Si de casualidad tenías doce años en 1972, una televisión a colores —blanco, negro y gris— en la sala de tu casa, gusto por las historias ambientadas en lugares remotos y debilidad por los hombres guapos, no te quedaba otra que esperar todos los jueves el episodio semanal de Bonanza. Una suerte de western edulcorado, adaptado para la bien bautizada pantalla chica (porque eran pequeños esos aparatos comparados con las moles en que se convirtieron en la actualidad).
El caso es que hasta ahí llegó mi gusto por el género de vaqueros, como lo conocíamos en la familia. Poco a poco, fui observando que ahí y en otras películas referidas al lejano oeste estadunidense los personajes eran masculinos, se vestían casi siempre igual, hacían su voluntad tarde o temprano y, la mayoría, parecía necesitar un buen baño con urgencia. Cuando alguna vez le pregunté a un tío la razón de esta falta de personajes femeninos, me respondió que sí, sí había mujeres en las pelis de vaqueros, pero que se dedicaban a barajar naipes, a servir tragos o a bajar y subir del segundo piso con un tipo, por una escalinata al lado del mostrador en las cantinas. Mmmm, me preguntaba yo, ¿y eso por qué? Entonces, ya le puse más atención a mi programa del momento.
En Bonanza, nuestra serie favorita con mis hermanos, todos los personajes principales eran hombres y si de casualidad alguno se enamoraba de alguna damisela, la pobre mujer terminaría muriendo de malaria, cayendo ante las balas de los indios que atacaban la diligencia donde viajaba o quemándole el rancho al pobre hermano Cartwright que le había tocado el turno del amor. Hasta ahí el formato chato de la serie: el mundo era de los hombres. Creo que, si no me falla la memoria, ver a ese tal Adam, el mayor de los hijos, darle besos de película a la canche de turno me volvieron loca por él. Grande fue mi decepción cuando me enteré de que no se quitaba el sombrero para las balaceras o las arrebujadas pasionales, porque tenía un problema serio de calvicie. Muy ojiverde será, recuerdo haber considerado, pero pelones sí que no van conmigo, así que, sin la menor indulgencia, pasé a enamorarme de Little Joe Cartwright, el hijo menor en la saga.
Little Joe cae seducido por una hermosa morena vestida con traje de los numu, en un capítulo memorable, y yo no lo podía creer, asombrada de ver a una mujer tan determinada y diferente a las clásicas del programa. No servía tragos ni nada de lo mencionado antes. Sarah Winnemucca era traductora y escritora, defensora de los derechos de los pueblos originarios, para más señas, además de pertenecer al pueblo paiute, de los numu, en Nevada. Y por supuesto, su papá, Chief Winnemucca, no la deja casarse con un ranchero porque ella tenía un destino más noble que representar. (Hasta ahí, mi confesión sobre mis hábitos televisivos de la infancia para no echar a perder mi reputación, aunque sí tuve que ver La casa de la pradera, un tiempo después, por causa de Michael Landon que ahora, más madurito y guapo, representaba el papá de la familia Ingalls.) Mucho tiempo después me enteré quién era la mujer que había rechazado a Little Joe.
El lejano oeste de los Estados Unidos fue durante muchos años una tierra libre, de llanuras espléndidas, montañas imponentes y cielos espectaculares. Incluso sus parajes agrestes tenían un atractivo inexplicable e infinito que predisponen a la meditación y a la espiritualidad. No en balde florecieron en estas tierras los navajo y los cheyenne, cuyas cosmovisiones aportan a la reflexión universal sobre la existencia. De muchas partes del mundo, los vaqueros, pioneros, misioneros y buscadores de tesoros se dieron cita para conquistar el lugar en cuanto se contagiaron con la fiebre del oro. Como en las películas y la literatura de la época, las mujeres casi no se mencionan en la crónica oficial de esta epopeya; sin embargo, jugaron un papel esencial en el desarrollo de la región. Heroínas-villanas, educadas-salvajes, ricas-pobres, blancas-morenas, todas contribuyeron a darle un toque fascinante a la historia de la avanzada hacia el oeste de un país que apenas se forjaba.
Algunas de ellas se aburrieron de tomar el té a las cinco de la tarde con sus amigas aristócratas en Boston y de sus pretendientes pálidos e insulsos, convencieron a dos o tres de sus empleadas de acompañarlas por los caminos del Señor, cargaron un carruaje y un carretón jalados por buenos caballos, con ropa, víveres, libros, armas y medicinas, para llegar por fin a praderas infinitas en donde los bisontes merodeaban en libertad. La aventura iba bien, a no ser por los forajidos que de igual forma recorrían el territorio y saqueaban y violentaban a todos los que les salían al paso. Sin embargo, al no tener demasiada vocación por la violencia ni habilidad para defenderse de tantos ataques, inventaron maneras para ahuyentar a los casi neandertales que encontraban en sus jornadas diarias. Algunas concibieron historias, se crearon leyendas y dispusieron ficciones de sí mismas como brujas o mujeres con poderes sobrenaturales, capaces de matar con la mirada a aquel que llegara a tocarles un pelo o, peor aún, a levantarles la falda. Santo remedio.
Otras comprendieron el lenguaje de las armas y se volvieron verdaderas pistoleras, incluso mejores que muchos tiradores profesionales que, además del revólver, manejaban con maestría el lazo y el cuchillo, entre ellas, mis favoritas Calamity Jane, la reina de las llanuras, y Annie Oakley, la reina del tiro.
Calamity Jane nació en Missouri en 1852 y creció en un entorno agreste. Desde niña, aprendió a montar caballo, a usar las armas y a sobrevivir en un mundo dominado por los hombres; también, a manejar un lenguaje amplio y florido y una audacia poco ejercitados entre las mujeres. Recorrió el lejano oeste y sus aventuras como expedicionaria, exploradora, cazadora y mensajera se volvieron legendarias. Su amistad con los nativos la proveyó de conocimientos esenciales para sobrevivir en aquel ambiente tan hostil. A pesar de su reputación como una mujer de espíritu libre y valiente, Calamity Jane no pudo escapar de la tragedia. Perdió varios hijos pequeños y luchó contra el alcoholismo durante gran parte de su vida. Hace unos veinte años, mi amigo el escritor Maurice Echeverría me regaló un libro fascinante sobre esta mujer, Cartas a la hija, 1877-1902, una recopilación de las cartas que solía enviarle a su hija relatándole sus aventuras como scout, pistolera, conductora de diligencias, jugadora, prostituta, enfermera, cocinera y actriz de circo. Esa lectura me marcó, me hizo ver cómo la voluntad no es asunto de género sino de espíritu.
Por su parte, Annie Oakley, también conocida como Little Sure Shot (Pequeña Tiro Seguro), encarnó una historia de determinación, habilidad y superación personal que la convirtió en una leyenda del lejano oeste. Nació en Ohio, en 1860, y sufrió una infancia difícil, marcada por la pobreza y la adversidad. Ayudando a limpiar las armas de los hombres, poco a poco se aficionó a los rifles y las pistolas, de manera que muy pronto se convirtió en una gran tiradora. Desde adolescente ganaba las competencias de tiro en las ferias locales y derrotaba a los hombres sin mayor dificultad. Esto despertó muchas suspicacias que ella ignoró. Pronto se unió al famoso espectáculo Wild West Show, de Buffalo Bill, y su fama se regó como pólvora. Su reconocimiento no se redujo a esta habilidad, sino también a su ética de trabajo, su modestia y su generosidad. Su tiempo libre y parte de sus ingresos los donó al cuidado de los niños huérfanos y otros necesitados. Durante los últimos Juegos Olímpicos, yo veía a las tiradoras por la televisión y recordaba a esta pionera cuya historia es muy posible que ellas desconozcan, pero que acaso también sean objeto de los mismos recelos entre los suyos.
Muchas exploradoras más se entendieron bien con las enfermedades del cuerpo y del alma y su curación por medio del conocimiento de las plantas locales y del intercambio cultural que emprendieron con las mujeres nativas de los pueblos originarios. De una u otra forma, muchas pioneras sobresalieron en las áridas estepas del lejano oeste, olvidándose de su papel tradicional de esposas y amas de casa. Por casualidad, uno de los días más extraños de mi vida paré viviendo en Texas. Ahí ser cowgirl no tenía mucho que ver con las aventuras de estas mujeres de fuego. El chiste se reducía a vestir botas, falda y sombrero, e ir a bailar square dancing con otras vaqueras, todas las tardes, en el mítico bar Cow Hop, al ritmo de la música country que tronaba desde una rockola. El destino quiso que el bus de la universidad en la que estudiaba mi esposo y en el cual yo viajaba todos los días para llevarle el almuerzo pasara frente a ese bar, así que, sin el atuendo, con mucho aburrimiento y muchas ganas de bailar, paré intentando las coreografías que ahí se practicaban. Luego de bailar un buen rato, una de las colegas danzarinas que hacía su doctorado en historia me habló de las vaqueras traductoras, una profesión de la que no sospechaba su existencia. Ahí volví a encontrarme con Sarah Winnemucca.
Sarah fue testigo de primera mano de las injusticias y las dificultades que enfrentaron los nativos estadunidenses en la expansión de los colonos blancos hacia el oeste. Desde niña se destacó por sus habilidades de lenguaje y muy pronto aprendió a hablar inglés. Así, se convirtió en una valiosa intérprete y mediadora entre su pueblo y los invasores. Su habilidad para comunicarse en ambos idiomas y su comprensión de las circunstancias políticas y sociales le permitieron viajar y abogar por los derechos de los nativos del lejano oeste en los tribunales ante el gobierno federal. Decidida en su lucha, Winnemucca se convirtió en una defensora apasionada de los derechos de los pueblos nativos y de sus niños. En 1879, publicó su libro Vida entre los paiutes: memorias de una niña paiute, en el que denunciaba las políticas de despojo de tierras y la violencia excesiva perpetradas por el gobierno, el ejército y los colonos blancos. Además, fundó la primera escuela para niños nativos en Nevada, donde enseñaba materias académicas y la cultura y la historia de su pueblo. Su dedicación a la educación y la preservación de la herencia cultural de los habitantes originarios dejó un legado perdurable que se continúa reconociendo y emulando. Lo que no me contó la historiadora allá en el bar Cow Hop fue que Sarah tuvo un amorío con Little Joe Cartwright en la hacienda la Ponderosa. He encontrado a éstas y docenas más de mujeres valientes, audaces y decididas a ser protagonistas de su propia historia. Entonces se afirma mi intuición de niña sobre el sesgo de las limitadas películas de vaqueros. Las mujeres del llamado salvaje y lejano oeste fueron mujeres completas, esposas, madres, agricultoras, enfermeras y maestras, pero también asaltantes de bancos y diligencias, defensoras de sus familias, pistoleras y forajidas, cantineras y prostitutas cuando hubo necesidad. Lo mejor de todo es que dejaron su huella. Muchas dejaron sus memorias por escrito. Ahora, en medio de la calma de estos paisajes ocres y rojizos del desierto en Nuevo México, puedo leer sus historias un tanto distorsionadas por la leyenda, pero preñadas de la fuerza y el coraje que a mi endeble espíritu le hacen falta en momentos de crisis o desafíos. Una lección más de la vida en donde puedo dudar a mis anchas sobre el llamado destino manifiesto y la ideología tan insustancial de las doctrinas a las que nos enfrentamos desde la niñez.
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