El Llanero (Memorias de Antigua)

Perro de albañil, acostumbrado a andar libre de un lado a otro entre cafetales, por las ruinas, en sitios donde tiran bolsas con basura y se puede escarbar con el hocico.

Méndez Vides     octubre 20, 2024

Última actualización: octubre 19, 2024 8:10 pm

Antigua Guatemala, Mercado viejo.

Fui detrás de las dos mujeres, siguiéndoles el paso, la abuela con el pelo agarrado en moño, polvos tupidos en la cara y vestido floreado, y la cargadora llevando el canasto, descalza, vestida con tafetán celeste arrugado y brillante.   El mercado se ponía bullicioso los sábados, lleno de colorido y aromas.  Al atravesar el paso estrecho iba fijándome en las remolachas, manojos de rábanos por docena, nabos, atento al regateo de la gente que discutía con desprecio expulsando saliva, y atento a la ganancia de las vendedoras que ponían en mis manos jocotes amarillos o injertos.  Pasamos por los puestos de flores, el pollo por libra, el sector de los lazos y granos, por donde se ubican las carretas, los carpinteros y se aprecia al occidente la felicidad de los camiones cargados de cocos en los campos de La Pólvora, donde unos cuantos niños de tierra jugaban fútbol con una pelota de tripa de coche que al ser pateada vuela con vida propia.   Un carbonero pasó empujándonos con la carga sin peso en la espalda de una red repleta de madera quemada en las faldas del Volcán de Agua.  Lo esquivamos y, entonces, quedé de frente ante un perro atado con un lazo, que me clavó la mirada con desconfianza.   Era de color sucio, entre blanco y gris, con manchas en el lomo y en las patas.   Las orejas impares, una tiesa y otra caída.   Se lo pedí a la abuela, quien puso atención y contempló al perro adulto, ya con mañas y ese dejo de cautela que tienen los joyeros borrachos con padecimiento de la vista.   Perro de albañil, acostumbrado a andar libre de un lado a otro entre cafetales, por las ruinas, en sitios donde tiran bolsas con basura y se puede escarbar con el hocico.  

—El perro es el mejor amigo del hombre —dijo el dueño, si es posible ser dueño de animales, acuclillado detrás de la mercadería—, pero este no está en venta.

Estiré la mano y toqué su cabeza.   El chucho se dejó acariciar.

—Lo quiero —insistí con arrogancia.

Su dueño no hizo caso a mi deseo, mirando a la gente que pasaba, sin nada a la vista que vender, esperando como hacen los ladrones.

—Pero en el mercado todo se vende.   ¿Cuánto quiere por él?

En las tardes me aburría y la verdad deseaba tener un amigo, no iba seguido a piñatas ni al cine ni a las piscinas, y a un chucho propio podría pegarle, amarrarlo al poste, quemarle las patas con cerillos, humillarlo, sabiendo que siempre se mantendría leal, obediente, hambriento, callado a mi lado, que me haría feliz.   

Se pusieron de acuerdo en el precio, pero el hombre me advirtió que si el chucho no se sentía a gusto, escaparía.  

—No lo maltratés mucho —recomendó entregándome el control de la pita anudada al collar flojo de cuero, sin adornos y hebilla desgastada, para que lo empezara a gobernar.    

Tiré con fuerza esperando obediencia y respondió a la medida.

—Se llama Llanero —afirmó, como si de verdad se llamara así—, pero si se hace el sordo basta gritar cualquier palabrota para que agache la cabeza.

—¿Es manso? —preguntó la abuela.

—Sólo hablar le hace falta.   

Me gustó el nombre Llanero, porque de alguna manera me comunicaba, y porque la abuela palidecía con la película de Jorge Negrete: “yo nací en esta ribera del Arauca vibrador”, y el negocio quedó confirmado.

—Vamos, mal perro —dije, y noté el disgusto de su antiguo dueño.

Al llegar a casa descubrí que al chucho le encantaba el pan con paté y esa misma tarde lo llevé a los cafetales de Santa Ana, para que conociera las galeras para el corte y corriera hacia el risco, desde donde se podía apreciar la extensa cuchilla plana de tierra que se extendía entre las dos vertientes montañosas cultivadas, en elaboradas terrazas.   Yo agité los brazos para llamar la atención de la gente hormiga, porque quería lucir a mi amigo, pero nadie notó nada.   El chucho se sentó a mi lado, y me buscaba de reojo.   Seguro le había gustado el pan y quería más, así que descendimos en dirección de las cocinas, para pedir al menos tortilla tiesa, porque tenía que asegurar el patronazgo, pero al entrar fuimos testigos de la conversación alterada entre Tencha la cocinera, conteniendo el llanto, y su marido, agricultor de manos rústicas, gesto serio, mirada imperturbable, aferrado a la costumbre del vaso con aguardiente con limón los sábados por la tarde.   Estaban al lado del fuego, ella hablando del humo que inundaba el lugar por la leña que ardía en el poyo, debajo del comal.   Ella estaba refiriendo lo que le había mandado el médico esa mañana, luego de revisar sus radiografías marcadas que le ocasionaban tos de chucho y respiración viscosa.

—Hasta aquí de leña, ordenó, que tengo que usar gas para cocinar o jadearé sin parar hasta morir.

El hombre contrajo el ceño y detuvo la mirada en el fuego, en la jarilla con el café hirviendo.

—Pues habrá que morir.

Ella agachó la cabeza y enmudeció.   Esa era la costumbre, los dos morirían, cada uno haciendo lo suyo, porque no se puede pelear contra la Naturaleza.

En ese preciso instante el Llanero me mordió el brazo como si fuera mía la culpa, de sorpresa, ensartándome traidor los dientes filudos, y escapó sin esperar mi reacción, se perdió entre las tareas de leña apiladas, por el sendero que conduce a los cerros, a las cataratas, a las alturas.  Lo perseguí por un rato, con la herida morada y ligeramente sangrante, y rápido me di por vencido pensando en la leña, en la conversación que se interpuso en nuestra amistad, porque el perro ya era mío, tarde o temprano lo encontraría y de castigo lo amarraría al palo de naranjas para darle su merecido con un palo.

Tencha me dio alcance atraída por el ruido, para curarme la herida y que la abuela no se preocupara ni le reprochara el descuido.   Me lavó con agua caliente y untó tierra con saliva, no era nada delicado, apenas un rasguño.   

—No hace falta preguntar a los doctores —recomendó—, porque ellos no entienden asuntos del alma.

Fue una amistad fugaz.

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