Octavio Paz tenía dos años cuando Rubén Darío se estaba muriendo a causa de una cirrosis inclemente. Muchos años después Paz sostendría en su ensayo El Caracol y la sirena, que Rubén Darío era el corazón de nuestra poesía. Y con Darío, señalaba Octavio Paz, “el idioma se echó a andar”. Porque a Darío, según Paz, se llega o se parte por ser el fundador.
Por su parte, Luis Cardoza y Aragón afirmó que había pasado el modernismo pero quedado Darío. Puede agregarse otra afirmación de Cardoza, la de que la poesía siempre es moderna. Entonces, Darío siempre será moderno, más allá del modernismo que encabezó y que se expandió en España y en toda América desde finales del siglo XIX hasta tres o cuatro décadas del siglo pasado.
Año tras año, siglo tras siglo, el nombre de Rubén Darío tiene vigencia. Las nuevas generaciones de poetas, las que se toman en serio, tratan de entender cómo Darío logró transformar el lenguaje de la poesía en español. Esto no significa que lo imiten como no se puede, ni se debe, remedar a ningún clásico. El verdadero creador de poesía no imita sino absorbe la herencia del lenguaje a su particular manera.
El poeta y crítico español Carlos Marzal sostiene que Darío se ha convertido en uno de los poetas más universales del español y en un maestro para otros de los autores más influyentes del siglo XX. Otro crítico importante en España, Javier Rodríguez Marcos, asegura que al igual que los creacionistas que aborrecen a Darwin descienden del mono, también los poetas que reniegan de Rubén Darío descienden de Rubén Darío. ¿Por qué? Porque el poeta nicaragüense no solo fue el maestro de la poesía hispana moderna, sino también el maestro de los maestros: fueran Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, Lorca, César Vallejo o Pablo Neruda.
Nicolás Guillén, poeta nacional de Cuba, señaló la dimensión americanista de Darío. Afirmaba Guillén: “Es el Darío que despierta no solo a la pesadumbre de la vida consciente, al dolor de estar vivo, sino a la sangrienta y dolorosa realidad americana”.
Darío comenzó en Chile con su Azul, que era el color del modernismo. Siguió dejando huellas en las grandes y pequeñas capitales. Bienvenido en Madrid, Buenos Aires y La Habana, sin embargo, por mandato de Porfirio Díaz se le prohibió la entrada a la Ciudad de México, aunque no se pudo evitar que llegaran sus libros y su influencia. Incluso se ha dicho que el acto de prohibición del déspota en 1910 dio, simbólicamente, lugar al inicio de su propia caída. Como una curiosidad relacionada al incidente anterior, el penúltimo cuento de Darío se intitula Huitzilopoxtli: leyenda mexicana, que trata sobre el dios azteca de la guerra.
Las décadas pasaron en una sucesión de rupturas, una nueva encima de la anterior. Todo lo borra el tiempo. ¿Se olvidará un día a este poeta mayor? Octavio Paz asevera que Darío no se limita a ser el forjador inicial del modernismo, sino, por encima de todo, es el padre de la poesía moderna en español. Y Paz va aún más lejos pregonando que la poesía de Darío “durará lo que dure el castellano”.
Eugeni d’Ors, Retrato de Rubén Darío
En todo caso, el verdadero Poeta es siempre un ser inclaudicable en el arte. Como en el relato dariano del Rey Burgués en donde encontramos la tragedia y el símbolo del poeta congelado. Porque el Poeta descubre algo más allá del conocimiento. Es el sabio que desafió a Platón, quien lo expulsó de su Estado oligarca. La poesía es la hoguera afuera de la caverna.
El chauvinismo, todo nacionalismo provincial, no es únicamente una severa tara intelectual sino un verdadero enemigo de la poesía. Darío precedió al cantautor griego Moustaki cuando en uno de sus llamados Liminares resaltó ser un meteco, pero con manos de marqués. También dijo que buscaba o perseguía formas desde su estilo y encontró demasiadas. Adelantándose a su época recogió el pasado grandioso de la lengua. Jorge Luis Borges afirma: “Todo lo renovó Darío. Quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar libertador”.
El poeta nicaragüense Coronel Urtecho, mentor de la importante y sin igual generación de poetas denominada Movimiento de Vanguardia, escribió en su Oda a Rubén Darío:
“En fin, Rubén,/ paisano inevitable, te saludo/ con mi bombín,/ que se comieron los ratones en/ mil novecientos veinte i cinco. Amén”.
Rubén Darío, convengamos, estará presente en el futuro de la poesía. Seguirá vibrando en la intertextualidad misteriosa de los poemas castellanos. Aunque habrá siempre un Darío pregonando: “mi poesía es mía en mí…el que siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal”.
Todos somos extranjeros en la tierra. Se me ocurre repetir una vieja historia: Rubén Darío le pagó en 1890 a Enrique Gómez Carrillo, previo al viaje de éste a Europa, sus servicios literarios prestados en el periódico El Correo de la Tarde, dirigido por Darío en Ciudad de Guatemala, obsequiándole un abrigo, que Darío había adquirido años atrás en Santiago de Chile en una tienda de especialidades inglesas y que pagó con su primer sueldo de El Heraldo. Cuenta Darío:
“Desde que entro hago mi elección, y tengo la dicha de que la pieza deseada me siente tan bien como si hubiera sido cortada expresamente por la mejor tijera de Londres”.
Gómez Carrillo se llevó aquel abrigo a París y al poco tiempo se lo dio, acaso en pago por alguna supuesta traducción para la casa Garnier o por simple solidaridad, al poeta español Alejandro Sawa quien a su vez compadecido se lo obsequió más tarde nada menos que al mismo Paul Verlaine, quien murió con aquella vestidura desgastada, descolorida, llena de caspa del genio pero también de dignidad, como prenda generosa que supo calentar a su dueño hasta el final. Así la literatura también pasa de boca en boca, de mano en mano, de texto en texto, como el abrigo de Darío pasó de cuerpo en cuerpo hasta la muerte.
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