El club de los niños suicidas (Memorias de Antigua)

Recuerdo que fui personalmente a comprobar la noticia de la destrucción del arco a la mañana siguiente y sentí un profundo malestar. El valor se aplaude y el riesgo no es nada.

Méndez Vides

junio 30, 2024 - Actualizado junio 29, 2024

Termina el empedrado del límite urbano y nos asalta el olor a tierra de la mañana o a polvo del mediodía.   Pasamos corriendo frente a San Jerónimo, en palomilla, huyendo del maestro de caligrafía hipnotizado observando el paso de las parrillas de las camionetas cargadas de canastos y bultos de mercadería frente a La Merced. El reto fue cruzar el arco de la Recolección, esa frágil estructura que se salvó del terremoto doscientos y cien años antes. Saltamos sobre las inmensas piedras de ladrillo, que vegetaban donde cayeron despedidas por la fuerza telúrica. Lagartijas y culebras se escurrieron por los agujeros hacia sus guaridas, esos rincones oscuros que quizá esconden tesoros de papel o madera. El vagabundo oficial del monumento nos espantó porque estábamos invadiendo su vivienda, pero no pudo detenernos cuando advirtió que estábamos escalando sobre los escombros. Desde abajo se percibía inmenso el muro del convento en ruinas, y la proximidad del peligro nos frenó. 

Ese era exactamente el sitio elegido a principios del siglo XX, por el club de los niños suicidas para realizar su obra de arte. Las autoridades recubrieron los puntos de apoyo con alambre de púas, para evitar un nuevo atrevimiento. 

El más aguerrido se animó y fue moviéndose de rodillas por el angosto paso, sin perder el aplomo, pálido cuando estuvo en la parte más elevada y frágil que luego se derrumbó en febrero de 1976. Recuerdo que fui personalmente a comprobar la noticia de la destrucción del arco a la mañana siguiente, y sentí un profundo malestar. El valor se aplaude y el riesgo no es nada. A nuestro victorioso amigo le costó un triunfo cambiar de postura, para pasar de gato a resbaladero. Bajó sudando frío y todos le estrechamos la mano con admiración. 

Yo quise ser el siguiente en igualar la hazaña. Me rompí el ruedo del pantalón al dar con el alambre espigado. Avancé hasta quedar a un par de metros de la cumbre estrecha, donde sentí la superficie alisada por el musgo de los pasados inviernos. Quise agarrarme de la piedra, pero no me pareció firme. Estuve a un punto de alcanzar la gloria, como cuando el caballo le advirtió a Aquiles que podría vencer en la batalla contra Héctor, pero después perecería. Me acobardé y reculé humillado. Quienes no se habían atrevido festejaron mi intento y el vencedor me agradeció la deferencia, porque estuve a punto de eclipsar su hazaña. Aún me arrepiento de aquella debilidad, pero tras la destrucción del arco también sentí cierto alivio, porque la vergüenza se desvaneció.

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