Carrozas y desfiles

Cuando pasaban las damas de la Cruz Roja, la gente callaba. La Sexta enmudecía por una fracción de minuto. El público reunido en las banquetas miraba de reojo a las señoras y señoritas de la llamada sociedad guatemalteca desfilando con medias gruesas a pesar al calor intenso y húmedo del mes de septiembre.

María Elena Schlesinger

septiembre 15, 2024 - Actualizado septiembre 14, 2024

Fotografía de José Domingo Noriega, Cirma.

De aquellos flamantes desfiles escolares y militares de los años sesenta quedaron grabados en la memoria varias cosas:  las carrozas con sus reinas, madrinas y sus próceres en miniatura; los no videntes desfilando por la Sexta con sus largas varitas abiertas y el grupo de damas de la cruz roja con sus capas azul marino decoradas con la cruz insignia de la institución.

Las carrozas pasaban siempre al final del desfile. No eran más que cabezales o camiones decorados con enramadas de bambú, cadenas de papel crepé y vejigas de colores, en donde iban sentadas en tarimas simulando tronos y altares patrios, las reinas, madrinas y las llamadas virtudes ciudadanas.  Las “señoritas virtudes” pasaban inmóviles, como si fueran estatuas, muy firmes y creídas, enrolladas en sábanas blancas, imitando los atuendos griegos. Con coronitas de laurel en la cabeza, alzando con el brazo una antorcha de embudo de cartón con llamitas de papel celofán amarillo y rojo, imitando la llama de la independencia.

Los no videntes no llevaban tambores ni redoblantes, y marchaban a ritmo lento y pausado, moviendo de aquí para allá, sus largas varitas. Con la mano izquierda sostenían con fuerza al perro lazarillo y con la derecha, la varita desplegada tanteando con la punta de goma las piedras o los agujeros del pavimento.  

Cuando pasaban desfilando, la gente se destornillaba en aplausos. “Y miren, qué lindos ‘los cieguitos’, a pesar que no miran nada, allí están marchando”, se oía decir a la gente sin menguar sus palabras y su aplausos, con una admiración compasiva.

Atrás de este pelotón iba un camión con el conjunto Armonía en Tinieblas y, desde las alturas del vehículo, los músicos interpretaban melodías en marimba, dando lugar a muchos más aplausos.

Cuando pasaban las damas de la Cruz Roja, la gente callaba.  La Sexta enmudecía por una fracción de minuto. El público reunido en las banquetas miraba de reojo a las señoras y señoritas de la llamada sociedad guatemalteca desfilando con medias gruesas a pesar al calor intenso y húmedo del mes de septiembre.

Las examinan de pies a cabeza: tan lindas, tan altas, tan bien maquilladas y con el pelo tizado como nido de pájaro  recién salido del salón. Tan, pero tan distinguidas, y además, tan altruistas, pensaban con un dejo de mofa muchos de los paseantes.  

Iban nítidas, como deberían estar siempre las enfermeras. Vestidas y peinadas como para asistir a un té.  De punta en blanco, con zapatos amarrados muy blancos, eso sí, no tacones de punta como dictaba la moda de entonces, tapadas con sus inmensas capas de color azul pavo. Unas de ellas llevaban maletines de doctoras, y las más, sostenían fuertemente con los dedos los bordes de una banderota blanca de la Cruz Roja.

Además del tronido de los redoblantes y la música de las orquestinas de guerra que inundaban las calles del Centro cuando había desfile, y de la ilusión y el orgullo que significaba ver desfilar a mi hermana María Marta como abanderada vitalicia del Colegio Belga, de aquellos   desfiles mañaneros de las fiestas patrias, guardo grabada la impresión del paso solemne y militar de los alumnos indígenas del Instituto Santiago.   Recuerdo aquellos jóvenes marchando como soldados, con uniforme de sololatecos con pantalones de manta blanca, saco bordado con volutas negras, cinta roja en el cinto y caites. Impertérritos, transitando como robots mirando siempre al frente por tierras extrañas. Los aplausos venían a montones, como lluvia, por ser indígenas, imagino.  Y entonces, venían la justificación de aquella ovación desmesurada y los comentarios salpicados de ese racismo paternalista e hipócrita que ha campeado siempre en Guatemala: “Miren qué lindos, cómo marchan los alumnos de Monseñor”, refiriéndose al obispo Mariano Rosell y Arellano.

Etiquetas:

Todos los derechos reservados © eP Investiga 2024

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

¿Olvidó sus datos?