Asturias y la Patria

Se escuchan repiques de campanas, el caminar de los mendigos y la bulla de las regatonas del Mercado Central. La cadencia de las oraciones largas y la mofa chistosa y juguetona del que ya no aguanta tanta súplica, tanto Padre nuestro o tanto “por mi culpa, por mi culpa”.

María Elena Schlesinger

junio 16, 2024 - Actualizado junio 15, 2024

Con las bombas y platillos sobre el inminente regreso de los restos de Miguel Ángel Asturias a Guatemala, volví a lo único válido para un autor de altos vuelos como nuestro Nóbel, a la lectura de mi libro predilecto por mucho, El señor Presidente.  

Su lectura me atrapó con un paraguas en la mano, protegiéndome de esta lluvia que no termina de caer, en uno de los rincones de mi casa, muy cerca de un barranco y de un palo poblado de pájaros azules, releyendo y re descubriendo, sorprendida como la primera vez, las páginas de un Asturias grandilocuente, de voz sonora que dibuja, en negro sobre blanco, la vida de la aldea bajo el yugo del tirano. 

Lo escucho claro y explícito a través de su obra, no así, pienso y re pienso, si su deseo era el de regresar a la patria. No sé si el Asturias escritor de carne y hueso, vilipendiado por sus paisanos locales en su época, realmente desearía regresar a su ciudad natal en donde fue tan ninguneado y criticado, hasta por bolo… Realmente no lo sé.

Mejor, prosigo en la lectura, y desde la primera línea de su Señor Presidente, me devuelve la voz fuerte, potente y soñadora  de un Asturias declamador de poemas largos, como los que se recitan o recitaban en una loa, convite o desafío, los que Asturias niño contemplaría asombrado en una calle o el atrio de una iglesia, hondamente poético, sonoro y lúdico, en el: “Alumbra, lumbre  de alumbre, Luzbel de piedra lumbre…” con la cual nos anticipa el carácter sincrético de su obra, vanguardista y teatral, muy influenciado por la parafernalia de los ritos católicos.  

Y entonces, comenzamos el viaje asturiano con una prosa espléndida, llena de plasticidad y sonido, que bien vale leerla con voz alta, recia, y de pie, como cura de iglesia,  y sentimos un Asturias contador de cuentos, cerca del poyo o del fogón de su casa del barrio de Candelaria, contándonos con lujos de detalles, manos y sombras, multiplicidad de historias, para que no perdamos nada de la escena. Porque para nuestro autor, el silencio, por ejemplo, no puede ser un silencio llano y ramplón, sino “un silencio negro y profundo como embudo” y la angustia del Pelele no podría ser nada más ni nada menos que “una gran mancha negra que le agarraba la cara”.

Despacito y sin sentirlo me encontré de nuevo en lo que hoy llamamos el Centro Histórico de la ciudad de Guatemala, cuadriculada y oscura, en donde los chapines citadinos hemos dejado enterrado el ombligo, la infancia y a los antepasados. Las calles han sido siempre rectas, las casas de paredes altas y gruesas, para que los rumores no se escapen, y las ventanas enrejadas como cárceles. El mismo miedo y las mismas sombras de entonces, ahora.  

Se escuchan repiques de campanas, el caminar de los mendigos y la bulla de las regatonas del Mercado Central. La cadencia de las oraciones largas y la mofa chistosa y juguetona del que ya no aguanta tanta súplica, tanto Padre nuestro o tanto “por mi culpa, por mi culpa”, porque para milagros hace falta algo más que los rezos.

Me siento en casa con Asturias, con su obra, por su habla cotidiana y eso es lo que importa, su legado, su obra. Para mí realmente deja de ser importante si sus restos están enterrados en el Cementerio General de la Capital o en el de los famosos de París, el Père Lachaise.  Porque con Asturias escuchamos la protesta o la denuncia convertida en literatura; recuperamos el lenguaje materno, el chapín  pintoresco y plástico. Reconocemos los lugares perdidos en el olvido, como un mapa de nuestra propia historia citadina. 

Con esta última lectura, la recién salida del horno, regreso a la infancia con sus rimas y sus rondas, con el ángel de la bola de oro y el diablo de los once mil cachos y la mujer que deseaba tener alas para escaparse del marido, la esencia de nuestra narrativa oral, el realismo mágico en ciernes, a la vuelta de la esquina. 

Nuevamente recuperé a la Patria gracias a Asturias, con su lectura y, la verdad, realmente me tiene sin cuidado en dónde y en qué país descansen sus cenizas, porque lo importante es su obra y todo lo que ella conlleva para nosotros los guatemaltecos, por fantástica, ilustrativa, identitaria, por su genialidad íntegra.  Intuyo, como dije anteriormente, que a Miguel Ángel le gustaría seguir descansando al lado de sus cuates famosos en la ciudad que tanto amó, París, y en donde en vida lo llenaron de honra. 

Que regrese la obra de Asturias a Guatemala, eso sí que es importante, pues se le tiene muy olvidado, muy mal entendido, como pieza arqueológica de museo. Que vuelvan sus libros, sus páginas, sus sonidos, sus colores, sus novelas. Que se lean y se vuelvan a leer. La verdad, no es relevante en qué lugar descansen sus cenizas, acción que me huele más a perfume con etiqueta política, que a deseo expreso de un Asturias lumbrera de la literatura.  Por más libros de Asturias difundidos en su país natal, sí. lo demás son costosas florituras.

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