Chapinero, seis de la tarde. La Avenida Caracas resonando con sus óperas de hierro y de neumáticos. Los automóviles pasando en estampida de búfalos prehistóricos. Como peces bajo un puente. Y en el centro la plaza Bolívar, el Palacio de Nariño, la iglesia de San Francisco y el Teatro Colón.
Santa Fe de Bogotá, como toda metrópoli latina, tiene sus emblemáticos e históricos cafés literarios y artísticos. Los primeros parecen haber sido La Botella de Oro y La Gran Vía a finales del siglo XIX y principios del XX. También el Windsor y El Molino pero es El Automático el café esencial de la literatura y el arte en el siglo XX. Hoy este café no solo es parte de la historia literaria de Bogotá sino se ha convertido también en una especie de mito, si entendemos que todo mito es una relación a los orígenes y una búsqueda ancestral de las raíces. Para Joseph Campbell los mitos son formas de perfeccionamiento del espíritu humano. En su clásica obra El héroe de las mil caras nos presenta el mono mito, la repetición cultural de los viajes del héroe en busca de otorgar dones a los seres humanos.
En este caso hacemos una analogía con los poetas, artistas y literatos bogotanos y de otras partes que aterrizaban a las mesas de El Automático. Un espacio para el debate literario y político. Asimismo, una galería improvisada para el arte plástico que daba primacía a los artistas jóvenes como Obregón, Botero y Omar Rayo. Y a la vez el nacimiento de una nueva crítica, de una estética, con nombres como Luis Vidales, Jorge Zalamea alias Ulises y el poeta y crítico Jorge Gaitán Durán que fundaría con Hernando Valencia Goelkel la revista Mito.
En las mesas del El Automático se derramaba la palabra de León De Greiff, como un vikingo declamando sobre la sabana dormida mientras su concentrado hermano, Boris De Greiff, jugaba partidas de ajedrez sobre las mesas del histórico café. León, el poeta, fue cabeza visible junto a Luis Vidales del grupo «Los Nuevos» que representaron el ánimo de renovación de las vanguardias iberoamericanas en Colombia. León De Greiff publicaba en 1957 su poemario Séptimo Mamotreto donde hace acrobacias con las sintaxis y construye malabares significantes. De Greiff en algunos versos recoge su experiencia vital por la vida literaria y artística de los cafés:
Vagué y vagué si divagué por las mesillas
del café nocharniego,
Mil Noches y otra Noche con el Mago de lápiz buído
y de la voz asordinada.
Antes, muy antes, bebí con él …
Después…, ahora …, mejor no meneallo
y sí escanciallo y persistir en ello.
Luis Vidales, por su parte, en su temprano poemario pionero de la vanguardia, Suenan timbres, (1926) retrata la vida cultural de Bogotá con sus sombras y luces.
El Automático surgió de las cenizas que dejo el estallido social conocido como El Bogotazo acaecido en 1948. La fundación del café vino a subsanar la desaparición de cafés destruidos, como El Molino, por turbas incontrolables y enfurecidas por el asesinato del popular líder Jorge Eliécer Gaitán Ayala. El Automático recogió la tradición de debate y discusiones literarias, incluidas las lecturas y recitales, iniciadas por la célebre tertulia La Gruta Simbólica después de la guerra civil llamada De los mil días que culminó con el triunfo de los conservadores y la imposición de censura y toques de queda. La tertulia privada fue una manera de encontrarse, un espacio de libre expresión y creatividad que después se prolongó a los cafés.
Gabriel García Márquez fue también durante su permanencia como periodista en Bogotá de El Automático y recuerda De Greiff en sus memorias:
El Molino había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del ajedrez.
El Automático como el lugar de encuentros generacionales, de la tradición y la ruptura, de los viejos maestros y sus profundas certezas con las dudas de la juventud soñando en almohadas rellenas más de ecos luminosos y poemas que de plumas. La existencia más allá del alumbrado público cuando las sirenas silban en la niebla y nadie se percatar que el presente es el momento más importante de la vida. Como los timbres de Luis Vidales que suenan todavía: «Las noches eran claras como días de otro tiempo, o profundas como salas de cine…» (del poema «Música de cámara para la aldea perdida»).
El café El Automático no era solo un lugar, sino un crisol donde se entrelazaban tiempos, ideas y voces. Allí, las generaciones se enfrentaban y se encontraban, como un eco continuo entre la tradición y la ruptura. Los viejos maestros llegaban con sus certezas, aquellas construidas en décadas de reflexión, mientras los jóvenes se sumergían en dudas que les sabían a promesa, soñando en almohadas que no albergaban plumas, sino ecos luminosos de futuros posibles.
En las mesas entre el humo del café y los siempre múltiples cigarrillos, la existencia parecía expandirse más allá del alumbrado público, hacia rincones donde la niebla envolvía la noche y las sirenas marcaban la cadencia de un presente al que pocos prestaban atención, pero que era, en su fugacidad, el instante más valioso. Cuando se vive con intensidad el presente nadie suele percatarse que el presente es el momento más importante de la vida.
En este lugar vibraban versos de Luis Vidales que dotaban a las noches de una claridad ajena al tiempo. Y el Automático era eso, un espacio donde la claridad de los días pasados se reflejaba en los rostros de quienes se atrevían a soñar con mañanas distintos, y donde las profundidades de la vida eran debatidas entre sorbos de café, como si cada palabra, cada idea, pudiera moldear la aldea perdida de la que hablaba Vidales.
¿Sería la aldea perdida una alusión premonitoria que anunciaba un Macondo antes de que este fuera creado por Márquez? En El Automático los ecos resonaban cargados de preguntas y acaso de respuestas que, en su aparente contradicción, hacían del café no solo un refugio, sino un punto de partida.
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