos. La acumulación de experiencias es un acervo no sólo de recuerdos y memorias, sino de mapas y recorridos ya conocidos. Lo leído, lo bailado y lo gozado son tesoros que se incorporan a las personas que somos y es un patrimonio intangible que queda para la posteridad, aunque muchas veces el olvido nos robe imágenes que se van diluyendo.

Dado que la roñosa cultura capitalista exige apariencia juvenil permanente y que el concepto de belleza excluye a las personas mayores, es necesario luchar a brazo partido contra esos prejuicios y estereotipos. Ser vieja no necesariamente es sinónimo de perder facultades o volverte un ser decadente desagradable. Al contrario, la vejez puede ser una etapa de reconciliación consigo misma, de consolidación de principios y concreción de metas. Ciertamente, hay condiciones que favorecen el desarrollo de las potencialidades o que impiden llevar una vida en la que nos sintamos cómodas con lo que somos. La pobreza, la falta de afectos pueden llevar al sufrimiento y la amargura, a una degradación injusta. Por ello la sociedad tendría que dotarse de condiciones idóneas para que la vejez se desarrolle de forma que sea una etapa de tranquilidad y placer.

Me gusta ser vieja, no me ofende ni me parece humillante, exhibo canas, arrugas y otras señas de la edad sin reservas, siento que todo ello me adorna, no como gracias, sino como signos de historia personal. Por dentro, es un alivio ver para atrás y saber que ya vas adelantada en la misión que tenías que cumplir. No sé si me explico, es como la satisfacción que se siente al terminar un trabajo, una sensación como de reconciliación con una misma.

Las mujeres de mi generación vivimos la segunda mitad del siglo XX y dimos el salto al XXI en medio de grandes guerras y transformaciones de todo tipo que, de alguna manera, delinearon nuestro desarrollo. Las revoluciones económicas y sociales que sacudieron ese periodo influyeron en nosotras, ya fuera para transformar los patrones heredados o para reforzarlos. En mi caso, como en el de muchas congéneres, marcaron los cambios que nos permitieron romper con algunos mandatos patriarcales y tener acceso a elegir, lo cual marca un momento definitorio en las vidas de las mujeres. Decidir sobre nuestros cuerpos y vidas, aunque hoy parezca absolutamente normal, es un logro colectivo que ha imprimido un sesgo a la sociedad: dejar de lado la sumisión, abjurar de las normas patriarcales, agarrar las riendas de nuestro porvenir son hechos que en el pasado eran impensables y que han dejado huellas en quienes vienen detrás.

Si observamos en las calles y espacios públicos, vemos muchas mujeres mayores que pueden conducirse sin temor, seguras de sus capacidades, libres. No todas, por supuesto, pero sí muchas van por el mundo con la estrella de sentirse dueñas de sí mismas. Y eso es una ganancia, una avanzada para las jóvenes que ya encuentran el camino allanado. Para mí ha sido fundamental tener como modelos a compañeras mayores que con sus ochenta o noventa a cuestas, siguen con entusiasmo sus rutas escogidas. Pienso en amigas cercanas, parientas y mujeres famosas que no cejan en sus empeños, que siguen aportando con inteligencia y que con su impronta abren posibilidades para otras. A todas ellas les agradezco su existencia porque son referentes a los cuales remitirnos cuando la duda o el temor hacen presa de una.

He decidido que quiero ser una vieja alegre, lúcida, productiva. No sé si lo logre porque el destino nos tiene guardadas sorpresas que no siempre facilitan nuestros planes. En mi haber cuento con la fuerza de saber que las mujeres somos seres de luz, es decir, personas con cualidades y virtudes que nos permiten realizar sueños y proyectos. Cuento con poderosas aliadas invencibles que me enseñan y comparten sus conocimientos, tengo el amor y la fuerza de quienes igualmente creen que el bienestar es alcanzable para todas las personas, con justicia. Así que espero poder seguir en este rumbo, con el espíritu fresco de quien se apunta a las aventuras que la vida nos presenta. En este punto ya no se trata de protagonizar hazañas que requieren fuerza física, sino más bien, creo, de ejercer la lucidez y el juicio.

Levanto la bandera de los derechos de las personas mayores junto con las reivindicaciones políticas de acceso universal al bien común. Estoy convencida que la ruta democrática, donde participar es una responsabilidad ciudadana, es fundamental y me apunto a seguir alimentando el sueño de construir un país donde ser mayor no implique un riesgo ni una fatalidad. Reclamo para mí y para todas las personas el derecho a vivir en paz y en armonía, así seamos niñas, jóvenes o ancianas de cualquier condición. La vida es un proceso continuado, dinámico y complejo, no un conjunto de fronteras impuestas, marcadas por leyes que nos separan y confrontan.

A mis amigas más jóvenes les digo que no hay que temer, que envejecer es interesante y hasta divertido: que una sigue descubriendo y aprendiendo, en tanto la libertad y la seguridad se ensanchan, basadas en el saber adquirido en la cotidianidad y el paso del tiempo. Y que las adversidades son ineludibles, pero son oportunidades para crecer.

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