Era la noche del 12 de noviembre de 1970. El gobierno de Méndez Montenegro ya había terminado y ahora el general Arana era presidente; la represión se había intensificado muchísimo. Ya sabés que a Arana lo apodaban “El Chacal de Oriente”; decían que el Motagua se tiñó de rojo de tanto cuerpo que flotaba por el río.
Yo tendría unos catorce años. Estaba en mi cama cuando oí golpes en la reja de la casa. Escuché a mi papá correr al patio trasero y vi que escalaba la pared y brincaba al techo. Me quedé como paralizada. A mi papá ya lo habían amenazado varias veces y teníamos miedo.
Durante lo que pareció una eternidad, pero que probablemente fueron unos cinco minutos, no oímos ni vimos nada. Pero resultó que afuera la Judicial tenía cercada la cuadra. Entonces escuchamos la voz de mi papá pidiéndonos que abriéramos la puerta del frente de la casa. Estaba en sus pijamas y cinco hombres con ametralladoras lo empujaron hacia dentro, uno con su arma contra su espalda. Recuerdo que llevaban medias cubriéndoles las caras. Mi papá les dijo que lo dejaran vestirse, así que tres de los hombres se fueron con él al cuarto. Yo estaba aterrada. Mientras todo esto pasaba mi mamá, Margarita —la empleada— y yo nos quedamos paradas contra la pared, con dos tipos apuntándonos con ametralladoras. Uno se pone en un estado raro, como de otro universo.
Salieron los tres hombres con mi papá ya vestido y los otros dos los siguieron a la calle. Yo me fui corriendo detrás de ellos. Ni lo pensé, solo quería ver el carro en que se estaban llevando a mi papá. Según yo para ver las placas. Y por supuesto no tenía placas. Eran dos carros, dos Chevrolets negros de la Judicial, y al meterlo adentro le vendaron los ojos. Ahí creí que lo iban a matar. Me acuerdo de la sensación espantosa, se me hundió todo. Y se fueron.
Regresé a la casa y le dije a mi mamá que el carro no tenía placas, que había que llamar a alguien. Primero llamó a los bomberos, porque por supuesto no iba a llamar a la policía que era parte de lo mismo, pero cuando les dijo a los bomberos que se habían llevado a mi papá no vinieron, porque también tenían miedo. Mi mamá trató de llamar a abogados o políticos amigos de mi papá y en eso oí que estaban tocando el timbre.
Cuando salí a ver habían llegado dos camionetas llenas de soldados y un carro con unos tipos vestidos de civil. Y entonces dije, “Ay dios, estos nos van a matar, o más bien nos van a violar y luego nos van a matar”. Y mi mamá decía que teníamos que dejarlos entrar porque si no nos iban a ametrallar, y yo le decía que no, que no los dejáramos entrar. Pusimos los sofás contra la puerta y empezaron a pegarle para botarla. Nos fuimos a meter al cuarto de Margarita porque estaba en la parte de atrás y era el único que también tenía acceso a su propio baño, así que pensamos que tendrían que botar la puerta del cuarto y la del baño también.
Por suerte llegaron los amigos de mi papá y desde afuera nos dijeron que dejáramos entrar a los soldados. Una vez dentro empezaron a sacar todas las gavetas y botar toda la ropa para disque encontrar cosas subversivas. Pero ya con los amigos de mi papá al menos era más difícil que nos mataran o que nos violaran, ¿no? Y luego de eso los militares se fueron y nos dejaron ahí. A partir de entonces empezó la búsqueda de mi papá.
Pensé que nunca iba a verlo otra vez. Un desaparecido más, de esos que eran buscados toda la vida por la gente que los quería, pero que dejaban de existir para el resto del mundo. Al igual que tantas otras personas, nunca fue acusado de nada ni presentado a los juzgados. Mi mamá y yo salimos desde temprano al día siguiente a las cárceles del país para buscarlo, pero no había ningún registro de su arresto. Como con los otros, la idea era que nadie lo pudiera encontrar.
Me acuerdo que mi mamá llevaba una canasta con limas, porque mi papá sufría de agruras y eso le ayudaba, así que a cada cárcel que llegábamos trataba de darle la canasta a algún guardia para que se las entregara. Era nuestra forma de intentar saber si lo tenían ahí. Solo nos volteaban la cara o nos decían que en ese lugar no había nadie con ese nombre. Hasta que tuvimos suerte. Un guardia que nos tuvo compasión nos sugirió que probáramos en el Primer Cuerpo, en el Centro Histórico.
Al llegar les preguntamos a los guardias ahí si alguien le podrían llevar esa comida a mi papá; uno de ellos nos pidió que nos alejáramos unos pasos con él y nos dijo, “Yo se la doy”, y así supimos que estaba en el Primer Cuerpo. Lo metieron en un calabozo en las tripas de la cárcel principal y después lo subieron a un lugar que se llamaba El Hospitalito en la misma cárcel. Ahí había dos estudiantes con él, muertos de miedo, pero a ellos se los llevaron luego en un bus y parece que los desaparecieron.
Mi papá tenía contactos en el exterior y tuvo la enorme suerte de que las presiones de gente en el país y en el extranjero lograron que lo soltaran a las dos semanas. Poco después salimos al exilio en Costa Rica. Durante algunos años mi papá trabajó en el ICAP en San José y siguió reuniéndose con otros exiliados, hasta que regresamos a Guatemala en el ’74, cuando participó en las elecciones. Pero sé que mi papá tuvo mucho miedo mientras estuvo en ese calabozo. Realmente pensó que lo iban a matar. Lo que más le daba miedo era la tortura, creía que lo iban a torturar. Por esos días que estuvo en la cárcel salió con canas. Le salieron canas en los lados de la cabeza, fijate.
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En la familia era famosa una conversación por teléfono que mi mamá y mi papá tuvieron cuando él ya estaba en política, pero se encontraba de viaje y ella en Guatemala. Empezaron a hablar en francés, porque ese era el idioma con el que se habían conocido en Montreal y entre ellos lo hablaban seguido. Y de pronto una voz los interrumpió:
Hablen en español, porque esto no lo entiendo.
¡Imaginate!
Se sabía que los teléfonos estaban intervenidos, pero también que las cartas eran abiertas y leídas por la policía. Cuando nos tuvimos que ir a Costa Rica exiliados, luego de que la Judicial capturó a mi papá en el setenta, seguimos en contacto con mis abuelos por carta.
Mi abuelo, que quería mantener a mi papá al tanto de los últimos sucesos políticos en Guatemala, escribía cartas a doble renglón; un renglón escrito en tinta, y el segundo escrito con jugo de limón. En el primer renglón escribía temas cotidianos, sobre lo que habían comido, alguna película que hubieran visto. Y en los renglones invisibles, escritos a limón, tocaba los temas delicados. En Costa Rica, mi papá abría la carta y la planchaba, y con eso se oxidaba el limón y hacía que aparecieran las palabras de la carta secreta.
Y también sabés que mi papá era muy cercano a su mamá, a Marie. Pero ella vivía en Xela y nosotros estábamos en Costa Rica, así que se escribían cartas. Y todas las cartas de Marie a mi papá empezaban con la siguiente línea:
Estimados señores de la censura, esto no es de su interés. Solo trata temas personales, no se preocupen.
*Rodrigo Fuentes (1984) es escritor guatemalteco, ganador del Premio Carátula de Cuento Centroamericano en 2014 y del Robert and Margaret MacColl Johnson Fellowship for Writing en 2022. Es autor de la colección de cuentos “Trucha panza arriba” y de la novela “Mapas de otros mundos”.
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