Al entrar la noche, la cocina se ponía como la boca de lobo. Un solo bombillo de bajo voltaje alumbraba el cuarto, y los habitantes de ese recinto caminaban como sombras o espantos de un sitio a otro, buscando las sillas para mitigar el cansancio o la tabla de picar para preparar la comida.
Yo era una intrusa en aquellos dominios. Cuando entraba a la penumbra de la cocina se callaba la concurrencia. Pablo, María, Tona, Ernestina y Gilda enmudecían, dejaban de hablar de sus pies cansados y adoloridos, del dolor de espalda y de las manos agrietadas por la lejía del jabón y la pila destartalada, y un silencio largo e incómodo se apropiaba del lugar.
A esa hora, la cocina olía a café hervido y recalentado y a tortilla quemada. A veces, el aroma era a carne cocida tostada sobre las llamas del quemador de gas, manjar que Tona repartía en pequeños pedazos sobre tortillas con sal gruesa y un chorrito de limón.
Mi lugar estaba detrás de la puerta, para pasar inadvertida. Sentada sobre un basurero viejo de hierro pintado de verde menta, ejercitaba el oficio sagrado de escucharlos, mientras degustaba la segunda refacción de la tarde: la tortilla con carne achicharrada acompañada de un café ralito y con mucha azúcar, que saboreaba sacándola del poso de la taza a dedazo limpio.
Una puerta de vaivén decorada con pequeños vidrios de colores separaba los dos mundos: el del primer patio con sus palmeritas, canarios y azaleas, y el del servicio. La ruta era corta, a unos pocos pasos después del patio y del comedor de la casa se ingresaba a la misteriosa penumbra de la cocina. Caminaba a tientas, guiada por el misterio de las llamitas azules de los cuatro quemadores de la estufa de gas y la luz chispeante e indecisa de la veladora del altarcito del Señor de Esquipulas.
Era el mundo del reuma, las articulaciones crujientes, los pañuelos amarrados en la cabeza para mitigar el dolor; del ardor de los cayos y de todas las dolamas habidas y por haber causadas por el trabajo fuerte, pero también era el mundo de las historias de espantos y aparecidos que bailaban en los cementerios y en las pilas públicas al anochecer, en noches de luna nueva, burlones y con cara blanca de calavera o de caballo.
Todo cobraba vida en el segundo patio: los ojos celestes de la Virgen, siempre vigilantes y juzgones, y un Dios que todo lo mira desde arriba, que todo lo sabe y que todo lo juzga… O la angustia de Gilda porque en su último sueño se le caían los dientes al suelo, con todo y raíces, todos, toditos “¿Qué significará que se me caigan los dientes?”, preguntaba desconsolada.
Cuando me acercaba a la estufa, me ordenaban: “niña, voltee la cara, el lunar que tiene debajo del ojo izquierdo cortará el huevo del envuelto de ejotes”, o el regaño agudo de “¡no ponga la tortilla de cara, porque a la pobrecita le duele”. Entonces, me sorprendía el miedo por la oscurana en terreno prohibido; la aflicción del Señor de Esquipulas, tan negro y tan doliente, refugio de todas las súplicas, las penas, los sueños y los favores de quienes habitaban el segundo patio.
El Cristo Negro estaba en un altarcito de madera adornado con botecitos de vidrio con flores, cuatro rosas, manojitos de crisantemos, claveles o llovizna blanca y una veladora grande de vaso de vidrio decorado con flores rojas que se mantenía encendida noche y día, dibujando sombras de bailarinas o de animales furiosos sobre la pared de la cocina del segundo patio.
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